Otras magias del QUIJOTE
La lectura es una manera efectiva (y afectiva) de indagar sobre aquello que mueve al ser humano. Leer es un viaje que pone a prueba nuestra sensibilidad e inteligencia, es un incesante itinerario interior que matiza nuestras dudas, proporciona nuevo brillo a nuestras inquietudes y aclara esa niebla sombría de nuestros prejuicios. La experiencia lectora fortalece nuestro espíritu por la enorme riqueza de lecciones que albergan los libros. Leer El Quijote nos enfrenta no sólo a una singular historia, sino que nos depara una lección de humanidad incomparable.
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Jorge Luis Borges escribió un texto sobre las magias parciales del Quijote. Para el escritor argentino es sorprendente que los protagonistas de la novela de Cervantes sean también lectores de la historia. Destaca esta cualidad y la compara con otros libros que se utilizan el mismo recurso como Las mil y una noches en la que Sherezade narra la historia del rey que decapita doncellas. Menciona al Ramayana en el cual el héroe de poema épico hindú escucha de la boca de sus hijos su sorprendente travesía. Por supuesto no podía faltar el aciago príncipe Hamlet, quien hace representar su propia tragedia de manos de unos cómicos ambulantes.
Otro aspecto curioso que aborda son los distintos autores de la novela. Así tenemos el autor árabe Cide Hamete Benengeli. Luego tenemos al traductor de dichos textos, cómo es lógico su compilador principal que es Cervantes y por el último Francisco de Avelleneda autor del famoso Quijote espurio.
No obstante El Quijote posee otras magias, otros encantamientos singulares. Me aventuraré a enumerar algunos sin esa sabiduría libresca tan particular de Borges. Trataré de involucrar la literatura con la vida, de traspapelarla con la cotidianidad.
Comencemos con los jubilados de Ferrominera. Al parecer la empresa detectó un alto índice de mortalidad entre ellos. La cifra era inusual y decidió ofrecerles talleres para sacarlos de ese espiral depresivo que como dice Savater “nos obliga a vivir con un pie en la tumba”. Los trabajadores de Ferrominera después de batallar por un lapso de 50 años para la empresa de pronto se encontraban sin nada que hacer. De seguro era una sensación horrible mirarse cada mañana al espejo y desconocer a ese individuo ocioso sin perspectiva de futuro alguno. Por eso salían temprano y para esquivar el tedio se reunían con otros jubilados. Bebían, jugaban, se contaban historias hasta que llegaba el colapso. Pienso que estos jubilados llegaron a ese punto muerto en el cual se encontró de repente Alonso Quijano.
Claro que Quijano no era un jubilado, pero tenía 50 años. Había leído algunos libros y sobre todo muchas novelas de caballería, especie de literatura popular que vendrían siendo algo así como las novelitas vaqueras o las noveletas rosas de nuestros días. Me intrigó siempre, y todavía despierta mi curiosidad, que impulsó a un hombre de 50 años a embarcarse en una empresa tan insólita como es esa de hacer realidad lo escrito y más específicamente lo contenido en sus libros predilectos.
Alonso Quijano no tiene la oportunidad de ir a beber con sus otros amigos para esquivar el tedio y el fantasma de la melancolía. Ya ha leído mucho y quizá ha releído varias veces toda su biblioteca. Encerrado en su estancia, y rodeado por sus polvosos y apreciados libros de caballería, decide no dejar ningún resquicio por donde pueda entrar la muerte y como dice Savater: «Todo el empeño quijotesco consiste en una prolongada batalla contra la necesidad mortal que agobia al hombre: no dejarse morir».
