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Julia o el fatum de los Delgado Chalbaud

Difícil fue hallar la biografía de Carlos Delgado Chalbaud,  escrita por Ocarina Castillo D’Imperio, dos años después de editada, e – incluso –  encontrarle alguna novedad, pues, siendo una reconocida especialista  de tan peligroso período histórico, no sólo respetó la fuentes disponibles y verificables, sino también los parámetros de divulgación de la colección que la amparó. Por ello, meses atrás,  concluimos María Efe y el suscrito, a falta de un mayor acerbo documental,  que el mejor horizonte era el de la especulación novelística para un actor desdibujado por las versiones en boga, hasta que nos sorprendió un título que lucía prometedor.

Román Rojas Cabot ha entregado “Julia o el fatum de los Delgado Chalbaud” (Gráficas Acea, Caracas, 2010),  escenificando una historia viva que se ha creído por siempre muerta. Añadidos los acontecimientos más recientes del país, donde – por ejemplo – destaca Luis Vallenilla, el también “notable” de nuestros tormentos, creador de Fundapatria y Fundafuturo que ayudó a abrir senderos al chavezato  (146 ss.), alterna distintas etapas a través de 154 capítulos o secciones (agregado el 0 que paradójicamente sirve de epílogo).

El autor, diplomático de carrera, amplísimo conocedor de la noticia política, nos interna en la vida política de la familia, la que quiso abundamente personal. Inevitable, al tratar principalmente con la conflictividad del siglo XX, rasgando testimonialmente el actual, tropieza con la noción y vivencia del poder que, por una parte, ilustra Rómulo Betancourt al emocionarle la orden de trasladar y seguir en el mapa a pelotones de hombres y el bombardeo aéreo, como lo hicieran Trotsky o Churchill (33); o, por otra,  suponer que la mera fuerza de su ímpetu que la desprendida de la silla presidencial, le hubiese bastado a Román Delgado Chalbaud para ejercer la presidencia de la República, como al guatireño, según lo estimara Carlos (212).

Presenta la natural complejidad del drama político que, radicarse en los cuarenta, lo hemos pretendido de una simplicidad extrema al no hacerse del instrumental mediático u otros propios de las sociedades de masas. Empero, por entonces parecía posible grabar hasta las conversaciones más confidenciales (79), como ocurre con el armamento tecno-político de hoy.

Nada ocioso es imaginar que la oficialidad subalterna superara a la superior, principiando el golpe de Estado de 1948 (290), o el probable éxito de las negociaciones de José Giacopini Zárraga ( 89 ss., 219 ss.), venido de la remota gobernación de Amazonas para diligenciar la continuidad del gobierno de Rómulo Gallegos. Por lo demás, Rojas Cabot va señalando a interesantes personalidades capaces de jugar con inusitada habilidad en el riesgoso tablero, como el joven Miguel Moreno, miembro del llamado grupo Uribante, secretario de la Junta  golpista, quien se veía secretamente con el subversivo Leonardo Ruíz Pineda: eran “muchos (los) entretelones que movía”  (294 ss., 345, 395). Sin embargo, el protagonista estelar es el que acumula mayores acertijos todavía.

La quizá tardía incorporación a las Fuerzas Armadas,  uno de los excepcionales cuerpos orgánicos de la Venezuela  de entonces (39), simple conocedora de la solidaridad mecánica del tan gusto de los positivistas,  parece darle definitiva identidad a Carlos Delgado Chalbaud (Gómez), prisionero del “correlato de todas las historias que viviera su padre” (128). Más asfixiante y prolongado que hallarse en La Rotunda, es evidente la pesada hipoteca psicológica que no le permitía desenvolverse con seguridad y autonomía en la vida pública (y personal), convertido en sombra de hasta sí mismo.

La novela lo retrata como un hombre den ideales, objetivos y determinación muy claros, aunque dudamos de la “enorme capacidad política y administrativa” que le prodigó su cuñado, Pierre Lambert, además  del “olfato innato” y del “sentido de la historia, es decir, de donde se viene y a donde se va” (375), características que Rojas Cabot le concede con facilidad a Betancourt. Por cierto,  Julia, la nieta, reclama ese sentido de la historia casi como una herencia genética, al doblegar al senador adeco de apellido Orozco (61).

Tarea detectivesca de historiadores, será indagar sobre Lucia Lavine, la viuda, cuyo paradero y el de su hija y nietos, jamás se supo. Desangelada, retrechera y retorcida para los más próximos, puede dispensarnos una biografía harto interesante al partir de la tragedia que experimentó en un rincón del planeta que no conocía, el nuestro (151, 396 ss., 441).

Admitimos nuestra irritación desde el primer momento que Laureano Vallenilla Lanz (Planchart), en sus memorias indicó la propiedad de un edificio parisino cuando los Delgado Chalbaud proclamaban su pobreza. Y, aunque puede deducirse  prontamente el origen de la riqueza familiar, no es poca cosa que el joven Carlos abra y fume de una caja de Gauloise y coloque la quinta sinfonía de Beethoven,  en la Rue Babylone (260), una de las casas adquiridas por su padre en la Ciudad Luz (132), aunque hubo de hipotecarlas y vender sus propiedades en Venezuela para la aventura del Falke (399).

Valioso y perfectible ejercicio literario del diplomático que debe contar con muchas historias en su bóveda, ofrece pasajes de truncada imaginación como el de la trabazón del comandante Carlos y Mimí en una noche estrellada (340), perdiendo la ocasión de escoger y  explotar alguna anécdota relacionada,  en lugar de citar los titulares de la prensa de día trágico (363). Día que, después,  tan magníficamente  sintetizó: “El cuerpo vivo siente varios impactos y la voz que a veces le habla sin sonido le dice ahora, en medio de un extraño silencio sin más acaecido. Haber caminado tanto para llegar hasta aquí. El fatum. Mas.. (SIC) no hay más aquí” (373).

Comprensibles errores tipográficos, posiblemente imputables a la programación informática, permiten deslizar conjugaciones como “jefatureó” o “zarandaba el vaso” (66, 101), pareciendo casarse con metáforas alusivas a la energía eléctrica: “parecía un manojo de electricidad transido de entusiasmo”, “cargado de extraña electricidad”, erguido como “cable de alta tensión”  (8. 27, 52).  No obstante, es en Julia donde – estimamos – hay mayores extravíos, siendo prescindibles sus secciones o capítulos.

Mitológica Julia, personificación y resumen del historial familiar, pareciera surgida de una improvisada telenovela. “Impetuosísima amazona” que reclama un ideal superior y un sentido de la historia, a la vez devota del I ching  (“del que nunca se desprende”), y consultora del Tarot, proclama que “una Delgado Chalbaud no se amilana y una Moreán menos” (179, 186, 210, 258, 334): disculpen el abuso, pero pareciera que el senador Orozco fuese en realidad Rojas Cabot, decidido a rendirle un tributo personal.

Las nuestras son rápidas impresiones en torno a un esfuerzo que deparará – ojalá – otras entregas, advertida y asimilada la crítica. Valga resaltar a un testigo de tantos e importantes acontecimientos necesarios de conocer desde la intimidad de su tintero, batido útilmente mientras otros se asientan en la dejadez o negligencia.

 

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