Metempsicosis
¡Cuántas veces alguien lo tildó hasta de loco por la forma en que se dejaba absorber por cuanto libro se le ponía ante los ojos! Cuando se adentraba por las veredas de letras y palabras era obsesivo. No tenía otro tema de conversación que lo que el libro de turno decía. Ni otra idea. Pasaba de un fanatismo a otro sin solución de continuidad. Se hacía evangélico, comunista, liberal, cientómano, judío, ortodoxo, erotólogo, impotente, homosexual, machista, melómano, mahometano, fisiocratista, de todo –aunque sin ejercer nada–, a medida que sus ojos iban recorriendo sin parar las letras de sus muchos libros comprados en la calle o en cualquier librería.
Esa vez le dio por la metempsicosis. En un ventorrillo del centro consiguió un desgastado volumen de autor tibetano (posiblemente un fraude) y de inmediato se encerró en la idea de la reencarnación. Se explicaba entonces el por qué de sus muchos recuerdos de hechos que creía no haber vivido. Sí los había vivido, pensó, con otros cuerpos y en otros tiempos.
–¡Entonces, Dios mío, fui yo el que mató a Julio César! –se dijo– Estoy seguro.
Cerraba los párpados y veía el asesinato en todos sus detalles. Los puñales ensangrentados –especialmente el que sostenía su mano– se le aparecían como claras vivencias. Y escuchaba los gritos y los últimos quejidos de César, Cayo Julio César, mientras caía con las vestiduras manchadas de rojo y llenas de pasado, de historia, de oraciones célebres y proezas que llenarían libros de texto.
-¡Yo maté a César! -gritó en la calle.
Y cuando quiso sacar el libro del bolsillo interior de su chaqueta, el policía actuó con helada eficiencia: El disparo fue certero, perfecto, inmaculado. La bala se clavó entre las cejas del presunto delincuente que acababa de confesar públicamente un asesinato, mi comandante.