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Elvis, Nixon y la Guerra de Vietnam

En medio de tantos homenajes al que se consideraba como el “Rey del Rock ‘n Roll”, a raíz de cumplirse un cuarto de siglo de su prematura desaparición, no creí necesario agregar uno más de este cronista, máxime cuando nunca fui un fanático de esa luminaria de la música pop. A través de mi juventud y adultez quedé fiel a mis ídolos, el simpático cuarteto de Liverpool, aunque me gustaron algunas baladas románticas de Elvis, especialmente una reminiscente de mis orígenes mediterráneos como “It’s now or never”, con música fusilada sin pena de la popularísima canción napolitana “Torna a Sorrento”. Pero tengo que reconocer que Elvis Presley fue algo más que un simpático y talentoso cantante con una voz melodiosa y un estilo único.

Para muchos de sus fanáticos, Elvis fue y sigue siendo“El Rey” –como reza la canción mexicana– y no ha habido nadie que se acercara a su popularidad artística, pues es indudable que –sin haber inventado la música rock– fue el cantante que más trabajó por llevarla al sitial que ostentó en el último medio siglo, y que seguirá teniendo en el futuro previsible. Y en su país, después de mantenerse dos décadas en la cima de la farándula musical -vendiendo en vida la bicoca de 60 millones de albumes– sigue vendiendo miles de discos a nostálgicos y nuevos fanáticos, dejando de paso un enjambre de imitadores de su estilo, tanto profesionales como aficionados, que le rinden culto como si fuera una figura religiosa, realizando peregrinaciones a su museo-palacete cerca de Memphis, bautizado apropiadamente como Graceland, o sea “tierra de gracia”, quizás con veladas intenciones místicas.

Sus únicos competidores serios fueron los Beatles, pero ninguno fue tan reverenciado y recordado en EE.UU, como lo fue este ex chofer de Mississippi, transplantado luego a Tennessee. Quizás esto se debe al hecho de habernos dejado una treintena de películas que registran fielmente su habilidad cantora y su imagen bonachona, desde que irrumpió en la pantalla grande en “Love me tender”, un western dramático en blanco y negro de 1956 donde debutó en un papel secundario y que lo lanzó al estrellato de Hollywood, realzando su carrera musical al mismo tiempo. Siguieron una multitud de comedias románticas que fueron mayormente vehículos para que se luciera como cantante, aunque aprendió discretamente la destreza actoral sin llamar la atención de los críticos, quizás por los guiones banales y escapistas que le ofrecían. Sus películas estuvieron entre las más taquilleras de la MGM, estudio que lo arrebató de la Fox y que contó con su popularidad para apuntalar sus débiles finanzas, algo decaídas después de ser el más prestigioso durante la época de oro del cine, en plena era del star system, cuando –a decir de sus publicistas–, tenía “mas estrellas que en el cielo”. En conjunto, sus películas ganaron en taquilla el equivalente a un millardo de dólares de hoy día, una proeza que pocos actores igualaron.

En la etapa en que se inicia la relativa decadencia del artista, a principios de los 70, Elvis ya era un personaje amanerado y grotesco, algo obeso por su afición a la comida chatarra y rápida, y con algunas dolencias físicas y serios complejos psicológicos o familiares causados por su exigente carrera y la excesiva fama que se fabricó con la ayuda de astutos managers. Su matrimonio con Priscilla –una joven adolescente que respetó sexualmente aún mientras vivieron juntos por años, hasta que se casaron– no marchaba bien en esa época, ya le pegaba en sus arranques emocionales, y tampoco cumplía formalmente sus deberes maritales, anticipando un divorcio en 1972 que fue devastador para el ánimo del cantante, incrementando su adicción a los fármacos y potenciando los problemas cardiovasculares que causaron eventualmente su muerte. Tomaba anfetaminas para mantenerse alerta, y diazepam para dormir, además de drogas para sus períodos depresivos y otras para controlar su apetito, así como sus nervios y alergias. Al final, su organismo se rebeló y lo despachó al otro mundo a la edad de 42 años cuando todavía tenía mucho que dar, aunque su creatividad se había estancado, pero ya había amasado una gran fortuna y una celebridad que le impedía disfrutar de placeres comunes.

