La fealdad de la pureza
(%=Image(8101196,»LRCN»)%) Muchos la han calificado como la película que mejor indaga en lo que podría denominarse el ADN del nazismo alemán.
Otros consideran que en realidad el film se ocupa de los condicionamientos que pueden conducir a un grupo humano a transitar por el camino de la crueldad, el daño físico y el desprecio hacia aquellos semejantes que desde sus miradas pueden resultar «indignos».
Hablo de La cinta blanca, el film que terminó de finalista en la entrega del Oscar a la Mejor Película Extranjera. Se trata de una obra perturbadora. Creada no para hacernos pasar un buen rato sino para invitarnos a reconocer un tipo de maldad humana, la maldad colectiva, que puede ejercer (suponiendo que hace justicia), cualquier grupo humano que adiestrado en la desconfianza y el prejuicio encuentra un enemigo común al cual destrozar.
Todo ocurre a comienzos del siglo XX, poco antes de estallar la I Guerra Mundial, en una pequeña población del norte de Alemania, en donde un grupo de familias protestantes lleva una vida apacible que de improviso se ve alterada por extraños hechos de violencia: un atentado contra el médico, la quema de un granero, la golpiza al pequeño hijo del barón local y, el más abominable, el secuestro del pequeño niño con retraso mental al que el ensañamiento de sus captores le hace, incluso, perder la vista.
El nombre de la película viene de la familia del pastor protestante de la comunidad, quien educa sus seis hijos en torno a la idea de la pureza de espíritu a la que todo ser humano debe aspirar. Para ayudarles a alcanzar la cima, el pastor les somete a fuertes castigos físicos y psicológicos cada vez que quiebran las normas. Uno de ellos consiste en colocarles en su pecho una cinta blanca como símbolo de la pureza perdida que el pecador, a través de la penitencia y el buen comportamiento, debe recuperar.
Cuando el pastor entiende que la pureza ha retornado, ya por los castigos físicos, ya por las pruebas de contrición, entonces retira la cinta.
La historia la cuenta el maestro del pueblo, quien ya anciano desde una voz en off nos hace entender que todos los crímenes tienen algo en común, forman parte de un castigo ritual ejercido contra los «impuros» del pueblo, oficiado nada más y nada menos que por el tenebroso grupo de los hijos del pastor, educados para la búsqueda, la reivindicación y la defensa de la pureza extrema.
Cuando el letrero FIN aparece, estamos abatidos. La película, realizada en impecable blanco y negro, está llena de silencios, claroscuros, hermosos paisajes invernales y unas prodigiosas actuaciones. Es el uso del arte y de la belleza como camino magistral para recordarnos lo contrario, la fealdad de la que es capaz el colectivo humano cuando un grupo de sus miembros erige la supremacía moral basada en la pureza racial, política, religiosa, ideológica o una mezcla de las cuatro como justificación para despreciar a quienes, según ellos, están perdidos, disociados, confundidos en el camino de lo impuro, lo híbrido, lo plural, lo diverso, lo castigado por las tablas de la ley dictada por un Dios cruel, una ideología fanática o un caudillo político a quien se le considera la medida de todas las verdades.
El recuerdo viene al caso porque después de ver las protestas de las Mujeres de Blanco en Cuba nos abruma la certeza de que a la especie humana le cuesta mucho aprender que donde quiera que haya imposiciones de pureza y entrenamiento colectivo en el desprecio por los diferentes, habrá persecución, totalitarismo y odio, mucho odio, convertido en justicia ejercida por las propias manos.
La cinta blanca deja a los espectadores adoloridos, con la garganta amargamente anudada y, si se trata de venezolanos demócratas, con un escalofrío recorriéndonos el cuerpo ante el presente que nos toca vivir.
Ojalá llegue pronto a las salas del país porque tiene mucho que enseñarnos, al recordarnos que no somos el primero ni seremos el último pueblo en enfrentarse al horror de la pureza