La gratitud y la adversidad
La historia es más o menos así. Otelo Saraiva de Carvalho, uno de los más radicales dirigentes portugueses de la llamada Revolución de los Claveles, la que puso fin a la dictadura de Salazar en plenos años setenta, viaja a Suecia a buscar apoyo político. Le recibe el presidente Olof Palme, quien de inmediato le pregunta cuál es su programa de reformas. Otelo dice: «Queremos acabar con los ricos». Entonces Palme, socialdemócrata conocido por su austeridad, sensatez y apoyo efectivo a los movimientos revolucionarios de entonces, incluyendo el de los sandinistas, responde: «Es curioso, porque nosotros aquí lo que queremos es acabar con los pobres».
La anécdota, que ha sido contada por Fernando Savater en un artículo titulado «Pobres y ricos», viene como anillo al dedo para entender las consecuencias futuras que tendrá para nuestra vida colectiva el proceso de deterioro del aparato productivo, comercial y financiero venezolano y, con ellos, el de las buenas iniciativas de responsabilidad social emprendidas por las empresas privadas.
El artículo de Savater ha sido escrito en tono de lamento y protesta por el encarcelamiento que, «sin mayores miramientos legales» dice educadamente, le ha sido aplicado a los directivos de la casa de bolsa Econoinvest. Savater no es el único. El domingo pasado, en las páginas de El Espectador de Bogotá, el escritor Héctor Abad Faciolince, uno de los autores latinoamericanos con mayor proyección internacional y de los más severos críticos del presidente Uribe, hizo a propósito del mismo hecho una entusiasta apología del trabajo desarrollado en Venezuela por la Fundación para la Cultura Urbana auspiciada por Econoinvest. «Un mecenas venezolano», tituló su trabajo en referencia directa a Herman Sifontes, el gran animador de estos proyectos.
En Venezuela la respuesta no ha sido menor. Diversos manifiestos de artistas e intelectuales, artículos en las páginas culturales y de opinión, con firmas tan diversas como el poeta y ex dirigente del MAS Joaquín Marta Sosa; el joven y premiado narrador Rodrigo Blanco; el periodista Boris Muñoz; la crítica de arte Lorena González, y muchos otros que seguramente se me escapan, apuntan a resaltar un mismo hecho: el valor de los programas de responsabilidad social y educación para el ahorro y la inversión desarrollados por Econoinvest; la encomiable labor desarrollada por la fundación, y el activismo personal de Herman Sifontes, presidente-fundador de la empresa, un apasionado promotor de proyectos culturales, amigo, compañero y cómplice emotivo de artistas, escritores y académicos de todas partes del continente.
De la actividad de la Fundación para la Cultura Urbana soy un testigo y participante cercano. Con su apoyo he coordinado estos últimos años la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas. Un programa que nació cuando me correspondió presidir la Fundación para la Cultura y las Artes entre 1993 y 1996.
Eran aquéllos, tiempos de esperanza. Aristóbulo Istúriz, por entonces un demócrata cabal, era alcalde del municipio Libertador y la reflexión sobre la ciudad para mejorarla, por supuesto fue un tema que siempre impulsó.
Pero perdió las elecciones y, como hace un demócrata, sin resistencia ni ardides entregó su cargo sin chistar. Fui relevado en Fundarte y la cátedra desapareció. Sifontes y la fundación la acogieron sin prurito ideológico alguno y en ella han participado como ponentes y como público bolivarianos, opositores y Ni-Ni sin limitación de ningún tipo.
Ahora lo sabemos. En medio de esta difícil situación, el apoyo al equipo directivo de Econoinvest, Miguel Osío, Juan Carlos Carballo, Ernesto Rangel y Herman Sifontes, es una manera de cosechar precozmente todo lo que ha sembrado. Hoy podemos evaluar con certeza la claridad de un proyecto asociado al pensamiento y la acción por las ciudades venezolanas, precisamente, cuando éstas han vivido su peor asedio y deterioro. De todas partes del mapa que habla español, a uno y otro lado del Atlántico, va surgiendo una palabra, «gracias», apoyada en la certeza de que hay que acabar con la pobreza. Incluyendo la de espíritu. Que no es la más grave, pero es igual.