Pero a pesar de sus excentricidades, Elvis era en esencia una persona simplona, religiosa y patriótica. Se sabe que nunca fue adicto a las drogas alucinógenas –marijuana, LSD, cocaína–, a diferencia de otros cantantes de su generación, y criticaba abiertamente a los Beatles y los Rolling Stones por incentivar su uso con el pésimo ejemplo que daban públicamente. También fue un estricto cumplidor de su deber cívico, pues pagaba religiosamente sus impuestos y –algo insólito— fue reclutado e hizo sin chistar su servicio militar de dos años en Alemania, como todo un buen ciudadano, a diferencia de luminarias rebeldes como Cassius Clay, que evitó ser enviado a Vietnam gracias a su oportuna conversión al Islamismo. A pesar de su farmaco-dependencia, Elvis fue todo un ejemplo de integridad cívica para aquella masa de ciudadanos conservadores –jóvenes y adultos– que apoyaba a su país de manera incondicional, en las buenas y en la malas, criticando de paso a los hippies, drogadictos y estudiantes liberales, y a todos los que protestaban contra la guerra en Vietnam, que consideraba poco menos que como traidores a la patria.

Con esas inusuales características, su imagen fue aprovechada en forma oportunista por la Casa Blanca de Nixon, quien todavía luchaba para salirse de la guerra en el sureste asíático, a pesar de haber ganado la presidencia con la promesa de conseguir “una paz con honor”, derrotando al candidato Humphrey, vicepresidente que cargaba con el pesado fardo de Lyndon Johnson, el hombre que intensificó la guerra y que pensaba ganarla con bombas incendiarias y medio millón de combatientes.

En una reciente película biográfica hecha en 1997 para la televisión, titulada “Elvis meets Nixon” (Elvis se encuentra con Nixon), se relata los entretelones de esa curiosa y fugaz cooperación entre los dos personajes. En 1970 Elvis estaba ya cansado de los rigores de la fama, atravesaba una de sus crisis de autoestima, y presentía que ya no era un ídolo para la juventud, a pesar de tener todavía una multitud de seguidores, pues había abandonado un poco el rock que tanto había popularizado . Incluso, en esos tiempos afirmaba que “ya no le gustaba el rock” –algo inaudito para ser uno de sus activos fundadores– y que siempre quiso ser un baladista como Dean Martin, lo que hizo dar más énfasis en su repertorio a la balada romántica, más acorde con los gustos de los adultos que crecieron con él. De pronto le dio el capricho de ser nombrado un “marshall antidrogas”, o sea un funcionario para combatir el uso de las drogas, y se le ocurrió hacer una petición formal a Nixon, quien estaba acosado por manifestaciones juveniles que protestaban diariamente frente a la Casa Blanca, abogando por el fin de la guerra. La petición de Elvis fue rápidamente aprovechada por el paranoico mandatario, quien luego hizo pública una foto en que ambos se dan un diplomático apretón de manos, tratando de identificarse con un joven patriótico no contaminado por el vicio de las drogas y que apoyaba abiertamente el esfuerzo bélico en Vietnam.

