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Libros en demasía

Cualquier avispado (a) se dará cuenta de inmediato, que levemente modificado el título de estas líneas, me apropio del nombre de un libro de ese raro y talentoso creador e intelectual que es don Gabriel Zaid, autor de «Los Demasiados libros». La indebida apropiación, casi sinónima, es inevitable cuando se quiere hablar de las bibliotecas personales que han ido acumulando volúmenes hasta hacer peligrar la convivencia conyugal y el habitat mismo del dueño. En pocas palabras, esos objetos sagrados para algunos e inútiles para muchos, pueden acabar adueñándose de los rincones menos pensados, incluidos cocinas y baños, expulsándote de tu propia casa para enseñorearse solos, entre el polvo y la acción criminal de las humedades y la luz.

 Los míos, pobres habitantes del trópico paradisíaco que todo lo carcome, yacen descoloridos y cubiertos de lunares de vejez, como pobres humanos. No voy a presumir con el número, porque sería contraproducente alertar a los enemigos de la lectura, que los hay. Y de inmediato los malos samaritanos acuden con su pregunta favorita: ¿los has leído todos? claro que nunca jamás y no es alarde necio. No todos los libros son plausibles de agotarse. Unos estarán siempre esperando mejores tiempos o referencias que los vuelven de repente imprescindibles y hacen que los tallemos con fruición. como lámpara de Aladino, abandonada a su suerte durante décadas. Pasa mucho. Descubre uno que el salto de las referencias nos lleva de libro en libro y se vuelve indispensable recurrir a lo citado como si fuera la última cosa importante de la vida. No es más que una manía y la constatación de que el “conocimiento” es inabarcable y por más que se lea no se reducirá nunca el abismo insondable de la ignorancia. Por eso se inventaron las especialidades, para tener la ilusión de que somos expertos en una disciplina y con la esperanza de agotar un tema que en realidad no tiene fondo porque es producto de la creación humana, múltiple, plural.

 Pero me estoy yendo por las ramas. Estas líneas trataban de enfocar el hábito de la lectura que subyace detrás de toda colección, mínima o abundante de libros. Mi costumbre la adquirí por ósmosis, viendo leer a mi padre y metiéndome sin licencia con su mueble librero, poco común en una casa de clase media provinciana, donde muchas de las “bibliotecas” de lomos de cuero sin libro adornaban las salas de billar de los padres de muchos de mis amigos. Triste, si no fuera ridículo.

Mi padre, en materia de libros era precisamente del género pragmático que se rinde ante las evidencias. Nuestro espacio no daba para mucho y fue deshaciéndose de sus volúmnes con pesar y sin queja. Se adaptó al duro hecho concentrando su interés en algunos clásicos, releyendo de tanto en tanto sus griegos, romanos y españoles. De todas formas mantuvo ejemplares de  algunos géneros sueltos, entre ellos cuentos y novelas portuguesas (Eca de Queiroz) e italianas, como el autor de “Gog y Magog”, Giovanni Papini, y lo que se convertiría en la primera lectura de  libre albedrío –sin que nadie me obligara- de mis doce o trece años: “Corazón, diario de un niño” de Edmundo De Amicis. Pensarán y no se equivocan, que  me atrajo la coincidencia de su nombre con el mío. Se impuso la banalidad de conocer qué había escrito alguien que se llamaba como yo. Esos son los mecanismos de la vanidad elemental, pero a veces la puerilidad se revierte, volviéndose una verdadera revelación. Pero hubo otra razón más poderosa todavía para escoger la lectura de ese libro ejemplar de De Amicis, tan criticado luego por Humberto Eco: mi padre, en sus épocas de ilustrador de la editorial “Botas” había diseñado la portada de «Cuore».

 Se puede afirmar que desde entonces no he parado de leer y que soy de esa raza de seres que andan siempre con algo que porte letras, libro, periódico, panfleto o revista. La dolencia llega al extremo de lo peripatético (algunos le quitarán el “peri”): hago seis kilómetros diarios en setenta minutos, leyendo. Es una verdadera biblioteca ambulante la que he consumido con esa técnica que hasta ahora –toco madera- no me ha provocado caída de gravedad extrema, pese al regalo urbano de los cráteres lunares que hay en las banquetas. Hago lo mismo en toda fila india, me la paso leyendo compulsivamente, en salas de espera, vestíbulos de hoteles o bancos, aeropuertos, cena en soledad, y todos los etcéteras que se traducen en tener que aguardar algo o alguien. Es más, no concibo cómo los demás puedan mantenerse rumiando la abstracción de sus silencios contemplativos de la cotidianidad.

Todo esto viene a cuento porque desde hace mucho tiempo he querido referirme a mi experiencia personal sobre los libros, del tono de: cómo me hice de ellos sin mayores datos que el propio sondeo, en la única librería por entonces del puerto de Tampico (era además papelería, como se estila en los sitios donde pocos leen) y compartir la emoción de ese acto íntimo que representa no solo la sed de conocer, si no uno de los placeres más intensos que se nos ofrece, una vez pagado el precio alto de la formación del “habito”. Sin embargo, lo que me aguijoneó a comenzar a contar sobre estas cosas fue un bello proyecto de Ady, la novia de mi sobrino Eduardo, sobre la “lectura” y los jóvenes. Dicho así, pareciera un trillado intento más de proponer fórmulas mágicas que despierten el apetito a un sector clave de la población que hace de todo menos leer. Se trata de un trabajo (del que no puedo referir más por ahora) que pretende introducirse en la conciencia de quienes representan lo que sin ironía ninguna sigue siendo el futuro de nuestro país.

Largo post scríptum: Escrita la palabra “peripatética” me entraron dudas y acudí al Internet, arrojando lo que consideré curioso y oportuno reproducir. Es una suerte de “recuperación” de un pensador y hombre de letras, don Mariano Artigas, de quien nunca escuché hablar, y sobre el cual otro profesor, al que tampoco conozco, llamado José Ángel García Cuadrado, se ocupa con esmero en un ensayo titulado D. MARIANO ARTIGAS, IN MEMORIAM. PERFIL BIOGRÁFICO Y ACADÉMICO: “…De su estancia romana, D. Mariano recordaba los exigentes exámenes orales, en latín, ante un verdadero «tribunal» eclesiástico. El tiempo escaseaba y en los viejos tranvías romanos, D. Mariano adquirió el hábito de leer y estudiar aprovechando los largos trayectos que le separaban de la Universidad Lateranense. Hábito, por cierto, que mantuvo a lo largo de toda su vida. En Pamplona, no era infrecuente ver la imagen del sabio profesor caminar con un libro entre las manos, al tiempo que estaba pendiente sin gran esfuerzo de las incidencias del tráfico. Con frecuencia tranquilizaba a los que le deseábamos larga vida, asegurándonos que tomaba todas las precauciones pertinentes para no provocar ningún accidente, ni ser víctima de ningún automovilista menos avezado. Lo que nos sorprendía no era tanto que pudiera leer mientras caminaba, sino que «se enteraba» de lo que leía. Alguna vez le oí comentar que entre sus lecturas peripatéticas, entre otros libros, había leído —y puedo afirmar que con aprovechamiento— la Suma contra gentiles de Santo Tomás. Los que conocimos de cerca a D. Mariano sabemos que no se trataba de un snobismo de rara avis sino de una manifestación de su pasión por exprimir el tiempo y trabajar con ilusión, sin ahorrar esfuerzo. Sólo así se explica la extraordinaria capacidad de trabajo intenso que logró desarrollar a lo largo de su vida.

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