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El norte es una quimera

“El norte es una quimera” es un merengue venezolano de Luis Fragachán. Su letra tiene mucho del humor caraqueño y se dice que fue una burla del autor al músico Lorenzo Herrera, que se fue a vivir a New York y regresó a Venezuela después de haber fracasado en su intento por conseguir una vida mejor, que se le escapa porque en New York no “hay chicha ni empanadas de cazón”, y asegura que “todo el que va a Nueva York / se pone tan embustero / que si allá lavaba platos / dice aquí que era platero”. Miranda no debe haber sido el primer venezolano en viajar a New York, pero sí el más ilustre. No fue directo de Caracas a New York, sino que entre su salida de Caracas y su llegada New York “en busca de una quimera” medió un mundo de viajes, cultura y relaciones que lo convirtió en uno de los personajes más importantes de la gran ciudad.
Era el 9 de noviembre de 1805, cuando entre brumas, viento y frío, llegó a New York el ilustre viajero caraqueño. Era la segunda vez que cruzaba el océano de Este a Oeste. La segunda, también, en que caminaba por las calles de esa ciudad. La segunda que navegaba hacia los atardeceres. Y la primera que viajaba hacia su propio atardecer.
Al llegar, dejó atrás el descanso obligado del buque. Hizo un esfuerzo por olvidar los interminables ratos de aburrimiento disimulados con lecturas y conversaciones insulsas, y entró de nuevo en su mundo de esperanzas. Su primer contacto en New York fue el antiguo representante diplomático de Estados Unidos en Inglaterra, Rufus King, para quien traía una carta de Vansittart. La carta, sin duda, era para tener mejor entrada en los círculos políticos más altos de Norteamérica. King era su amigo y abiertamente su partidario, de modo que no necesitaba presentación. De inmediato, con la ayuda de King, Miranda empezó a moverse en los círculos de la alta política norteamericana, entre ellos el de la propia Presidencia, que en esos momentos era ejercida por Thomas Jefferson. Y también en el de la Secretaría de Estado, que manejaba las relaciones exteriores del país y estaba a cargo de James Madison, otro de los padres fundadores de la nación.
También hizo contacto, de paso por Filadelfia, con Aaron Burr, el vicepresidente, y quizás el antepasado espiritual directo de Richard Nixon, que fue su epígono en aquello del juego sucio y la vida truculenta. Burr, capo en aquellos días de la ciudad de New York, fue el que mató a Alexander Hamilton en un duelo, en el que Hamilton disparó al aire, en tanto que Burr no. Fue acusado de asesinato y debió escapar, pero cuando Miranda llegó a los Estados Unidos ya había regresado a ejercer la Vicepresidencia del país. Manuel Gálvez habla de un proyecto de Burr de convertir a Texas en Imperio, pero en realidad el proyecto de Burr era mucho más ambicioso, pues no involucraba sólo a Texas, que entonces era parte de México, sino a todo México, Florida, Louisiana y “los estados transapalachanos”, lo cual significaba cercenar a los Estados Unidos, robarle Florida y Lousiana, arrebatarle México, que entonces comprendía hasta el norte de California, a España, y con todos esos inmensos territorios formar un imperio. Obviamente eso no tenía relación alguna con los planes de Miranda, sino todo lo contrario. Burr, que nació en Newark, en New Jersey, en 1756, fue juzgado por traición a la patria debido a ese plan, y absuelto, no porque no se le encontrara culpable, sino por un tecnicismo legal (sólo había sido denunciado por un testigo y la ley requería dos). Había servido en la guerra de independencia bajo las órdenes de Benedict Arnold, el prototipo mayor de traidor a la patria en los Estados Unidos, y algo debe haberle quedado de aquel “maestro”. A pesar de su poder político, que tenía mucho de cacicazgo y de lo que después se conoció como gansteril, Burr terminó arruinado, convertido en un abogado de tercera clase que murió en New York, en 1836. Cuando terminó su vida, casi nadie se acordaba de que había existido. Y los pocos que lo recordaban, lo recordaban con desprecio. Es evidente que aquel camino no llevaba a ninguna parte.
En realidad ningún camino llevaba a parte alguna, pero eso no podía saberlo Miranda en aquel invierno en el que empezó, con su entusiasmo y su tenacidad de siempre, a buscar la ayuda del gobierno norteamericano para su gran empresa.
