Hará falta
El pasado dieciocho de Febrero se cumplieron dos meses de la muerte de William Niño Araque, observador agudo de nuestra capital, de sus posibilidades de crecimiento y mejora, de su dinámica, de sus carencias. Hombre de diálogo con el mundo periodístico y sus prioridades desde su visión de arquitecto. Persona presente siempre en la actualidad, De juicio certero y desprejuiciado.
Creo que su rasgo más interesante fue el desdén por las formalidades del mundo académico. Que lo llevaba a expresarse sobre los temas de la Arquitectura y la Ciudad de modo muy libre, muy personal, en el que servían de referencia sus lecturas, su conocimiento sobre lo que circulaba en el mundo de su disciplina, su formación y su vinculación con la historia, pero no para tratar de impresionar o para presumir de erudición sino para afirmar un punto de vista. Que invariablemente era original, no asimilado de otros sino producto de un modo de ver las cosas que le pertenecía.
Por eso, si bien uno podía estar en desacuerdo con algunos de sus enfoques, con las jerarquías que establecía, la relación con él se hacía liviana, fresca, invitaba a expresarse sin reserva alguna. Claro, manteniendo la prudencia. Porque era fama su tendencia a soltar en público, con desparpajo, lo que uno podía haberle confesado en clave de relativa intimidad.
Esa actitud era muy diferente a la que predomina entre los comentaristas o críticos de arquitectura latinoamericanos, siempre un poco solemnes y dados a discursear a partir de citas o formalizaciones teóricas. Asunto que parece una exigencia de la actividad crítica, que quiere dar la impresión de que se habla desde ciertas alturas vedadas a los demás.
Y es en esa libertad donde me parece que está el valor cultural del legado de este venezolano. En la capacidad para hablar a partir de convicciones personales que se expresan con claridad y soltura en un lenguaje que no se dirigía hacia un mundillo ilustrado sino que trataba de llegar a todos, que buscaba repercusiones en la gente, apelaba al juicio de la ciudadanía. Y sobre todo los de esta malquerida capital.
En ese sentido William Niño Araque puede ser visto como una de esas personas que definen las coordenadas culturales de lo específico nuestro. Representaba lo singular venezolano en el sentido más amplio de la palabra.
II
Se dice que lo provinciano consiste en no ver sino hacia adentro y dejarse enredar por las pequeñeces del mundo más inmediato. Pero lo provinciano puede ser también un exceso de confianza en lo que viene de afuera. Se desconfía de lo local, se ve en menos lo que surge sin la confirmación de una actualidad que siempre deberá venir de fuera.
Este último es el caso venezolano. De Carlos Raul Villanueva, por ejemplo, se tiende a destacar sus vínculos con grandes artistas del mundo y se deja más lejos lo peculiar de su desarrollo, signado por las contradicciones venezolanas. Peculiaridad que es uno de los rasgos que mejor lo distinguen en la escena universal. Por eso me interesó mucho lo que hace poco en un documental decía el músico Luis Julio Toro a propósito de Simón Díaz: que su localismo lo hacía universal.
Para los estudiantes de arquitectura nuestros podía haber tenido la mayor importancia contar de modo habitual con la presencia en las aulas como profesor y como ductor, de un intelectual como William Niño. cuya vitalidad reposaba de modo muy importante en la vivencia de lo inmediato nuestro. Porque hubieran tenido el testimonio de una relación directa, actualizada, viva, dinámica, con lo que venía ocurriendo en Venezuela en el mundo de la arquitectura y del debate sobre la ciudad. Alimentado además, y quisiera hacer énfasis en eso, por un gran amor hacia la arquitectura. No era, si recordamos la frase de Nietzsche que he mencionado otras veces, uno de esos críticos que ven el arte sin tocarlo nunca, sino alguien que se comprometía con lo que le parecía bien, y ejercía a su favor un cierto grado de militancia. A eso se debe que William Niño tuviera el especial mérito de relacionar al Poder con la profesión, en la medida que le fue posible. Gracias a ese papel, que es a mi ver uno de los deberes del crítico de arquitectura, abrió puertas que dejaron huella. Soy testigo personal, agradecido, de esa virtud.
Y pese a todos sus méritos no fue profesor, no se le llevó a las cátedras, su ausencia del mundo universitario revela la profundidad de nuestra crisis cultural, que oscila entre la exclusión ideológica y los dictados mezquinos de la antipatía personal.
Nos conocíamos desde muchos años y no siempre coincidíamos. Más de una vez le reproché conductas y también fui objeto de su censura, a veces irónica y cortante. En lo personal, me duele con su muerte perder a alguien a quien podía dirigirme en busca de incentivos, cuando decaía el ánimo o cuando deseaba la expansión del comentario libre.
Pero más me duele el vacío que quedará en momentos como los que vivimos, donde casi todo parece cubierto con un manto uniforme. Un momento en el que el desacuerdo se expresa en descalificaciones y la tendencia es refugiarse en espacios personales, en ámbitos protegidos, ajenos al intercambio productivo. En ese particular sentido descorazona de modo muy agudo, porque pareciera una curiosa fatalidad, que se ausente una persona como este hombre de hablar quedo y cortante, vulnerable pero recio, cercano y distante, vivo en fin.
Si el Museo de Arquitectura creado por el Régimen sobrevive como institución a la criminal exclusión ideológica impuesta desde arriba, tendrá que figurar en su agenda, tarde o temprano, la labor de ordenar y hacer accesible a todos, los escritos y testimonios hablados o visuales de este hombre-referencia que fue William Niño Araque.
Al mundo universitario, simbolizado aquí por el Aula Magna en reciente acto académico, le hizo falta William Niño.