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El Quijote cuerdo

No está muy claro el cómo se conocieron Francisco de Miranda y Napoleón Bonaparte. Lo que sí parece indudable es que no se entendieron en absoluto. Miranda, al parecer, en su conversación con Bonaparte se limitó a responder a sus preguntas “en la medida exigida por la cortesía”, lo que indicaría que desconfió desde el primer momento de aquel corso, de pequeña estatura y enorme ambición, que escalaba posiciones en la medida en que la Revolución dejaba de ser Revolución para convertirse en simple reflujo, pero que sin embargo, al decir de muchos, llevó en las mochilas de sus soldados la idea fundamental de la libertad, y una menos evidente de igualdad, a buena parte de Europa, de Asia y hasta de África. Y ese germen viajó también a América, especialmente hacia la América española, aunque en la América española parecería haber nacido mucho antes. En Venezuela en las rebeliones de los Comuneros, o en la de Juan Francisco de León, por no hablar de tiempos casi prehistóricos, como el de aquel del alzamiento de los negros esclavos de Buría, a no ser por las manías monárquicas y hasta aristocráticas de Miguel y su esposa Guiomar.
En esos días de relativa calma, en los que Miranda volvía a ver la luz del sol, mientras se dedicaba a la política francesa y conversaba cómodamente con Napoleón Bonaparte, debe haber recibido noticias de lo que en aquellas tierras luminosas y oscuras, no lejanas a la pequeña y bella ciudad de los vientos y las dunas y las selvas y los ríos, la Santa Ana de Coro que fue la primera capital de la provincia de Venezuela, había ocurrido, que bien podría ser el primer milagro de los milagros que él deseaba. Ocurrió que un tal José Leonardo Chirino, hijo de un esclavo, pero hombre libre porque su madre era india, nacido en fecha incierta en la población de Curimagua, en las montañas que forman la Sierra de Coro, como empleado de un comer¬ciante de la zona, viajó a la isla de Santo Domingo y estuvo en el lado francés, Haití y, enterado de lo que allí se había vivido, decidió hacer en su tierra lo mismo que se había hecho allá, por lo que se alzó el 10 de mayo de 1795 y proclamó la “Ley de los Franceses”, que era la Revolución. Pero no consiguió casi ningún apoyo y fue traicionado y entregado por su misma gente. El 10 de diciembre fue ejecutado y descuartizado, como ejemplo terrible e inútil para los que estuviesen pensando en otra revolución. En varios puntos se exhibieron como trofeos de terror sus manos y su cabeza, que llevaba en la boca una mueca indefinible.
En cuanto a la versión del otro lado, es decir, del corso, tampoco revela la más mínima empatía, o simpatía, entre ambos, aunque en su versión no hay ningún rechazo hacia Miranda, sino más bien curiosidad y un juicio muy contradictorio. Cuenta la duquesa de Abrantes que Napoleón, luego de conocer al caraqueño, habría contado que había comido “en casa de un hombre singular; le creo espía de la corte de España y de Inglaterra al mismo tiempo. Vive en un piso tercero y está instalado como un sátrapa; se queja de miseria en medio de eso y luego da comidas hechas por Méot y servidas en vajilla de plata; cosa rara es esta que yo quisiera esclarecer. Allí he comido con hombres de la mayor importancia; hay uno de ellos a quien me agradaría volver a ver: es un Don Quijote, con la diferencia de que éste no está loco. (…) Es el general Miranda; este hombre tiene fuego sagrado en el alma”.
Aunque en esas palabras hay un claro elemento de admiración hacia el caraqueño, hablar de un Don Quijote cuerdo es desconocer el Quijote, cuya esencia es la locura. Y comparar al Miranda de aquellos días con Don Quijote tiene visos de disparate. Don Quijote actuaba llevado por la demencia, confundía la realidad con la fantasía, embestía molinos de viento creyéndolos gigantes, atacaba un rebaño de animales domésticos en la creencia de que era un ejército, y en un burdel creía que estaba en un palacio. Don Francisco, en realidad, nunca fue quijotesco sino –quizás– al final de su vida, cuando la tiniebla ya le había afectado el seso. Antes de eso no era otra cosa que un liberal que se propuso independizar la América española porque sabía que el gobierno madrileño no tenía interés en la felicidad de sus pueblos. Quería convertir aquella parte del Nuevo Mundo en una inmensa nación, administrada con prudencia y sabiduría, y capaz, como lo sería después la nación norteamericana, de competir favorablemente con las potencias europeas. No hay nada de locura en ello. Francisco de Miranda fue un soñador, pero nada de soñador, o muy poco, hay en Don Quijote de la Mancha. El inmenso personaje de don Miguel de Cervantes es un hombre de acción, de acciones mal orientadas por una esquizofrenia tan galopante como él mismo, pero acciones al fin, en tanto que Miranda no pudo ser jamás un hombre de acción, lo que quedó demostrado cuando sirvió en Francia y cuando vivió el prólogo de su muerte en Venezuela. Don Francisco fue siempre un hombre de ideas, capaz de inventar un mundo nuevo, en tanto que don Quijote en realidad las tenía muy pocas, y sólo inventó los disparates que su mente enferma le hacían creer. Don Quijote es un realista de la irrealidad. Don Francisco terminó siendo un irrealista vencido por la realidad. De manera que la comparación de Bonaparte lo único que revela es una gran superficialidad, y muy posiblemente un gran desprecio por la América humana.
