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La Picaresca de Francisco Arias Solis.

“Aquí, para morir, me faltó vida;
allá, para vivir sobró cuidado:
fantasma soy en penas detenida.”
Francisco de Quevedo.

Al pícaro de nos presenta como un muerto de hambre.

¡Qué admirable es este terceto quevedesco, implacable juzgador y condenador de la vida, de su propia vida! Fantasma detenido en penas y pesares: preso en cadenas de penosos, apesadumbrados pensamientos.

“Solo ha quedado de mí lo que a los trabajos ha sobrado de asco, no de hartos”. Hartura y asco, plenitud de nada o vacío de todo, es una misma ansia la que sentimos, delatora mortal de nosotros mismos. Hambre o hartazgo de vida, es un mismo vértigo o sensación vertiginosa, en nosotros, sabia precursora angustiosa de la muerte.

Este espejismo de la muerte, y no de la vida, como ejemplar moralizador de prédica diabólica, fue el origen espiritual de la novelística picaresca.

Los tres libros más significativos de nuestra novelística picaresca, sus tres obras maestras más señaladas: el Lazarillo, el Guzmán y el Buscón, tiene entre sí, como se sabe, gran diferencia, y no sólo de expresión o estilo, sino hasta de lenguaje imaginativo; pero coinciden, sin embargo, en esto, que le es común y fundamental: en juzgar la vida con la razón –que se dice que es moral y es mortal- y condenarla infernalmente; o sea que coinciden en hacerse prédica diabólica e infernal.

El espejismo de la muerte nos desengaña de la vida porque antes nos ha engañado con su luminoso reflejo de razón, que no de verdad. La novela picaresca –la picaresca, que es más que una novelística solamente, o a más de ella, una actitud vital, o mortal-, del espíritu de la picaresca se nos ofrece como lo que ha quedado que diría nuestro Quevedo, de los trabajos humanísticos del Renacimiento; de su hartazgo o hartura. También se ha dicho que, en las novelas, y su consecuente, angustioso, vacío moral, es un aventurerismo del hambre. El hambre hace al pícaro como la ocasión al ladrón. Y es verdad. Pero no olvidemos que el hambre, según tesis biológica de un sabio español, es nada menos que el origen del conocimiento. Del conocimiento de la vida para el pícaro, desde luego; pero de un conocimiento de razón mortal. El pícaro es un “vivo del hambre”. El hambre no le mata.

Generalmente el pícaro se nos presenta como un muerto de hambre, y, en efecto, parece que lo es; como empieza a serlo por alguna aventura de hambriento. Pero de este morirse de hambre, como diría Unamuno, se aprende a vivir de ella. El español no se muere de hambre, decía Unamuno, vive de hambre: hay que aprender a vivir de hambre. Este aprendizaje, esta escuela, se llama por una parte, la picaresca, pero por otra parte, la ascética y la mística.

Vivimos de la muerte; morimos de la vida. Esto nos dice la razón, según Séneca, según Quevedo. Y aunque nos parece verdad, desconfiamos de ello. Y sospechamos que nos atrae, con sus luces vanas, el espejismo racional de la muerte. Y con ella, el juicio mortal de nuestra vida.

Toda esta especulación quevedesca –como su espejismo en reflejos parciales que nos hieren los ojos, y por ellos el corazón, con sus razones agudísimas- son, en su conjunto y por separado, la forma, el estilo de una metafísica actitud viva espiritual, declaradamente estoica. Tomemos estos trozos cristalinos del gran espejo roto, pero si al hacerlo nos herimos y vemos que salta nuestra sangre con su contacto, recordemos lo que nos dijo el propio Quevedo, siguiendo a Séneca: que “la amistad es como la sangre que acude a la herida sin esperar a que se le llame”. Y así tendremos a nuestro Quevedo, al leerlo, y por lo mismo que nos hiere, como por tan amigo de la verdad como amigo nuestro.

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