Pero el optimista don Francisco tenía razones para sentirse entusiasmado: apenas tenía un día en Washington en aquel diciembre de 1805 cuando lo recibió “no obstante que estaba despachando con sus Ministros” en propio presidente Jefferson, que desde el 5 de diciembre tenía en su poder la carta de Vansittart a Madison, el secretario de Estado, que había servido de plataforma Miranda para sus gestiones. Thomas Jefferson era unos siete años mayor que Miranda. Nació el 13 de abril de 1743 en Virginia. En 1767 se hizo abogado, y pronto se dedicó a la política, y, sobre todo, se distinguió entre los partidarios de la independencia norteamericana. Fue gobernador de Virginia entre 1779 y 1881. En 1784 acompañó a Benjamín Franklin a Francia, y en 1785 lo sustituyó como embajador de los Estados Unidos. En 1789 regresó a Estados Unidos a dedicarse a la política. Fue secretario de Estado de George Washington. Enfrentado a Alexander Hamilton, que fundó el partido Federalista, que entre otras cosas simpatizó con la Revolución francesa, Jefferson se puso al frente del partido Democrático-Republicano, que rechazaba la Revolución. En 1796 enfrentó a John Adams (federalista) y fue derrotado, pero quedó como vicepresidente, y en 1800 fue elegido presidente. Propició una política de austeridad y de igualdad y le tocó inaugurar la nueva capital de la nación, Washington. Durante su período, Estados Unidos compró Louisiana. En 1809, cuando James Madison fue electo presidente, Jefferson se retiró de la política. Se dedicó a la creación de la Universidad de Virginia y se estableció en Monticello, una hermosa propiedad con una casa extraordinaria diseñada hasta en sus detalles más pequeños por el propio Jefferson. Una construcción muy bella, que hoy es un museo. Jefferson, una de las personalidades más atractivas de su época, murió en 1826, por cierto, el 4 de julio, en Monticello.
Instantes después de haber visto y saludado al presidente, Miranda fue recibido por el secretario de Estado, James Madison, el que sería el sucesor de Jefferson en la presidencia de los Estados Unidos. Madison era casi contemporáneo de Miranda (nació el 16 de marzo de 1751, en Port Conway, Virginia, hijo de ricos terratenientes). Desde muy joven se dedicó a la idea de la independencia, y también fue uno de los padres de la patria norteamericana. Partidario de la libertad de cultos y de las libertades de palabra y de opinión, fue también antiesclavista, en fin, un hombre de avanzada en su tiempo. Durante su mandato estados unidos estuvo en guerra con Inglaterra. Murió el 28 de junio de 1836. Ese era el hombre que el 12 de diciembre de 1805 recibió en su despacho al venezolano, que le pidió, según sus propias palabras, que los Estados Unidos dieran su consentimiento tácito a lo que el venezolano pensaba llevar adelante, o que, por lo menos “se haga la vista gorda”. Por sus tendencias y su pensamiento, es evidente que Madison tenía que sentir simpatía por la empresa que se proponía llevar a cabo el criollo, pero, a la vez, su posición en la administración lo ataba de manos. Estados Unidos no estaba en conflicto con España, y la administración Jefferson hacía todo lo posible por evitar un conflicto con Francia, que tenía intereses en España. A la vez, a Madison no le habría gustado que los ingleses se aprovecharan de aquel plan para ponerse en algún territorio hispanoamericano. Lo más cercano a la aprobación a que podía llegar el gobierno norteamericano era no intervenir, apoyándose en que se trataba de una iniciativa de particulares, sobre la cual el poder público no tenía jurisdicción. Al día siguiente, que era viernes 13, Miranda volvió a entrevistarse con Madison y cenó con el presidente Jefferson. Era una cena privada y se entendieron muy bien. Ambos eran lectores omnívoros e interesados por todo lo humano. Ambos eran profundamente humanos.
Aprovechó Miranda su tiempo en Washington para conversar con varios hombres muy valiosos y, de paso, para visitar la biblioteca y varios sitios importantes de la recién nacida ciudad capital, entre ellos la tumba de Washington.
La luz del Nuevo Mundo entraba de nuevo en su alma y lo llenaba de esperanzas. Aquellos hombres poderosos de la nueva democracia lo ayudaban en su rápido camino hacia la gloria. El porvenir estaba allí. Apenas un paso. Un paso que pronto podría dar. Pero que en realidad nunca dio, porque su norte era una quimera.

Capítulos Publicados de “En los días de Miranda»:

Obertura (para orquesta de soñadores)
El valle del Edén
El vuelo de los canarios
Un canario que cantaba los versos del Niño Dios
El canario enjaulado
El joven canario que dejó su nido
Cambio de nombre, cambio de rumbo
Los primeros vuelos de un canario criollo
Las tribulaciones de un canario criollo en tierra y agua
Cuando el canario criollo tuvo que huir de los búhos
Un criollo en la corte del rey yankee
Un americano universal en la corte del Rey Artús
El trotamundos
Haroldo en Italia
Miranda en Rusia
El espía que vino del hielo
Detestable nación
Y Esculapio se hizo mujer
Las guerras del porvenir
De Peón Cuatro Rey a Jaque Pastor
Nuevo cambio de rumbo
La aventura del azar
El triunfo, la gloria y el barranco
El juego de los demonios risueños
Las alegres garras de la muerte
La guillotina frustrada
El soldado de Cristo
El Quijote cuerdo
Fin de fiesta
London bridge is falling down
The Adams Papers
Tour de France
Los vapores de la fantasía
El norte es una quimera

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