La curiosa película biográfica, basada en relatos de testigos presenciales y periodistas de la época, relata como Elvis –con su tradicional capa y bastón– entrega personalmente una carta a la Casa Blanca, escrita con su puño y letra, solicitando ese nombramiento directamente al presidente. Nixon se sorprende por la extraña petición, pero –astuto político al fin– lo recibe amablemente, se declara su admirador, se muestran fotos familiares y cuentan minucias personales, evocan juntos algunos trozos canciones en la oficina oval –entre ellas “A mi manera”–, todo ante el asombro y beneplácito del personal que escuchaba desde afuera de la oficina oval. Finalmente Nixon le concede el nombramiento como “funcionario antidrogas”, y al despedirse se tomaron la famosa foto que se dio a la publicidad, y que –según se dice– es el souvenir más solicitado por los visitantes a la residencia-museo de los Nixon en California. Así, por los avatares del destino, se reunieron por una hora el hombre más poderoso del mundo Occidental con el cantante más famoso del orbe, cada uno con su particular crisis existencial y buscando aprovechar la influencia del otro para sus propósitos. Nixon quería verse identificado con la juventud patriótica que no se oponía a la guerra, mientras que Elvis quería sentirse importante como un servidor de su patria, en busca de algo más satisfactorio que la fama que le daba su status de superestrella. Ese curioso encuentro no tuvo mayor trascendencia, pero al menos demostró como la política y la farándula se complementan y utilizan mutuamente a veces.

Algo similar había ocurrido también con su rival John F. Kennedy –a quien Nixon gustaba trasladar la culpa de la guerra de Vietnam– el cual se asoció con Frank Sinatra y lo utilizó para llegar a personajes de la mafia que pudieran realizar algún servicio “oficial”, como el de sabotear el régimen de Fidel Castro. Una década más tarde, la joven estrella Jane Fonda luchó con toda la fuerza de su célebre apellido contra la guerra de Vietnam, hasta tal punto que fue a Hanoi a mostrar su simpatía con los norvietnamitas, filmar un documental y ganarse así el título de “Hanoi Jane” que le dieron los conservadores y militaristas, y con el cual la llamaba el mismo Nixon. En un país dividido prácticamente en dos bandos por la controvertida guerra, la política se ha mezclado a menudo con el cine y se han realizado películas con tinte ideológico de ambos lados. Por ejemplo, es bien sabido que el legendario John Wayne, también ídolo de Nixon como Presley, fue un rabioso anticomunista que apoyaba sin titubeos la guerra de Vietnam, hasta el punto de realizar una película patriótica en pleno conflicto, “Las boinas verdes”, al estilo de las que se hicieron durante la Segunda Guerra Mundial para animar a las tropas, y que le generó fuertes críticas de la prensa liberal. Obviamente, después del humillante fracaso norteamericano, abundaron las cintas que condenaron la guerra de Vietnam, como “Regreso a casa”, “Nacido el cuatro de Julio” , “Full metal jacket” y “Pelotón”.

Aunque “Elvis se encuentra con Nixon” es un filme sin pretensiones, conserva una cierta fascinación por mostrar aspectos poco conocidos de un presidente impopular –que eventualmente tuvo que renunciar– y del más famoso cantante de rock de todos los tiempos, quien generara sin querer un culto a la personalidad como pocos artistas del siglo XX. Su imagen también propició una lucrativa industria de souvenirs relacionados con su persona, como sólo lo saben hacer los marketers norteamericanos, dedicados a alimentar las numerosas ansias consumistas del público ávido de identificarse con sus ídolos. La legión de imitadores de Elvis son otra prueba de esta manía, y se hacen convenciones y actos para revivir periódicamente la memoria de este singular cantante, que dominó toda una era de la música popular contemporánea, inaugurando y apuntalando hábilmente el ritmo musical más avasallador de todos los tiempos. Curiosamente, su hija se casó –y luego se divorció– con otro “rey”y el que es virtualmente su sucesor, el extravagante y talentoso Michael Jackson, quien –aunque alcanzó también una inusual celebridad y se le conoce como “el rey del Pop”– adolece también de muchos de sus hábitos, vicios y complejos. Incidentalmente, la fama de Jackson fue aprovechada por Bill Clinton en algunos actos proselitistas o celebraciones públicas, confirmando nuevamente que la farándula y la política son actividades algo parecidas en su intento de ganar y conservar la escurridiza popularidad.

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