La caja de galletas
(%=Image(5548856,»R»)%)Aquella mañana, desperté rebosante de energía. La verdad es que me considero una persona que tiene lo que se dice un buen despertar, pero aquella mañana estaba doblemente ilusionada. En primer lugar, era cuatro de marzo, cumplía veintidós años y hacía un día espléndido. En segundo lugar iba a Granada a reunirme con mis compañeras de la carrera, ya que desde que la habíamos terminado, hacía ya algo más de un año, habíamos perdido el contacto a pesar de las innumerables promesas que nos hicimos de que eso no ocurriría.
Me duché durante un largo rato con el agua muy caliente, como es mi costumbre y, tras haberme puesto mi último modelito, me maquillé discretamente, ya que el evento era diurno. Tomé el autobús de las diez y, pasados unos cuarenta minutos, bajé de él en El Zaidín, barrio por el que se accede desde Dílar, mi pueblo, a la capital.
Desde hacía dos semanas estaba fechada nuestra cita a las once en el bar del parque Federico García Lorca. Me dirigí hacía allí andando porque aún faltaban veinte minutos para nuestra cita, y Granada es una de esas ciudades en las que gusta ir andando a los sitios.
Eran las once y diez minutos cuando llegué al parque, pero no me apresuré. Es más, atravesé el enlosado recinto y me dirigí hacia el bar con suma relajación y tranquilidad, incluso deteniéndome a leer los rótulos que indican las distintas especies de rosas que lo ornamentaban, ya que yo era la homenajeada y, por tanto, contaba con la licencia de poder hacerme esperar.
Cuando llegué al bar, me quedé petrificada: aún no había llegado ninguna de mis amigas. Me acerqué a la barra y, como de costumbre, pedí un vino sin alcohol y tomé asiento en una de las mesitas.
Comencé a leer una novela de bolsillo de aquellas antiguas de Marcial Lafuente Estefanía, ambientadas en el Oeste americano, que, casualmente, me había encontrado por el camino. Era tal mi impaciencia por que llegaran las «Mosqueteras», —como nos llamaban cariñosamente los chicos de nuestra clase—, que no hacía más que leer y releer el mismo párrafo, sin enterarme de nada.
De pronto, vi aparecer a una chica que conocía. Traía un carrito con un bebé. Ella también se percató de mi presencia y vino a saludarme.
Entablamos una conversación que duró unos treinta minutos, en la que ella me informó de que se había casado y que el bebé era su hijo. Yo también le conté que ya había acabado la carrera y que ahora trabajaba de bibliotecaria en mi pueblo.
Eran ya las doce y ninguna de mis amigas había aparecido. Comencé a llamarlas al móvil, pero ninguna de ellas atendió mi llamada.
Decidí ir andando a la casa de Raquel, que era la única que vivía en Granada capital, y, además, no estaba muy lejos de allí. Cuando llegué al portal de Raquel, casualmente su madre estaba allí abriendo la puerta.
Tras intercambiar un beso de saludo, le pregunté por Raquel y su respuesta me dejó helada, puesto que me dijo que Raquel y Nuria, otra de mis amigas, estaban en Murcia asistiendo a un congreso. Toñi, la madre de Raquel, al ver mi cara de contrariedad, me preguntó el motivo por el que yo estaba allí. Le expliqué que era mi cumpleaños y que habíamos quedado todas hacía ya dos semanas para encontrarnos en el parque García Lorca y pasar el día juntas. Toñi, muy sorprendida, me comentó que a Raquel y Nuria se les debía haber olvidado, puesto que organizaron su asistencia al congreso a última hora, sólo dos o tres días antes de su celebración. Me despedí de Toñi y, atónita, sin creérmelo aún, me volví a dirigir al parque García Lorca, al tiempo que insistía en sus móviles, sin obtener respuesta alguna.
Tenía la esperanza de que cuando llegase al bar del parque, ellas estarían allí gritando «¡FELICIDADES!», pero no fue así.
