En los días de Miranda:La muerte previa a la muerte
Después del terremoto del 26 de marzo de 1812 ni Miranda ni la recién nacida república de Venezuela vivieron. Simplemente su tiempo se consumió en acercarse a la muerte, en caminar rápidamente, pero con toda calma y dejadez, hacia el sepulcro. Desde luego que podría decirse que el terremoto fue la enfermedad terminal del país, pero en realidad fue un paso, un paso demasiado grande hacia la muerte, pero no fue la muerte propiamente dicha. La muerte estaba agazapada, detrás de los altares de su propia vida. Ese día los pobladores de Caracas y de la mayoría de las ciudades del país se echaron a las calles gritando “¡Misericordia, Fernando VII”, grito en el que se mezcló la intención política con la más baja superstición. Ese día, la mayoría de los curas aprovechó para hacer propaganda política en contra de la revolución. Les fue muy fácil atribuir el fenómeno telúrico a la cólera divina: Dios había dispuesto que el rey gobernara a todos los españoles, y quienes decidieron que no gobernaría a los habitantes de estas provincias, faltaron contra la voluntad divina y merecían el castigo que el cielo les envió. Por eso, Simón Bolívar, que ya estaba encontrando su camino en la vida pública, exclamó aquellas terribles palabras que bien podrían parecer una blasfemia: Si la naturaleza se opone a nuestros designios, lucharemos contra ella y la someteremos. No se atrevió a decir que lucharían contra Dios, entre otras cosas porque habría sido reconocer que el terremoto era un castigo de Dios a los que se habían alzado contra sus designios. No, no era Dios, sino la naturaleza. Pero la naturaleza actuaba por obra de Dios. No era nada difícil para los curas ligar la rebelión de Caracas con la voluntad del Maligno, y, por lo tanto, la contrarrevolución con la obra de Dios. El gobierno se dio cuenta de que no era nada fácil lo que les esperaba. De inmediato pensaron en la figura de un dictador, como estaba previsto en la Constitución. Un solo hombre que concentrara en sus manos el mando hasta que la tormenta terminara. Inicialmente pensaron en Toro, pero Toro no las tenía todas consigo. Se había perdido Barquisimeto, y la mayor parte del territorio de la Venezuela que nació en 1777 estaba en poder de los realistas, que presionaban hacia Caracas. De inmediato surgió la figura de Miranda, que se convirtió, en ese terrible marzo de 1812, en dictador, que no en tirano. Era la última esperanza de una república que se preparaba a morir.
El 1º de mayo (de 1812) el Generalísimo Francisco de Miranda partió al frente de cuatro mil hombres para enfrentar a Monteverde que se aproximaba a Valencia. Era tarde, ya Monteverde había tomado Valencia y Miranda se quedó en Guacara, desde donde instó a los realistas a rendirse: los valencianos debían escoger entre la libertad y la muerte. El 8 de mayo avanzaba con pereza hacia su objetivo, y poco después una compañía de los suyos se pasó con armas y bagajes al enemigo. La república perdió ese día, además de la batalla, la moral. No tuvo más remedio Miranda que retroceder hasta La Cabrera, y luego hasta Maracay. Poco a poco se aproximaban, él y la patria, a encontrarse con la muerte.
Miranda ya se daba cuenta de que no tenía fuerza para derrotar a Monteverde, y empezaba a pensar seriamente en dejar el territorio a los realistas y emprender la reconquista desde la Nueva Granada, tal como lo haría en definitiva su entonces epígono, Simón Bolívar y Palacios. Se dictó la Ley Marcial y se suspendió la Constitución. Todo el poder de la república quedó, a partir del 19 de mayo de 1812, en las manos de Miranda. Y en manos de Miranda se perdió la república. Se perdió la patria.
Miranda, ya cercano a la desesperación, había formado grupos de extranjeros, franceses, escoceses, etcétera, para defender la independencia, que poco a poco se iba tiñendo de vacío. Había ofrecido la libertad a los esclavos que se unieran al ejército, y muchos de ellos, que no sabían manejar un arma, sumaban desorden a las tropas. Las deserciones se sumaban unas a las otras y hacían pensar a muchos que la caída de la república era cosa de días. Los enemigos de Miranda intrigaban a más y mejor, sin darse cuenta de que con esa actitud se condenaban ellos mismos a morir. Y lo curioso es que en esos días Monteverde tampoco las tenía todas consigo. También el lado realista estaba tambaleando. Sin que Miranda se diera cuenta, se repetía la situación de Coro. Era un combate en el que los dos gladiadores perdían sangre y consideraban seriamente que estaban derrotados. Hasta que Bolívar perdió Puerto Cabello.
Y bien puede decirse que la muerte real de la república se produjo en esos primeros días de julio de 1812. Concretamente podría decirse que fue el 6 de julio, cuando cayó Puerto Cabello y se rompió del todo el precario equilibrio de fuerzas que, mal que bien, Miranda había conseguido mantener.