Para no dejarse morir el pobre Alonso Quijano es presa de suerte de iluminación que lo decide llevar a la realidad lo que ha leído, darle carnadura a las palabras y a la imaginación. Y aunque desde su primera salida como Caballero andante todo se sale de control, y nada se ajusta a los designios de aquello escrito en los libros, no se rinde con facilidad. Ni los sufrimientos que soporta, ni las burlas ni los infortunios, mucho menos los golpes lo desvían de su propósito real (y que en la novela está como velado) que es descubrir en el fondo si la literatura sirve para algo, si es verdad o falsa, útil o superflua, digna de fe o no; en suma si tiene valor real que justifique tantos desvelos y anhelos.
Tenemos así dos aspectos a resaltar. Por un lado tenemos a un hombre viejo con el firme propósito a no dejarse morir, dispuesto a recuperar su dignidad y señorío para espantar a esa humillación suprema que es la muerte. Por otro lado está ese aspecto que tiene que ver con lo literario. La literatura carece de sentido si no incide en la vida, si no se entremezcla con la realidad de todos los días para sacarla de sus goznes y vivificarla. Como es lógico asumir la literatura desde esa nada cómoda condición implica riesgos y Alonso Quijano los corre todos y por ello su peripecia se bambolea entre lo cómico y lo trágico.
Otra magia de la novela es que el Caballero de la Triste Figura, a lo largo de su accidentada jornada, no es un perdedor como en el caso del Coronel Aureliano Buendía, que participó en 25 levantamiento armados y los perdió todos. El Quijote obtiene algunos triunfos en eso de arreglar entuertos, sin embargo no deja de ser una cátedra del fracaso. El Quijote es un fiasco, un fracasado a tiempo completo como lo fue en vida Miguel de Cervantes, antes de la publicación de su novela.
Hoy día vivimos un momento de euforia en la que idolatramos el triunfo. Los triunfadores ocupan la portada de diarios y revistas. Los fracasados llenan las páginas rojas. Un fracasado como Don Quijote en nuestro mundo triunfalista no tendría cabida. Pero en el fracaso de don Quijote hay una poética, una luz que ilumina y que nutre el espíritu.
Otra magia indiscutible del libro es el lenguaje. El Quijote es una novela que actúa en sus mejores pasajes como una enciclopedia de la lengua castellana. Es una novela en la cual dos hombres conversan siempre. Se habla demasiado en esta novela. Se reflexiona mucho y el mundo con sus vaivenes pasa por el filtro lector, y a veces retórico, del caballero y luego va por el cedazo grueso y tosco del escudero Sancho Panza. Mientras uno es producto de los libros, el otro viene de la vida ordinaria. Mientras uno saca su sabiduría de la literatura, el otro la encuentra de la vida y la reduce a un refrán, a una sentencia. No por azar Francisco Umbral escribe: “más que dos siluetas estilizadas o caricaturizadas, lo que camina por los campos de La Mancha son dos lenguajes, dos maneras distintas de hacer el castellano, dos estilos igualmente vigentes en aquella España.”
Una historia que seduzca debe tener por lo menos dos ingredientes básicos: La aventura y el amor. Las aventuras del Caballero no son tan grandilocuentes, ni mágicas como las plasmadas en las novelas de caballerías, no obstante poseen la virtud de ser aventuras mundanas que mezclan risas y tristezas. Aventuras que tienen algo de gran guiñol. En lo referente al amor en la vida real todos los seres humanos estamos necesitados de afecto, buscamos el amor para darle significado a nuestra existencia. Alonso Quijano ya convertido en caballero sabe que sin un gran amor sus hazañas carecen de fundamento. Una frase de la epístola de San Pablo puede servir para descubrir esa mecánica amorosa que también motoriza la novela: “Si yo tuviera el don de la profecía, conociendo las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para mover las montañas, pero me faltara el amor, nada soy”. Don Quijote es hombre versado en el arte de la palabra y posee gran conocimiento gracias a sus lecturas; quizá no tiene la capacidad de mover montañas, pero tiene la facultad de trasmutar molinos en gigantes y su fe ciega por lo contenido en la novelas de caballería se sobrepone a cualquier obstáculo. Pero sin amor sabe que su vida carece de brújula. Necesita amar (aunque no sea correspondido) para darle carne y poética a su esquelética existencia. No es gratuito que se invente un amor virtual. Nuestro Caballero ofrece una lección sobre esa relojería amorosa en la cual la lealtad y la honorabilidad rechaza cualquier inconveniente convencional. Dulcinea es una tosca campesina, que al parecer tiene como atributo sobresaliente unas manos insuperables a la hora de salar puercos. No obstante para nuestro inquebrantable caballero es una doncella pura y provista de una belleza sin par. Su carta a Dulcinea es un texto de amor de acrisolada lucidez:
Soberana y alta señora: El ferido de punta de ausencia y el allegado de las telas del corazón, dulcisima Dulcinea del toboso, te envía la salud que el no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, marguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho Panza te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte.