Ya era la una del mediodía. Estaba muy decepcionada. No podía explicarme cómo estaba sucediendo todo eso. De repente, decidí no darle más vueltas e ir al centro comercial Neptuno a comprarme algo de ropa y aminorar, de esta forma, mi disgusto. Así lo hice.
Una hora después, a las dos, estaba en la parada del autobús que me llevaría de nuevo a Dílar. El autobús llegó a las dos y diez minutos. Subí cargada con mis bolsas de benetton y mi decepción, y me senté. Nada más tomar asiento sonó mi móvil.
—¿Diga?
—Lucía, hija, que han venido a vernos tus primos de Cenes de la Vega. Te llamaba por si te podías venir más temprano, para que te dé tiempo a verlos. Ellos se irán sobre las siete de la tarde.
—Sí, mamá, ya voy para allá. Ha surgido un imprevisto. Ya estoy subida en el autobús.
—Entonces, llegarás sobre las tres y cuarto, ¿no?
—Sí.
—Bueno, adiós hija.
—Adiós, mamá.
Dos paradas más adelante, subió al autobús Estrella, una señora de mi pueblo, de unos sesenta y cinco años de edad, pero muy bien llevados, eso sí. La conocía porque solía ir todas las tardes a la biblioteca con Ani, su nieta. Ani quedaba allí con sus compañeras de clase para hacer los deberes y Estrella las acompañaba leyendo cada día algo diferente, aunque, en ocasiones, usurpaba mi papel haciendo callar a las niñas o ayudando a los demás a buscar cualquier cosa, pero a mí no me molestaba, al contrario, me agradaba y solíamos mantener largas charlas porque Estrella era una mujer, lo que se dice, de buena familia. Siempre había estado rodeada de libros y, como su gran afición era la lectura, sabía un poco de todo. Era muy agradable conversar con ella, ya que era una de las pocas personas mayores del pueblo que hacían uso de la biblioteca.
Estrella, nada más pagar y echar su vista al frente, advirtió mi presencia y vino a sentarse a mi lado.
—Lucía, ¿qué, vamos para el pueblo? Yo vengo del oculista, y tú, ¿qué? De compras por lo que veo.
—Sí, algo de ropa.
Se hizo un largo silencio, en el que miles de pensamientos y sentimientos se agolpaban en mi cabeza: incredulidad, decepción, rabia, incomprensión… se entremezclaban en mí, y mi mirada estaba fija en el cristal para evitar así la conversación con Estrella. Pero ese cóctel de pensamientos comenzaba a surtir efecto, y las lagrimas corrían presurosas por mis mejillas.
Estrella, que, aunque disimulaba con una revista, no paraba de observarme, se decidió a preguntarme:
—Lucía, mi niña, ¿por qué esas lágrimas?
Yo dudaba, no sabía si decírselo o inventar algo absurdo, pero, como no se me ocurría ningún pretexto, desconsolada, estallé y, entre hipos propios del llanto, le dije:
—Señora Estrella, hace dos semanas que mis amigas y yo habíamos planeado un encuentro para pasar el día juntas, aprovechando que se acercaba mi cumpleaños, que es hoy. Nos íbamos a reunir todas, Raquel, que vive en Granada; Nuria, que es de las Ventas de Zafarraya; Manuela, que es del Cuervo, provincia de Sevilla y Rosa, que es de Jaén. Ninguna de ellas ha acudido a la cita, y ni siquiera me han avisado, no hago más que llamarlas a sus móviles y no me responden. Solo sé que Raquel y Nuria están en un congreso en Murcia, porque me lo ha dicho Toñi, la madre de Raquel. Señora Estrella, mucha gente me había hablado de lo efímera que es la amistad, pero yo no lo quería creer; es más, siempre defendía la versión contraria a capa y espada, hasta que, como suele decirse, lo he vivido en mis propias carnes. Pero, señora Estrella, olvide usted eso que le he contado y, por favor, no se lo cuente a nadie.
