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Nocturama y nuestra novela urbana de Ana Teresa Torres

(%=Image(2255233,»L»)%) Ana Teresa Torres nos ofrece su octava novela en Nocturama.(Caracas: Alfa, 2006. 198 p.). En ella, un libro que sacude el ánimo de su lector, lo lleva hacia los infiernos de cualquier urbe porque en Nocturama entramos en una ciudad inominada de nuestro tiempo, que puede ser una y muchas a la vez, en donde siempre está oscuro o hay un hilo de luz, está recorrida por la violencia, huele a sangre derramada minutos antes, está deteriorada, está sacudida por el terrorismo encabezado por los “piqueros”, nadie sabe su historia, es “un reino perdido” (p.24). Una novela distinta a cuantas han concebido los escritores venezolanos, cuyo sombrío, sin memorias ni recuerdos, lleno de perplejidades y aterrorizado, protagonista se llama Ulises Zero. Es decir Ulises Nada, el protagonista. Nada, pese a que navega por la urbe como nuevo Odiseo pero quien nunca va a llegar a Itaca sino a un basurero, a un vertedero maloliente, ante un montón de cadáveres insepultos.

Pero parémonos ante unas observaciones que este volumen obliga a hacer: está novela cuyo estilo nos seduce y cuyo acontecer nos asusta, es una contribución más a nuestra narrativa de la ciudad, a lo urbano a quien Salvador Garmendia le dio carta de naturaleza entre nosotros en 1959 con Los pequeños seres, aunque ello se puede espigar en sus cuentos anteriores a ese año, aparecidos por ejemplo en la revista “Sardio”. Y en aquel novelín desaparecido El parque, que según los que pudieron leerlo en 1946 y publicaron sus impresiones en la prensa se dirigía hacia lo urbano. Por ello no es casual que hallamos encontrado entre los papeles de aquel creador muy admirado ya, hizo su obra entre los 17 y 21 años y enloqueció, Andrés Mariño Palacio, quien aboceteaba ya Los alegres desahuciados, una carta de un jovencísimo Salvador Garmendia. De Garmendia hay que citar también Los habitantes, Día de ceniza, La mala vida y Los pies de barro. Y decimos todo esto a propósito de Nocturama y porque hay en estos días unos liliputienses aprendices a escritores, y poco lectores, que creen que están creando nuestra prosa urbana como si esta no estuviera presente plenamente en nuestra novela y cuento (por ejemplo “La ciudad” de Uslar Pietri, de Los ganadores, donde en 1980 profetiza El Caracazo), en nuestra poesía (al menos desde Juan Calzadilla publicó Dictado por la jauría, 1962) y en nuestro teatro al menos desde Caín adolescente (1955) de Román Chalbaud. Si es verdad que la literatura venezolana llegó tarde a la narrativa urbana, como lo reconoció Domingo Miliani (Uslar Pietri, renovador del cuento venezolano. Caracas: Monte Avila Editores, 1969, p.28, nota 20), es verdad también que nuestra ciudad de Caracas, su epicentro, fue un pueblo grande durante mucho tiempo porque en 1935, cuando murió Gómez, tenía apenas ciento sesenta mil habitantes. Y las llamadas novelas urbanas, de Teresa de la Parra: Ifigenia, de José Rafael Pocaterra: La casa de los Abila o de Guillermo Meneses: El falso cuaderno de Narciso Espejo eran las propias de una pequeña urbe. En 1945 (Picón Salas dixit) comenzó el gran cambio urbano y fue sólo en 1955 cuando Caracas llegó al millón de habitantes. Antes de ese hecho socio-histórico no podíamos tener una novela urbana. Pero la tuvimos ya a los cuatro años del gran cambio, del paso a metrópolis. En 1948 Mariño Palacio había escrito el borrador de nuestra novela urbana en Los alegres desahuciados pero tuvimos una novela urbana plena con Los pequeños seres. Y al poco tiempo Asfalto infierno, aquel trepidante relato de Adriano González León que no sabemos por qué no volvió a publicar en sus Todos los cuentos más uno. Y además nueve años más tarde Alacranes de Rodolfo Izaguirre, una bella novela injustamente olvidada y nunca reeditada sin explicación alguna y a los pocos meses la parte urbana de País portátil nutrida de aquel Asfalto Infierno. Y desde allí ha sido un esfuerzo tesonero y sostenido el que hemos logrado, con muchos nombres. Y ahora Ana Teresa Torres con Nocturama, una narración lúcidamente urbana, lo ratifica, una ficción de una ciudad conmovida por la violencia. Vuelve así ella a nutrir el espacio urbano de nuestra ficción. Y seguiremos teniendo novelas urbanas sucedan donde suceden, como una reciente en Maracaibo (Corrector de estilo, de Milton Quero) y otra en Margarita (La otra isla, de Francisco Suniaga), porque ya lo sabemos, se ha divulgado hace poco, el 95% de los venezolanos vivimos en ciudades y millones de venezolanos no tenemos otras experiencias y recuerdos que urbanos, las urbes que más amamos no están en el campo, al cual somos ajenos la mayoría, sino en las ciudades.

