Franz Kafka (1883-1924)
LA VOZ VERDADERAMENTE KAFKIANA
En la historia de la literatura, Kafka ocupa un lugar prominente entre los escritores que han marcado la sensibilidad del hombre contemporáneo. Su obra ha demostrado tener vida propia al margen de las modas literarias y de los versátiles intereses que las promueven. Sí, Kafka es famoso, es actual, a pesar de que él no hizo ningún esfuerzo por conquistar un lugar prominente en la historia. A la salida de la adolescencia se propuso escribir libros capaces de abrir “anchas heridas en la conciencia”, y lo consiguió, pero sólo por una íntima necesidad y nunca atraído por el perfume de los laureles.
No es posible -creemos- leer con detenimiento los cuentos y novelas de Kafka, sin sentirse embargado por un sentimiento de angustia. En conjunto parece quedar afectado, sobre todo, el sentido de la realidad cotidiana, la sensación de que dicha realidad nos es favorable, de que vale la pena vivir, de que el mundo ha sido hecho para el hombre. El sentido común, que solía protegernos, se debilita o desaparece. Dos aforismos de Kafka ilustran esta actitud: “La verdadera realidad es siempre irreal”, “Los sueños descubren una realidad que deja muy atrás nuestra imaginación. En esto consiste el horror de la vida y la tragedia del arte”.
Nos vemos obligados a recurrir al adjetivo “kafkiano” donde la realidad se comporta de acuerdo con las leyes semejantes a las que aniquilaron al protagonista de El proceso. Ante fenómenos “racionales” que dejan traslucir su irracionalidad, allí donde el encadenamiento de los hechos tiene implicaciones funestas, allí donde las riendas del comportamiento humano han caído en manos de un poder extraño que no tolera aproximaciones familiares, allí se aplica con toda naturalidad, como si saliese de las entrañas, ese adjetivo que -por razones, sin duda kafkianas- tardó tanto en recibir la bendición de la Academia.
Kafka no se eclipsará mientras se multipliquen los seres humanos que padecen extrañamiento y desesperanza. Decía Milena Jesenská que Franz Kafka iba desnudo donde los demás van vestidos. Hoy, dado que muchos se ven obligados a ir como él, cabe desear que lo hagan a su manera. A diferencia de otros desesperados menos complejos y más débiles, Kafka no permitió que su angustia se transformase en resentimiento contra el prójimo, ni contra la vida que tan duramente le ponía a prueba. No renunció al amor y por eso nunca sucumbió a los narcóticos del odio, nunca desvalorizó los sentimientos humanos nobles y, aún contra toda lógica, nunca dejó de luchar por su libertad, ni siquiera cuando la tuberculosis levantaba su guadaña. El hombre que renunciaba a la gloria literaria era el mismo que, a espaldas de sus jefes, asesoraba a obreros indefensos, o les pagaba buenos abogados de su bolsillo, para que éstos le derrotasen en perjuicio de la compañía de seguros que él representaba… Para encontrar a este Kafka es necesario recurrir a su biografía, a su diario, a sus cartas de amor, porque no se deja ver -salvo a trasluz, en muy contadas ocasiones- en sus narraciones literarias.
Kafka amaba mientras el amor era sólo algo sin horizonte. Así se consumieron los efectos de muchas de las mujeres que pasaron por su vida desde muy temprano. Sólo al final, cuando ya su cuerpo era una ruina sin salvación posible, el amor a Dora Dymant fue la pura llama viva que daba sentido y contenido a una vida que ya era muerte.
Franz Kafka nace en Praga el 3 de julio de 1883, hijo de un acaudalado comerciante de origen judío. Estudió en la Universidad Alemana de Praga Humanidades y Derecho. Trabaja en Assicurazioni Generali, en la Compañía de Accidentes de Trabajo, de la que su padre era presidente, y en una fábrica de amianto. En agosto de 1912 se produce uno de los acontecimientos más importantes de su vida: conoce a Felice Bauer, este hecho provoca en él un intensificado afán de escribir, iniciando una larga y viva correspondencia con Felice. Adicto al socialismo, proyecta marchar a Palestina, pero se lo impide la tuberculosis que padece (1917). Un fracaso amoroso, las dificultades originadas por la guerra mundial, los problemas de su trabajo, el trauma de la rígida educación recibida de su padre y su extraordinaria sensibilidad atormentan sus últimos días. Cuando no podía tragar nada, no había manera de alejar de su conciencia la perspectiva de un rápido desenlace: “Mi actual ingestión de alimentos es insuficiente para que se inicie una recuperación”, escribía Kafka. Y añadía: “Lo terrible es que no puedo tomar ni un vaso de agua”. Franz Kafka falleció en Viena el 3 de junio de 1924. “Muerto precozmente -escribía Ramón Gómez de la Serna-, así se libró de que le dijesen las malas palabras de “se imita a sí mismo”, pero que quede bien asentado para siempre que nadie se parece a KFK, y menos los que no se parecen ni a sí mismos. ¡Sólo se parece a KFK el verdadero KFK!”
La obra de este novelista checo en lengua alemana, salvada por su amigo Max Brod, quien desatendió la orden de Kafka para que destruyera todos sus escritos una vez muerto él, es, en cierto sentido, existencialista, pero siempre simbólicamente trascendente. Intimista, onírica, aparentemente carece de lógica, pero su lógica está precisamente en la directa traducción del caos del mundo que le toca en suerte o del hombre cuando ha perdido su razón de vivir, su norte, Dios, por otro lado buscado ansiosamente por Kafka. Estilísticamente es de una gran perfección. La sencillez y la flexibilidad del lenguaje envuelven sus absurdas estructuras o argumentos novelísticos. En vida publica relatos cortos como El fogonero; La metamorfosis, angustiosa y patética visión de la muerte y el desprecio del hombre por el hombre; La muralla de china, Un artista del hambre, etc., en las que hace gala de una gran imaginación para verter su mundo interior, rico y profético, poético y profundo. Carta a mi padre, es el atormentado y triste relato de su infancia. Su primera novela larga, América (1912-1914), incompleta, reúne junto a las geniales características de sus grandes producciones, un humor finísimo. El proceso y El castillo figuran entre sus obras más famosas, llevadas al cine y al teatro. En ellas como en América, plasma la tragedia del hombre de hoy, perdido en el laberinto que él mismo se ha construido.
Kafka concibió la existencia como un combate, pero perdido de antemano. Sus cinco intentos de matrimonio fracasaron, no acabó una gran parte de sus libros y su obra le sobrevivió a pesar de haber dado órdenes expresas de que se destruyera. Porque aquella páginas que había escrito para vivir eran lo único, con el amor de Dora, que le mantenía unido al hilo de la vida. O quizá también por hacer realidad aquello de “soy un callejón sin salida”.