Entretenimiento

Gracias, señora Sofía

«La expresión más antigua de comunicación del hombre,
la que ha permanecido por más tiempo, es la pintura, el dibujo.
La escritura también ha logrado permanecer,
pero es posterior a la imagen. La imagen se da primero»,
Pedro León Zapata

Por Irina López
@Irina_Lopez

Entró con prisa a su oficina, y apenas nos vio exclamó: «¡ay, pero si me mandaron un kindergarten!».

El fotógrafo que me había designado el periódico tenía mi edad, 22 años, pero al parecer, juntos o separados aparentábamos mucho menos.

«¿Veintidós? Todavía un kindergarten», dijo al sentarse detrás de su escritorio.

Sofía Imber era una persona pequeña, de veras muy pequeña. Pero el Letargo de Édgar Sánchez colgado a sus espaldas, la presentaba como la domadora de esa boca que fue abierta para aspirarlo todo, menos a ella. Con esa introducción lo conveniente era disimular, evitar que notara que era la quinta persona que estaba entrevistando en mi vida.

Emitía mando, también futuro nombre de plaza, por lo que no se me ocurrió mejor blindaje que confundir la arrogancia con el valor, y creer, de veras creer, que mis interrogantes podían ser más audaces que todas sus respuestas:

—¿Puedo hacerle una pregunta?: ¿es cierto que usted ha creado premios para otorgárselos, al punto que…?

– Jamás pidas permiso para hacer una pregunta. Hazla. Tú eres una periodista, no una anfitriona.

¡Ah!, cómo pensé en mi jefe, en lo mucho que me rogó que no fuera, que dejara que mandara a otra reportera. «Tú eres una chama. Esa mujer es un monstruo del periodismo». Pero ahí estaba yo, detrás del falso poder que da un grabador sostenido, intentando hurgar, no en uno de sus aniversarios, sino en el aniversario; en sus 25 años como fundadora y directora del museo que llevaba su nombre.

 —Pero para responder tu pregunta… –confesó de pronto sardónica y sonreída–. ¿Cómo crees tú que una persona tan chiquita como yo pueda ser capaz de todo eso?Sorprendidos, y sin mirarnos, el fotógrafo y yo nos echamos a reír.

La entrevista comenzó a adquirir su propia apariencia: mitad cuestionario, mitad intercambios de puntos de vista. Éramos dos generaciones, y a partir de ese instante, dos colegas preguntándonos por qué tanta indolencia, excusas, conformismo. Sin embargo, a pesar de su edad y de su crudeza, era ella quien no dejaba de buscar repetidamente, como el hombre de Magritte, algo de poesía en el Mundo.

Sofai Imber en Parque Central, complejo que albergaba el Museo que llevaba su nombre
Sofai Imber en Parque Central, complejo que albergaba el Museo que llevaba su nombre

Ahora podía entender su reacción cuando compartió aquella anécdota con el diario El Nacional: «la directora del Museo de Philadelphia, uno de los más grandes y visitados del mundo, comentó al ver al Maccsi que no era posible que en Venezuela existiera un museo como el nuestro. A mí me molestó, porque sé que sí somos capaces. El Maccsi mismo, hecho por venezolanos, lo demuestra».

Del otro lado del casete rodando, Sofía Imber era reflexión, instrucción. Cuando hablaba parecía querer apartar con palabras la ignorancia para dar con la civilización: «hasta ahora Venezuela no ha sabido darle importancia a la cultura (…) Porque creen que la cultura son cuadros. Porque no entienden que la cultura es todo lo que hace el hombre. Y los políticos son peor. Esos piensan que darle a la cultura, es darle al museo algo de dinero».

Críticas que había emitido en su programa de entrevistas, Sólo con Sofía, y que para su pesar no perdían vigencia: «cuando el Estado haga lo que hizo Francia, Alemania, España, cuando comprenda que la cultura surge cuando se mejora la vida de la gente, tendremos mejores museos, centros culturales, espacios para el diálogo (…) Yo creo que nuestro pueblo es demasiado pasivo, porque aguanta esta miseria de calidad de vida que le están dando».

Llevaba 25 años de su vida dedicada a una certeza: Venezuela podía mejorar a través de las artes, y no de la política. De allí su empeño por quitarle a los museos su marco incomprensible o inalcanzable.

Sobre esa base sacó réplicas y las mandó a los barrios, a las escuelas, a los geriátricos, al interior del país a bordo del Maccsibús. Creó un salón de educación especial para ciegos, para que pudieran tener acceso a la creación artística.

