Francisco Aldana 1573-1578
La Epístola de Francisco Aldana para Arias Montano, que precede en el tiempo a aquellas otras dos famosas del poeta sevillano Andrés Fernández de Andrade conocida por Epístola moral a Fabio, y de Quevedo al Conde-Duque de Olivares, tiene sobre estas la superioridad, la doble verificación poética de su motivación afirmativa: pues busca el poeta -llamado, por eso de sus contemporáneos el Divino- no solamente el consuelo en la soledad y apartamento del mundo, sino en el empeño de adentrarse en sí, por esa soledad y desasimiento del mundanal ruido para hacerse silencio acogedor, en el encuentro de su propia vanidad o vacío interno, con la música divina de los cielos.
Aldana que abrió el camino a nuestros místicos, huye del mundo no tanto por el desengaño de su derrota en él como, por el contrario, de la vanidad de sus victorias, y desilusionados de ellas, se lanza con el mismo espíritu aventurero de nuevas conquistas a buscar otro mundo imperecedero. En esto coincide con San Juan y Santa Teresa. Pero lo que le diferencia de ellos es que, al entregarse a esta nueva empresa de su voluntad conquistadora, no encuentra bastante rendida su propia voluntad a la necesaria involuntariedad de tal entrega. Dudamos, ante las maravillosas afirmaciones de su admirable Epístola, si el poeta no volverá a sentir hastío o desengaño de lo divino como lo había sentido de lo humano. «Es un místico -dice Luis Cernuda – al que sin irreverencia llamaríamos no profesional».
Francisco de Aldana nació en Valencia de Alcántara en 1537. Pasó su juventud en Italia entregado al estudio de las lenguas y escritores clásicos. Residió en la corte de los Médicis en Florencia, donde concluyó su formación. Es uno de los mejores poetas petrarquistas de España. Escribió composiciones amorosas, patrióticas y religiosas, entre las que destacan las Octavas dirigidas al Rey Don Felipe, Nuestro Señor y, especialmente, la Epístola a Arias Montano sobre la contemplación de Dios y los requisitos della , que es una autobiografía espiritual , donde el amor está contemplado desde el punto de vista de la contemplación. Cultivó particularmente el soneto y la canción. Su obra fue recogida póstumamente por su hermano Cosme y publicada en Milán (1589) y Madrid (1591-1593). Aldana se consagró a la vida militar, que no tardó en detestar ansiando la vida contemplativa, pero se pasó la vida empeñado en luchas imperiales, San Quintín, Flandes y Alcazaquivir. El 4 de agosto de 1578, Francisco de Aldana no murió como un santo, al lado del Rey Don Sebastián de Portugal, en la batalla de Alcazaquivir, donde le mandara Felipe II. Murió como un héroe, como un hombre que sabe, que espera que vaya a morir, y estoica, resignadamente, acepta la muerte.
Escribía Francisco de Aldana su Epístola para Arias Montano a finales del siglo XVI -1577- fechándola en Madrid. «Nuestro Señor en ti su gracia siembre / para coger la gloria que promete. / De Madrid a los siete de setiembre, / Mil y quinientos y setenta y siete».
No eran, con esa fecha, amargas desilusiones de derrota las que dictaron al glorioso militar español su nobilísimas y generosas, sus veraces palabras desengañadas. Y al dirigirlas a quien fueron dirigidas («a ti, que eres de mí lo que más vale», le dice el poeta al admirable Arias Montano), no expresa tampoco, sino ese mismo deseo de precisar en su conciencia la razón y pasión de su mundano desengaño. Pues desengañado de victorias, se confiesa Aldana a sí mismo, diciéndose «desvalido y solo», como hombre «expuesto al duro hado»; y «al rigor descortés» del viento, como «hoja marchita» . «Yo soy hombre desvalido y solo , / expuesto al duro hado, cual marchita / hoja al rigor del descortés Eolo».
Y tras ese singular comienzo nos confiesa su decisión de ir a perderse del todo, para poderse encontrar del todo, en ese hombre adentro, en ese ensimismamiento interior. Nadie mejor que Aldana nos ha definido, ese hombre interior que vuelto a sí, y contra sí, se hace o rehace deshaciéndose de sí mismo: «que en el aire común vivo y respiro / sin haber hecho más que andar haciendo / yo mismo a mí, cruel, doblado tiro».
Piensa el poeta torcer la rueda de su afortunado vivir, no andarse ya con más rodeos y caminar derecho. «Pienso torcer de la común carrera / que sigue el vulgo y caminar derecho / jornada de mi patria verdadera». La patria verdadera, para éste, tan extraordinario poeta, auténtico español, no es tierra ni cielo de este mundo, sino muy otra cosa.
Mundo de reflejo, eco divino, da aquel otro, tan escondido al propio contemplar mundano. Para no perder esta ventura a que nos llevó la aventura del hombre interior, de la conquista de ese reino «de esas Indias de Dios», en el hombre, la aventura del hombre adentro. Pues en «algún sitio y solitario nido» buscará refugio para empezar a ser otro. «Y como si no hubiera acá nacido / estarme allá, cual eco, replicando / al dulce son de Dios del alma oído».
Este solo verso final, por su dicción y pensamiento, bastaría para justificar el sobrenombre de divino dado a Aldana por sus contemporáneos.