El Yo
Es una verdad irrecusable: los profetas, los salvadores de todas las pelambres; o de todos los signos, quienes tienen ansias irredimibles de emanciparnos de no sé qué cosa, adolecen de «una enfermedad ilustre»: la maldición milenaria de los desvaríos del yo. La ansiedad yoica es una terrible enfermedad (apresúrome a decir incurable) del espíritu y quien la padece está condenado sisíficamente (léase en referencia al mito de Sísifo) a llevar esa piedra de la locura hasta la cima de sus propias frustraciones una y mil veces ad infinitum. El yo es una fata morgana, es decir un espejismo tan evanescente como las ilusiones que el mismo yo proyecta sobre nuestro frágil futuro.
La peste incurable que se abatió sobre nuestro país durante todo el siglo diez y nueve y gran parte del veinte bajo el nada sutil nombre de caudillismo, atestigua la anterior afirmación. Caudillos piromaniacos, incendiarios, como el General de «hombres libres» que deliraban enfebrecidamente por prenderle candela a cuanta ciudad se colocara a su trepidante paso «liberador», dejaron para la posteridad esa obsesión incurable de destruir los cimientos de una sociedad para comenzar a edificar todo desde el comienzo como si antes de ellos sólo hubiera existido el diluvio. Venezuela ha sido un terreno abonado para la proliferación de la lepra del yo. ¿Acaso no estuvo enfermo de yo el gran Benemérito, hombre de La Mulera, Juan Vicente Gómez, cuando se propuso gobernar hasta el fin de los tiempos sobre cementerios de sueños y utopías que rayaban el umbral de la quimera del hombre nuevo? Desde la idolatría enfermiza hacia Su Majestad, el Rey de España, pasando por los delirios napoleónicos de Bolívar, hasta llegar a los caudillos regionales del presente, la historia política venezolana no ha sido más que una sucesión interminable de culto a la personalidad.
Todos los Presidentes que han ocupado, legítima o ilegítimamente, el Palacio de Miraflores se han declarado fieles seguidores del más grande Quijote de América. De tal modo se han garantizado la continuidad inalterable de la horrenda mitocracia del culto idolátrico al Presidente de la República como el Big Brother ungido por la Divina Providencia para conducir al país hasta el estado de absoluta felicidad soñado por los Estadistas de todos los signos. El yo corroe las entrañas y descerebraliza a quienes se quedan prendados de sus falsas lucecitas y sus brillos de charol; eso lo sabe asaz bien la masa ignara, por naturaleza adulante. La masa tritura y engulle al yo más presumido de no dejarse tentar por las veleidades del yo en su estado redentor. Cuando las multitudes aclaman y estallan en vítores el yo individual se disuelve como «casabe en caldo caliente».
Por otra parte, la lisonja se adhiere al yo como la piel al cuerpo y no lo abandona sino cuando el yo comienza a dar muestras de inanición política; por ello se advierte que los adulantes y cortesanos, las hordas burocráticas palaciegas, no escatiman esfuerzos a la hora de abandonar la barca de la estulticia, los antiguos latinos denominaban el poder con el nombre de la navis estultifera, cuando ven que El Mandarín (José Antonio Ramos Sucre llama al gobernante así en un célebre poema) comienza a caer en desgracia. Desde que el primer pitecántropo se puso a reflexionar a las puertas de una caverna, la infernal y terrible lógica del poder se ha manifestado de acuerdo con los vaivenes dialécticos de las conveniencias caprichosas de ese azogue del espíritu llamado yo; y quien no quiera jugar este juego nada inocente puede decir: escóndete yo.