Fumando la muerte espera
(%=Image(2041432,»L»)%) “Fumar es un placer/ genial, sensual./ Fumando espero/ al hombre a quien yo quiero,/ tras los cristales/ de alegres ventanales./ Mientras fumo,/ mi vida no consumo/ porque/ flotando el humo/ me suelo adormecer…/ Tendida en la chaisse longue/ soñar y amar…” poema del español Felix Garzo, musicalizado en un tango español por Juan Viladomat i Massanes. De tanto en tanto, vuelvo a la carga. No es para menos, en todo el mundo no se deja de fumar, a pesar de numerosas campañas realistas de salud pública que recuerdan, sin maquillar, los efectos devastadores del tabaco. Pero parece ser que puede más la publicidad millonaria de las tabacaleras.
El vicio se arraiga cada vez más temprano entre la gente joven. No entraré en detalles de su identidad, pero esta semana acaba de morir una connotada figura que no daba señales, externamente, de cómo estaba siendo carcomido por el tabaquismo. La última vez que le encontré, en enero de este año, fue precisamente fumando, como si fuera un apestado, solo, a la entrada de un edificio de oficinas donde afortunadamente se ha prohibido contaminar a los demás. Entristece saber que un hombre de su experiencia, madurez intelectual y lucidez haya desaparecido a una edad para nada avanzada, a consecuencia de haber sido un fumador empedernido toda la vida.
Muchos de los que defienden su derecho a fumar en lugares públicos lo hacen de manera inteligente y resultan impecables sus argumentos. Uno de los más notorios y apreciados, es el brillante escritor Javier Marías, con quien concuerdo prácticamente en todo, al leer las crónicas que aparecen en la última página de la revista dominical de El País. Además de sus altas luces literarias es un hombre de extremada pertinencia; crítico independiente y riguroso, que observa sin concesión las sinrazones de la vida cotidiana. Sin embargo, en el tema del tabaco me encuentro en las antípodas de sus juicios. Él, como buen fumador se revela un maestro en la ironía de comparar ese nocivo hábito con otros de similar potencial autodestructivo, como el consumo del alcohol; reclama, por ejemplo, que así como se “adornan” con “…pavorosas fotos los paquetes de cigarrillos: pulmones destrozados, dentaduras roídas, fetos, jeringuillas, gatillazos y demás males que pueden sobrevenir a los fumadores….” Se haga lo mismo con “…todos los demás productos que pueden dañar nuestra salud o matarnos. Exijo, por tanto, que las botellas de vino, whisky y ginebra lleven fotos de repulsivos borrachos, de hígados con cirrosis y de las ratas y arañas que se aparecen a quienes sufren de delirium tremens.
Quiero que en las carreteras, y sobre las portezuelas de los coches, haya, bien visibles, imágenes de muertos aplastados por la chatarra, tetrapléjicos en sillas de ruedas, motoristas decapitados, peatones atropellados, cueros cabelludos arrancados y brazos y piernas amputados. Que presidan las playas grandes fotos de ahogados, de miembros hinchados por las picaduras de las medusas y de afectados de cánceres de piel. Reclamo que costados de los aviones exhiban imágenes de catástrofes aéreas, con cuerpos desmembrados, terroristas con bombas y momentáneos supervivientes chapoteando en un mar helado, y otro tanto de los trenes, ilustrados por desastres ferroviarios por las consecuencias del 11-M.”. La parrafada anterior parecería divertida si no fuera dramática. Tampoco le falta razón a Javier Marías. Todo su sarcasmo es cierto. La injusticia estriba en equiparar los “suicidios”. No es lo mismo destrozarse el hígado (y la vida misma, de uno, y de sus prójimos) bebiéndose una destilería completa, sin obligar a nadie a compartir la autodestrucción, que contaminar al otro, al vecino, a los familiares, a los compañeros, a los trabajadores de los bares y restaurantes, con el humo que el fumador nos obliga a tragar sin consideración alguna. En ciudades permisivas donde se burla la ley, a menudo los comensales tenemos que aturar el placer de los fumadores vecinos.
En los restaurantes sucede muchas veces que mientras estamos en el trance de dar la primera garfada a un suculento platillo, ellas o ellos han deglutido ya su último bocado y ejercen el sacrosanto placer de la sobremesa con humo, incluyendo el de los Habanos. Claro que no comen lumbre. Hasta hoy nunca he visto a nadie fumar y masticar a la vez, destrozando el sabor de los sagrados alimentos. Pero la gravedad no radica en faltar el respeto a los demás, con la altanería propia de quien se siente reprimido, si no en el atentado a la salud ajena que representa el humo aspirado sin deberla y si temiéndola… Nota: México invierte cada año 45 mil millones de pesos en la atención de solo 4 enfermedades asociadas con el tabaco; entre 15 y 20 tumores malignos son provocados por la adición, según el Consejo Mexicano para el Control del Tabaco. Así mismo, la pérdida de productividad en 2009 alcanzó la cifra de 69 millones de pesos.