El Quijote falso escrito por Fernando de Avellaneda, tiene el atributo de ser una obra literaria con buenos valores estilísticos. En la segunda parte del libro de Cervantes se menciona dicha obra y por supuesto todo esto le proporciona a este episodio un halo de maravillosa fantasía, urdido sólo en ese universo paralelo que es muchas veces la literatura. Nadie escapa al hechizo del caballero y su escudero, nadie sale indemne a esa ferocidad del sueño delirante que zarandea la vida de dos personajes ficticios, que por esas magias de la escritura se imbrican con la vida de los lectores y ya no sabemos si somos ficticios (o reales) como Sancho y Don Quijote. El escritor ruso Vladimir Nabokov dejándose ganar por este juego de espejos aduce que el autor del Quijote falso es el propio Cervantes y escribe: «¡Que espléndido habría sido que, en el lugar de ese último encuentro precipitado y vago con el disfrazado Carrasco, que le derriba en un abrir y cerrar de ojos, el don Quijote real hubiera liberado su batalla decisiva con e don Quijote falso! ¡Quien habría salido vencedor de esa batalla imaginada: el fantástico, el encantador loco genial, o el fraude, el símbolo de la robusta mediocridad? Yo apuesto por el hombre de Avellaneda, porque lo gracioso es que en la vida la mediocridad tiene más suerte que el genio. En la vida es el fraude el que descabalga a la valentía de verdad. Y ya que estoy soñando despierto, déjenme añadir que no estoy de acuerdo con el hado de los libros; escribir bajo otro nombre una continuación fingida, espuria, para intrigar al lector de la auténtica habría sido, en técnica artística, como un resplandor de luna. Avellaneda debió ser, bajo un disfraz de espejos, Cervantes».
Con el Quijote la novela como género dejó de ser una apacible infusión para el entretenimiento y devenir en ese momento desgarrado que pone a prueba al lector. La literatura es ahora una querella con el mundo real. Con la novela cervantina tanto la literatura como la vida sufren su más exigente prueba. Por un lado a veces la vida es cruda y carece por completo de magia. Por otro lado lo contenido en los libros no parece tener usos prácticos. Pero ese gesto delirante de Don Quijote de hacer descender los libros desde sus estantes hasta el polvo de la vida cotidiana y comprobar si son falsos, si su seducción es dañina (y es necesario quemarlos como lo hacen el cura y el barbero), o por el contrario aportan ese condimento indispensable que le da sabor a la vida.
La gran novela cervantina constituye una fusión de vida y literatura, de esa vida que se balancea en los abismos del sueño y delirio. De la literatura que es un forcejeo con la lengua y la sensibilidad. Cervantes ofrece una nueva relectura a esos nobles valores del heroísmo y la belleza, de la existencia que enarbola la bandera de una quimera hasta el final.
Don Quijote es el lector ideal por que intentó leer la vida desde esa perspectiva inigualable que son los libros, con este gesto sencillo demostró que la vida se enriquece a cada palabra escrita, que la literatura se traspapela con la vida para adquirir su verdadero significado: darle consistencia al sueño, convertir nuestros anhelos más profundos en una metáfora irrepetible.