EL VAGO DE LA FAMILIA
El artista en toda familia se lleva todos los premios del rechazo. Viene a configurar la parte maldita. Especie de apestado al cual es necesario tener equidistante. Con ese brillo inconfundible en las pupilas de maniático a destiempo nunca es ejemplo de nada, pero sus primos médicos y abogados son paradigmas que abrillantan el orgullo y empinan el ego de la familia en pleno.
Escribir y pintar son actividades más próximas a la vagancia dominical que al trabajo circunspecto de quince y último. Los artistas tienen mucha mala prensa. En el seno familiar, sin prurito alguno, son etiquetados como vagos y aunque logren alcanzar status con su trabajo artístico, siempre serán unos enanos inmaduros.
Después de cumplir los doce años descubrí que leer, aparte de ser una actividad entretenida, me permitía adquirir herramientas para darle alguna densidad intelectual a mi espíritu. Como era lógico mis primeras lecturas fueron suplementos de historietas y novelitas vaqueras.
Con Marcial la Fuente Estefanía viajé al Lejano Oeste y cansado de la justicia impartida por un colt comprendí que la literatura en mayúscula esperaba por mí. Los clásicos me ganaron poco a poco para su bando y mi sosegado entorno familiar perdió todo aplomo y paciencia. Acostado por horas en el sofá de la sala
leí a Sthendal, Proust, Cervantes, Quevedo, Góngora, Voltaire, Borges, Kafka, Shandy, Schulz, Celine y los demás. Estaba abstraído del mundo real y sólo me interesaba el universo entretejido de palabras por la literatura. Mamá comenzó a perder su estabilizada serenidad. Por fin estalló. Me recriminaba a voz de cuello mi falta de entusiasmo, esa dejadez para colaborar con las tareas domésticas y mi desconsideración para hacer algo de utilidad. Ni hablar de la responsabilidad para con mis deberes escolares y aunque mis maestros, en el punto alto de la crispación, me recomendaban leer menos y estudiar más, nunca me di por enterado. Así, según mi madre, desperdicié algunos años de mi sonrosada adolescencia.
La cuestión no finalizaba aquí. Escribir es el paso siguiente luego de haber leído de manera profusa y desordenada. La situación era más o menos así: Luego de leer por horas salía a la calle con un aire desplanchado y una tez de cadáver exquisito. Me reunía con otros “vagos” como yo interesados sólo en arte y libros. En dichas reuniones nunca aprendí a escribir, pero si a beber/vivir lo leído. Entonces surgió la idea de editar una revista y ahí empezó todo.
Mi hermana mayor Miriam me obsequió una máquina de escribir portátil y enclaustrado todo el día en mi cuarto tecleaba sin parar. Para mi madre todo aquello era un nuevo ardid para evadir mis quehaceres diarios. A ella le habría gustado que en vez de la “escribidera” (así decía) me dedicara, con el mismo fervor, en licenciarme en una carrera. Su sentido práctico de la vida me tachaba de vago irremediable, pero su amor, de manera velada, toleraba (e incluso) alentaba mi perdición hacia esa ocupación sin futuro como lo es la escritura.
De ese estigma de vago me curó el escritor e historiador Calos Fisas, quien en una charla dijo: “Algunos críticos aseguran que trabajo e investigo mucho para escribir, pero en realidad soy un vago. Después que no he hecho nada lo que quiero es descansar”.
Con respecto a los libros no me he curado. Sigo leyendo y así como Don Quijote sólo quiero que lo leído tome por asalto la realidad y le proporcione algo de magia imaginativa, un poco de locura creativa. La realidad siempre es más estrecha, violenta y menos metafórica que la contenida en la literatura.
Hoy me considero un golfo de las letras. Un vago montaraz e irónico que hace lo que puede con las palabras. La vida es colorín y valla publicitaria, una telemierda de sangre y horror en horario estelar. La literatura es la vida hecha metáfora, es la vida convertida en un clásico colocado en la estantería del alma.