Memorias de Cartagena de Indias Ejemplar I
La bomba hecha explotar en uno de sus emblemáticos hoteles se había propuesto poner de rodillas a Cartagena de Indias en el año de 1989. Los criminales se enfocaron a golpear un destino turístico fundamental para la economía colombiana. El atentado tuvo lugar durante una convención médica. Murió por lo menos uno de los facultativos participantes. Estoy hablando de memoria, sin consultar a las hemerotecas virtuales; enfoco este episodio para contar una historia que termina bien, con ese paraíso del Caribe renovado de manera eficaz y convertido en un ejemplo válido en Latinoamérica.
En mi carácter de jefe de una misión diplomática –la mexicana- me propuse contribuir a paliar -con un grano de arena- las vicisitudes por las que atravesaba esa admirable ciudad y con mi equipo de trabajo diseñamos una propuesta que expresara solidaridad, reflejando el estupendo nivel de nuestras relaciones. Eran los tiempos del “Grupo de los Tres” que integrábamos con Venezuela también. Las actividades girarían al rededor de un afortunado slogan, como veremos más adelante y estarían conformadas por una maciza presencia cultural, desplegada a través de exposiciones, conciertos de música popular, conferencias, ciclos de cine y un imprescindible festival de nuestra riqueza gastronómica que tanto seduce a los paladares en el mundo entero. Adicionalmente, pensamos en convocar a un concurso de pintura a los niños bogotanos que no conocieran el mar, con el premio de llevarlos hasta el Caribe. Giramos una convocatoria para que los estudiantes pertenecientes a la red escolar pública se imaginaran el océano, sin haberlo visto nunca. La respuesta fue magnífica y masiva, así como la repercusión del evento a nivel nacional. A grado tal, que mereció un editorial del periódico “El Tiempo”, escrito por uno de sus más brillantes analistas políticos. En ese texto se mencionaba que mientras otros países ofrecían armas, el nuestro apartaba, y hacia soñar, aunque fuera solo durante unos momentos, a una niñez asolada por permanentes noticias de violencia.
El jurado del peculiar certamen no podía estar más capacitado; propuse que la falla del certamen recayera en artistas de la talla de Alejandro Obregón, Antonio Roda y David Manzur, quienes aceptaron gustosamente el reto. (Aquí me tomo una licencia en el orden del texto para recordar que la televisión nacional dio un seguimiento puntual a la emoción que representó esa experiencia para los ganadores de los tres primeros premios; estos viajaron acompañados de sus padres y por numerosos reporteros, desde la salida de sus casas en la capital del país. A pocos pasos del aeropuerto, con mis compañeros de la embajada, fui testigo de un momento irrepetible; una niña y dos varones pisaron por primera vez la arena de las playas, descubriendo su inmensa realidad. Uno de los dibujos premiados ocurría de noche y una garza se reflejaba en la marea del horizonte. Otro de los diseños hacía nacer el torrente oceánico de fuentes provenientes en los propios Andes, como si el mar surgiera de una cascada en el cielo).
Con el propósito de esbozar mejor las numerosas ideas que iban surgiendo y recabar el consenso de las autoridades locales, pero sobre todo, de contar con la participación de la fuerza empresarial, viajé por primera vez desde Bogotá hasta la impresionante ciudad amurallada. Fue inútil reservar en un hotel sin un alma, atacado por el terrorismo. El repliegue del turismo canadiense era total y me vi deambulando por unas lujosas instalaciones que recordaban Beirut en sus peores momentos. Los elevadores habían sido forrados con telas acolchonadas para resistir el trasiego de los materiales demolidos.
Busqué inmediatamente al gerente; su secretaria lo excusó diciendo que no podía recibirme sin previa cita. Insistí, refiriendo el tema y lo corto de mi estancia. La respuesta fue la misma. Resentí el desinterés, pero traté de entenderlo. Esa primera reacción frenaba todo de inicio. Abordé un taxi para enfriar las ideas. El auto me llevó por el playero barrio de Boca Grande. Pasamos frente a unas instalaciones hoteleras que me recordaron –toda proporción guardada- el estilo de algunos hoteles clásicos de la Florida y al propio hotel Nacional de Cuba. Pedí detalles al chofer. Me contó que el “Caribe” había sido el primer hotel de cinco estrellas construido a finales de los años 40, entre médanos perdidos a las afueras del centro histórico. Enseguida busqué a los directivos. Apareció la gerente general, una elegante señora llamada Patricia Restrepo, de finas facciones y peinado distinguido. Con una formalidad no exenta de ese calor humano de los caribeños escuchó el planteamiento y dijo:
“…el centro del las actividades mexicanas será éste”. Doña Patricia no perdió un segundo. No era necesario que consultara una propuesta del calibre que se le presentaba, pese a los costos. La señora Restrepo tenía la cabeza puesta en la proyección de lo que se perfilaba como una campaña exitosa para la ciudad y para los propios hoteleros. –cuente usted con nuestras instalaciones y con buenos oficios para involucrar a Avianca, nuestra línea aérea- dijo. ¿Cuántas habitaciones necesita? De inmediato hablaremos con banquetes para coordinar las acciones, etc.
(Hago una síntesis de lo que vendrá en la próxima crónica: con el entusiasmo de Patricia Restrepo y un nuevo despliegue de imaginación se echó a andar un festival mexicano que duraría dos semanas, entre vertientes privadas y populares y con la presencia en el puerto de un embajador fundamental, el buque escuela de la Armada “Cuauhtémoc”, cuya dinámica y tradicional imagen se reflejaría en los carteles promocionales que se fijaron en muchas ciudades colombianas: “México declara su amor a Cartagena”).
(Seguirá)