Miranda, al enterarse, dejó escapar una sentencia definitiva, en francés: Venezuela est blesée au coeur. Monteverde, al caer Puerto Cabello, había puesto sus manos en un formidable arsenal, que le permitiría aplastar a los republicanos en cosa de días. Miranda y la república estaban perdidos. La patria había perdido una de sus plazas más importantes, y con ella buena parte de su parque. En Barlovento, los descendientes de esclavos se alzaron no para romper sus cadenas, sino para remacharlas. Casi todo el pueblo, ignorante y bestializado, se manifestaba a favor de quienes lo querían aplastado y en contra de quienes lo querían feliz. Demasiadas contradicciones. Demasiadas tinieblas, demasiadas nubes negras en un cielo que debía ser de un azul claro y cristalino. No había otro camino que rendirse. El 12 de julio el Generalísimo Francisco de Miranda, el hombre que concentraba todo el poder de la recién nacida república de Venezuela, decidió hacer lo único que podía hacer: capitular.
Es la muerte antes de la muerte. La muerte previa a la muerte. Pero es la muerte, la única muerte que lo había vencido, que lo entregaría pronto a una jauría en la que se mezclaban el pasado más negro y el porvenir más brillante.
Miranda reunió a Roscio, Casa León, Francisco Espejo, Coto Paúl y José de Sata y Bussy, y todos estuvieron de acuerdo en que no tenía el más mínimo sentido seguir una guerra que ya estaba perdida. Lo sensato era ahorrar la sangre de los soldados y tratar de que el país encuentre un camino menos sangriento para seguir adelante.
Ese mismo día Miranda envió a Monteverde, que estaba en San Mateo, la propuesta de capitular, y Monteverde, agazapado, aceptó el 13. La muerte acababa de vencer.
El 17, en Valencia, se negoció activamente. Hay propuestas de Miranda que parecen llegadas de una luna de papel, si es que eran de Miranda. Todo giraba en torno a un sol apagado, que ya no iluminaba ni su propio recuerdo. Monteverde no tenía la más mínima intención de negociar. Miranda, ya definitivamente nefelibata, cometió otro de sus graves errores: envió, como su negociador, nada menos que a don Antonio Fernández de León, el claroscuro marqués de Casa León, español y camaleón, que sin un gesto de compasión le clavó un puñal en la espalda. Un puñal cargado de cifras y de números, pues Casa León, envuelto en sus propias tinieblas, corrió la voz de que Miranda se había robado el tesoro de la nación. Y tanto los republicanos como los realistas pensaron que el gran hombre quería beneficiarse de la miseria de todos.
Un Miranda, agotado y desilusionado, llegó a La Guaira para embarcarse hacia Londres. Todavía cometería un error fatal, un error que le costó la vida y lo condenó a las tinieblas por el resto de su agonía: en vez de embarcarse, aceptó la hospitalidad del jefe del puerto, un tal Casas, y en esa casa se acostó a esperar el amanecer que nunca llegaría. Era la noche del 30 al 31 de julio de 1812, y en las sombras se preparó el último acto de la vida real de Francisco de Miranda. Fue el triunfo de la muerte. Era la muerte, la muerte con su aliento de multitudes putrefactas, que ya había atrapado en sus garras al soñador y cándido Francisco de Miranda, el noble dueño de aquellos sueños que ese día terminaron de morir para nacer otra vez, en cualquier otro puerto, en cualquier otra piedra, en cualquier esquina de las muchas que ese día se quemaban.
Capítulos Publicados de “En los días de Miranda»:
Obertura (para orquesta de soñadores)
El valle del Edén
El vuelo de los canarios
Un canario que cantaba los versos del Niño Dios
El canario enjaulado
El joven canario que dejó su nido
Cambio de nombre, cambio de rumbo
Los primeros vuelos de un canario criollo
Las tribulaciones de un canario criollo en tierra y agua
Cuando el canario criollo tuvo que huir de los búhos
Un criollo en la corte del rey yankee
Un americano universal en la corte del Rey Artús
El trotamundos
Haroldo en Italia
Miranda en Rusia
El espía que vino del hielo
Detestable nación
Y Esculapio se hizo mujer
Las guerras del porvenir
De Peón Cuatro Rey a Jaque Pastor
Nuevo cambio de rumbo
La aventura del azar
El triunfo, la gloria y el barranco
El juego de los demonios risueños
Las alegres garras de la muerte
La guillotina frustrada
El soldado de Cristo
El Quijote cuerdo
Fin de fiesta
London bridge is falling down
The Adams Papers
Tour de France
Los vapores de la fantasía
El norte es una quimera
Si el viejo Simbad volviera a las islas
Viaje al Sur de la Quimera
Los dioses crueles ayudaron a la muerte
Mar en calma y próspero viaje
Tierra de Gracia vacía
El alegre rostro del fracaso
La mesa está servida
Última temporada en el Limbo
El hermoso navío de la independencia
Vuelta a la patria
Desde la Galería
Volver a sembrar
Triunfo, alegría y tragedia
El horrible semblante del éxito
Herida en el corazón
La muerte previa a la muerte