Y otra observación más antes de entrar en Nocturama que está ligada a nuestra novela también, que tiene que ver con estas reflexiones: también desde la década del cuarenta para que pudiera contarse el mundo rural que comenzaba a desaparecer hubo de hacer una renovación del lenguaje para contarlo que encabezó Alfredo Armas Alfonzo desde Los cielos de la muerte. Le siguieron otros como Orlando Araujo, Ednodio Quintero o Eduardo Casanova en La agonía del Macho Luna. De tal manera que desde los años cincuenta cambió el país, se izo más innumerable su principal ciudad, pero también se alteró el modo de ver nuestro paisaje telúrico, interiorano, lo que quedaba de lo rústico, lo cual no podía ser narrado sino con nostalgia y hasta con melancolía. Y pocos se han dado cuenta pero El osario de Dios de Armas Alfonzo, padre de esta mutación, tiene el mismo significado para nosotros que Cien años de soledad de Gabriel García Márquez para los latinoamericanos, canta el fin del mundo campesino y de las guerras civiles rurales, aunque de hecho Cien años de soledad es la mejor novela escrita en lengua castellana, a los dos lados del océano, en el siglo XX.

Es Nocturama también, y esto nos ha fascinado, una novela en la novela, con diversas citas intertextuales, en donde hallamos los rasgos de una persona que registra con la palabra las huellas y pisadas del personaje central.

Ciudad sin nombre y sin señas, ya lo hemos apuntado, ”Leyó el diario sin ningún interés, dabas noticias de un lugar que no significaba nada para él, pero al menos sabía el nombre de la ciudad. Nunca había estado en ella, no era sino un punto más en el mapa, sin embargo, era el punto en el que estaba” (p.6-7). Pero Ulises seguía buscando el nombre de su ciudad, las memorias de sus otros tiempos, su posible Héroe, “Por eso, en los libros de viajes, encuentro la paz. Sé que en ellos está mi verdadera identidad, en alguna de sus páginas podría descubrirme a mí mismo, de alguna de sus descripciones podría construir mi memoria” (p.108).

Pero los interrogantes eran muchos en aquel ser de una ciudad desolada: “Entre mi vida en el Oasis y en las Urbex, ¿cuál era la primera y cuál la adquirida. Esta es una pregunta atormentadora” (p.155), “De hecho, la oscuridad representa todavía para muchas personas un territorio de misterio e inseguridad… Vivir la noche impone muchas restricciones sensoriales” (p.188), “El olor era insoportable y nos acometió la idea de matarnos juntos, pero ya no podíamos hacerlo porque estábamos desarmados. Era como debe ser el infierno, una noche oscura de vez en cuando iluminada por el fuego” (p.196). La Gran Montaña, lo único que distinguía a esa ciudad, “se desprendía a pedazos” (p.196), “La ciudad estaba completamente en tinieblas y solamente alumbraban los bombardeos que estallaban como haces de resplandor” (p.196).

En medio de esto esta Ulises, cuya historia nos cuenta Aspern, personaje sin identidad, desarraigado, sin recuerdos, quien desconoce su nombre, se le inventa una “vida aleatoria” (p.158), distinta, para que viva en ella, algo que es imposible: sólo tenemos una vida y por más difícil que sea debemos vivir en ella con todo lo que la vida nos trae al nacer y con todas las experiencias, dolorosas o alegres, que poseamos, ”no debo avergonzarme de mis fantasmas, aunque sean pocos y oscuro los amo” (p.171).

Pero en la estructura de Nocturama, en el discurrir de su historia, hallamos una serie de presencias literarias que son inevitables de señalar: tal el protagonista de la Odisea de Homero; Mary Shelley al autora de Frankestein, con la cual la autora subraya el horror; la novela puede constituir también el hallazgo de los pliegos que se buscaban en Los papeles de Aspern de Henry James, nouvelle perfecta, ”decía Aspern que había dicho Ulises” (p.145). Por ello frente a esto podemos preguntarnos ¿es Nocturama la novela en que se descubren lo que dicen aquellos folios celosamente guardados en Venecia?.

Y es evidente que el uso de Diaz Grey en el cuerpo de la ficción es un homenaje a Juan Carlos Onetti gran adelantado de la novelística de la ciudad, creador de una urbe inventada, Santa María, mezcla de Montevideo y Buenos Aires, en donde todos están angustiados. Como la de Onetti Nocturama puede o no ser Caracas o puede ser una de aquellas raras ciudades europeas, que pueden quedar en Holanda o Alemania, que aparecen en esta invención.

Está también nuestro admirado Chejov por El jardín de los cerezos en donde de alguna forma se anuncia el fin de una época y un futuro incierto.

También está Erzsébet Barthory, una vampiro que existió en la vida real, la “condesa sangrienta”, quien asesinaba jovencitas con cuya sangre se bañaba para rejuvenecerse: metáfora de la sangre sin parar que corre por la ciudad sin rastros de esta ejemplar novela, una urbe de la cual sus habitantes desean huir. Es también una muestra de cómo se puede escribir gozosamente, con bello estilo, una narración sobre un asunto terrible: un espacio en donde no hay lugar para la esperanza, para la felicidad humana, para la intimidad, para el amor, para los sentimientos nobles donde ni siquiera existe el afecto por los amigos y amigas.

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