—Descuida, que no lo haré, te lo aseguro. Me gustaría contarte una historia que quizá te haga ver las cosas de otra manera.
Ésta es la historia que la señora Estrella me contó.
Una mujer tiene que hacer un viaje a otra ciudad. Al llegar a la estación, se entera de que el tren va a sufrir un retraso de treinta minutos. Fastidiada, compra una revista para hacer más llevadera la espera, y, como empezó a sentir hambre, se compra también una caja de galletas y una gaseosa.
Se sienta en un banco del andén y se pone a leer la revista.
A su lado se sentó un joven.
Al cabo de un minuto, el muchacho toma la caja de galletas y, con sumo desparpajo, la abre y saca una galleta, la come y vuelve a dejar la caja en el mismo sitio del banco.
Ante tal frescura, la mujer se indigna, pero, como no quiere formar un escándalo, toma la caja con un gesto solemne, saca otra galleta y la mastica mirando fijamente a los ojos al joven.
Éste, sin inmutarse, vuelve a tomar la caja, saca otra galleta y se la come, sonriendo tranquilamente.
La mujer, muy enojada, repitió el acto anterior, intentando que el muchacho entendiera lo que ella trataba de decirle sin palabras: come la galleta, mirándolo fijamente a los ojos.
Lejos de entender, el joven toma otra galleta y se la come, sin dejar de sonreír serenamente.
Así, entre gestos de enojo y sonrisas, se comieron las galletas, hasta que queda una sola en la caja.
—No será tan caradura como para comérsela —pensó la mujer.
Pero el muchacho, sin dejar de sonreír, tomó la última galleta y, con delicadeza, la parte exactamente por la mitad, entregándole una de las mitades a la mujer. Ella la acepta con un gesto brusco, y su enojo se acrecienta al ver la sonrisa de aquel joven, sin poder creer que fuese tan caradura.
En ese instante, anuncian la partida del tren. La mujer se levanta indignada y se sube a su vagón. Una vez instalada en su asiento, mira por la ventanilla y ve al muchacho, que permanecía sentado, mirándola con esa sonrisa tan plácida.
—¡Qué juventud perdida! ¡Que desvergüenza, Dios Santo! —exclama para sí la mujer ostensiblemente indignada— ¿Adónde iremos a parar con jóvenes como éste?
Entonces, a causa de aquellos momentos de rabia contenida y tan incómodos que había vivido, siente sed. Abre la cartera para tomar la gaseosa y allí, junto a la botella, ¡encontró su caja de galletas intacta!
Concluida esta narración con tan sorprendente final, la señora Estrella continuó diciéndome:
—Con todo esto, quisiera hacerte entender, hija mía, que no se deben hacer juicios precipitados de las cosas que nos ocurren, ya que todo tiene su explicación. Seguro que, dentro de poco, podrás saber el porqué de la ausencia de tus amigas.
—Eso espero, señora Estrella, pero la decepción de hoy ya no me la quita nadie.
—Lucía, hija, ya hemos llegado. Venga, dame un beso y anímate, que verás cómo todo se arregla.
—Seguro, señora Estrella. Hasta luego y gracias por preocuparse por mí, pero, por favor, ya sabe… no lo comente.
—Descuida, Lucía. Adiós.
—Adiós, señora Estrella.
Comencé a recorrer los apenas doscientos metros que separan la parada del autobús de mi casa absorta, pensando en la historia que me había contado aquella amable, cuando, al llegar a mi casa y abrir la puerta, cual es mi sorpresa, que mis primos de Cenes de la Vega se habían convertido en mis amigas, sus novios, el mío, mis amigos y amigas del pueblo, mis padres, mis hermanos, los cuales me aguardaban con un gran banquete preparado.
En ese momento, una imagen de la señora Estrella sonriendo cruzó mi mente.
FIN
GIBRALFARO. Revista de ciencias Sociales · Año I · Número 1 · Septiembre de 2002
© Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga, 2002