Miranda volvió a encontrarse con Bonaparte en más de una ocasión. Una de las que está perfectamente documentada fue en casa de Madame Permon, en donde el corso se explayó hablando mal de Inglaterra y de los ingleses, pero también creyó Miranda descubrir en él tendencias que los acercaban, como la creencia de que era indispensable aplicar medidas enérgicas “que eran las únicas que podían salvar a la Convención”. Y poco después el caraqueño invitó al corso a comer en su casa, que por lujosa le llamó la atención al invitado. No debía ser esa la forma de vivir de un Quijote, debe haber pensado. “Advertí en él –cuenta Miranda–, un aire de asombro al ver el aspecto de lujo de que yo gustaba rodearme”.
Ocurrió entonces algo extraño en la vida de Miranda, que llegó a creer que sería designado en el cargo de Cónsul, de “uno de los dos cónsules que de acuerdo con el parecer de mucha gente, debían ser puestos a la cabeza del nuevo gobierno” (Parra Pérez). ¿Podía, ciertamente, el extranjero Miranda, que ni siquiera hablaba a la perfección el francés, creer que lo iban a poner a la cabeza del gobierno de Francia? Lo más posible es que se trate de un error, hasta de un error de identidad. En todo caso, el movimiento del que podía salir la designación de dos Cónsules, fracasó. Pero Miranda sí estaba metido en la tormenta de la política, otra vez tratando de ser, inútilmente, hombre de acción. Se veía venir una auténtica reacción de los realistas, que organizaron manifestaciones y fiestas. Pareció llegar el tiempo de Paul de Barras, en cuya casa Napoleón conoció a Josefina. El 26 de octubre de 1795, que en el calendario revolucionario se identificaba como el 4 Brumario del año IV, la famosa Convención se declaró terminada y el Directorio asumió el poder. La nueva Constitución estableció un sistema bicameral, por un lado el Consejo de los Ancianos y por el otro el Consejo de los Quinientos. Pero había más: el país entero estaba cansado del desorden y de la sangre y de la anarquía, y sin duda buscaba el inevitable “hombre fuerte”, que debía ser un hombre de acción.
Y si había en aquel momento en Francia un verdadero hombre de acción, era Napoleón Bonaparte, que no tenía nada de Quijote, ni de loco. Pero sí una ambición oceánica, inmensa, desproporcionada, capaz de envolver por completo una montaña colosal que posiblemente casi nadie conociese entonces en Francia, y que tiempo después fue bautizada por los europeos con el apellido del explorador George Everest. Y el camino que se ofrecía a sus pequeños pies estaba limpio: sin proponérselo, se lo estaban barriendo Barras y el Directorio.
Entonces, de nuevo, se activó la famosa “jetta” del frustrado revolucionario. De nuevo Miranda debe ir a la sombra. De nuevo lo busca la policía, de nuevo lo persigue la mala suerte que él cultiva con ardor. La Convención, lo recuerda Barras en sus Memorias, ordena la prisión de varios peligrosos delincuentes políticos, “autores de los tumultos que habían estado a punto de ser funestos para la República”, y el quinto de ellos era Francisco de Miranda. Otros son: Servan, antiguo ministro de Guerra, Jean Stanislas Rovere, ex presidente de la Convención, Jean Baptiste Saladin, también exconvencionista y al final realista, un tal Lhomond y otro tal Aubry. A todos se les acusa de querer restaurar la monarquía, lo cual no parece ser cierto en el caso de Miranda, que nuevamente escribe una carta, dirigida a los diputados del Consejo de los Quinientos, el 28 de octubre de 1795, en la que nuevamente protesta contra el abuso que se ha cometido en su contra y exige que se le envíe a un tribunal para reivindicar su honor. El 26 de noviembre el Directorio decreta su arresto. Va y viene, como un barquichuelo en mar bravía. Su historia de prisionero, libre, prófugo, perseguido, encerrado, se hace hasta fastidiosa. Hasta que en abril del 96 el propio Directorio decide que no hay causa en su contra. Delfina, la amante de turno, lo busca en las sombras y lo encuentra en las luces. A fines del 97 como que esa relación se quiebra también.
Ese año, el incorregible buscador de oro político, don Francisco de Miranda parece volver la vista de nuevo hacia Estados Unidos. Su vida, después de convertirse en un azar, parece imitar a un tiovivo. Gira y gira sin separarse del suelo. Y está allí cuando se produce el golpe de Estado que lleva a Napoleón Bonaparte al poder. El general, al principio hasta vacilante, pero luego firme y con la ayuda de su hermano, se convierte en el hombre fuerte que el país buscaba con desesperación. Los partidarios del viejo régimen esperan, y los del no tan viejo, pero caído, se dispersan. Centenares son deportados, centenares son hechos prisioneros. A Miranda, simplemente, se le ordena que se vaya de Francia. Su fiesta parisina, que fue un fiasco, va a terminar.

Capítulos Publicados de “En los días de Miranda»:

Obertura (para orquesta de soñadores)
El valle del Edén
El vuelo de los canarios
Un canario que cantaba los versos del Niño Dios
El canario enjaulado
El joven canario que dejó su nido
Cambio de nombre, cambio de rumbo
Los primeros vuelos de un canario criollo
Las tribulaciones de un canario criollo en tierra y agua
Cuando el canario criollo tuvo que huir de los búhos
Un criollo en la corte del rey yankee
Un americano universal en la corte del Rey Artús
El trotamundos
Haroldo en Italia
Miranda en Rusia
El espía que vino del hielo
Detestable nación
Y Esculapio se hizo mujer
Las guerras del porvenir
De Peón Cuatro Rey a Jaque Pastor
Nuevo cambio de rumbo
La aventura del azar
El triunfo, la gloria y el barranco
El juego de los demonios risueños
Las alegres garras de la muerte
La guillotina frustrada
El soldado de Cristo
El Quijote cuerdo

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