La mujer que me hablaba no podía dejar de ser periodista. Lo suyo era abrir nuevos canales de comunicación: «aunque yo creo que el venezolano todavía no entiende mi proyecto. No sé qué he hecho mal», admitió despojándose de todo su bronce.

Esa fue nuestra primera cinta consumida, y con ella quedó registrada la frase que le escucharía decir durante tres años: «el museo es mi casa, es mi vida».

Al despedirme me levanté de la silla e inevitablemente me incliné sobre su escritorio. Pude ver varios libros. Le pregunté por el contenido de uno en ellos: Psicoanálisis y arte, editado por el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber y el Campo Freudiano en Venezuela: «Nada más próximo al psicoanálisis que un museo de creación contemporánea», decía una de las líneas de su prólogo.

«Mmmmj, al salir paso por la tienda (del museo)». Pero la señora Sofía sonrió, abrió el libro y escribió en él una dedicatoria.

¿De veras te gusta el arte?
Sí.
Aquí tienes –se acercó a mí con dulzura–. Eso sí, escóndelo, que no vean que te lo regalé, porque si no me regañan.

Nunca se lo dije. Me tomó más tiempo de lo debido tomar consciencia de ello; pero ese era el segundo obsequio que recibía de Sofía Imber.

El Museo de Arte Contemporáneo fundado por Sofía Ímber en 1973
El Museo de Arte Contemporáneo fundado por Sofía Ímber en 1973

El primero me lo dio en 1974, cuando hizo de un taller mecánico en Parque Central, el museo con una de las mejores colecciones de arte post Segunda Guerra Mundial. Cuando me dio la oportunidad de nacer en un país que me permitía contemplar esas invenciones, no en libros que llevaban impresos los tesoros de otras tierras, sino en un espacio de mi ciudad.

Una rareza si tomaba en cuenta mi contexto: nací en un país latinoamericano, me crié en la Venezuela del Viernes Negro, y viví parte de mi infancia en el 23 de Enero. ¿Qué chances tenía una niña como yo de tener contacto, de forma gratuita –y cuantas veces quisiera–, con las obras de Pablo Picasso, Claude Monet, Marc Chagall, Francis Bacon, Antoni Tàpies, Jesús Soto, Alexander Calder, Piet Mondrian, Wassily Kandisnky, Joan Miró, Carlos Cruz Diez, Marisol Escobar, Armando Reverón, Jean Arp, Henri Matisse, Max Ernst, Frank Gallo, Georges Braque, Fernand Léger, Cornelis Zitman, Régulo Pérez?, por nombrar sólo a algunos.

Con Sofía Imber, periodista, promotora cultural, fundadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y, creyente en el poder transformador del arte en nuestra sociedad, los tuve todos.

Me beneficié tanto del valor de tener un museo como ese, que la tenía al frente, después de haber obtenido mi primer trabajo como comunicadora social al cubrir las noticias de la fuente cultural.
Por ello para muchos de nosotros, esos ex niños, ex adolescentes, Sofía Imber fue progreso, florecimiento.

En un país que siempre ha andado a tientas, ella tuvo una visión y supo materializarla por casi tres décadas. Y a pesar de ser una figura polémica que todavía aviva críticas, cotilleos y hasta mitos, Sofía Imber es una excepción en nuestra autobiografía: no prometió, hizo; y dejó una obra concreta: el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Un espacio que gozó del respeto de los artistas y del prestigio internacional; que enriqueció nuestro patrimonio artístico y elevó a Venezuela en la escena cultural mundial. Algo que resulta lejano y ajeno en estos tiempos, donde sólo somos reconocidos por nuestro infortunio.

Pero como dijo en una ocasión el historiador y escritor Guillermo Morón: «la memoria es mezquina por estos predios».

La bota que pisó la cultura

En 2001, Hugo Chávez en una alocución televisiva descapitalizó al país de 27 años de trabajo y conocimiento. La despidió a ella y varias de las personas que supieron poner la cultura al servicio de sus ciudadanos.

El círculo se cerró para quien llegó huyendo del comunismo y del antisemitismo que, trazaron con pólvora los diferentes mapas de su lugar de origen. Y en este mala reproducción, la mujer de imágenes cerró hace poco sus ojos para siempre.

El país que sintió como suyo, le impidió dejar un mundo mejor que el que ella había encontrado.
Nunca pude decirle todo lo que hizo por mí, por todos los que no tienen la oportunidad de rendirle un homenaje post mortem en un medio de comunicación. Sólo nos queda reclamar que la historia la honre, que ocurra el milagro de permanecer en nuestra memoria colectiva, para que su ejemplo nos guíe en la construcción del país que podemos ser.

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