El Luchador
(%=Image(6879536,»L»)%) Thomas Mann, quien le dio un sentido de proeza a la condición humana, afirmó en una oportunidad lo siguiente: «Casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad corporal, del vicio, de la pasión». Ésto, a propósito de la proeza del amor y el vano intento de llenar su ausencia, encarnada en el personaje del filme “
(%=Link(«http://www.youtube.com/watch?v=61-GFxjTyV0 «,»The Wrestler»)%)”, Randy Robinson, a quien apodaban “El Carnero” o “El Ariete”, un perturbado luchador que en los últimos días de su carrera en el espectáculo de la lucha libre intenta sobrevivir al pesado fardo de sus fracasos emocionales, buscando la redención a través de la recuperación del amor. En medio del deterioro físico, debido a una vida desordenada y disoluta, y luego de un infarto, le viene el insight y con éste la conciencia de su vacío, de su incapacidad de amar y ser amado. Un gigante torpe e ingenuo que no se da cuenta de lo absurdo y cínico de su propia situación pues es él quien se ha abandonado a sí mismo, al abandonar a los otros. Escenas que parecen los predicados que escribiera una vez Erica Jong: “¿Quiere usted que yo le diga algo realmente perturbador? El amor es todo esto que usted ha destrozado para poder ser”. Eso es lo que hace que este luchador (Mikey Rourke) comience, aunque tarde, el camino de la construcción del amor, de la búsqueda de una morada en los otros donde amparar el miedo existencial que le produce su inmensa soledad y la conciencia del tiempo.
En “Tierra baldía” (The Waste Land), T. S. Elliot exclama: «Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo». Ese horror vacui lo siente Randy El Carnero en carne viva. Es un flagelante de apariencia temible gracias al consumo de esteroides, que durante años de recibir golpes ha hecho de su cuerpo un saco de escombros, un doloroso despojo. Este ogro que porta una prótesis auditiva en la oreja izquierda, este Frankestein del espectáculo logra humanizarse a través del dolor infligido a su cuerpo. Al decir de Ignacio Molina (Disorder Magazine) en su excelente crítica, “Un luchador, que vive gracias al recuerdo de un pasado glorioso, y al que el presente se le hace cada vez más trágico e insostenible por ya no ser el mismo de antes. Un ser que sigue viviendo sólo por y del cariño de sus fans. Un ser disociado junguianamente entre Persona y Sombra”.
Pero del miedo también nace la rebelión. Para ser uno mismo en un mundo que trata de hacer otra cosa de uno, no se debe parar de pelear. La victoria es rehusarse a parar de pelear, arriesgándolo todo, hasta la vida misma. Esta sería una de las lecturas que se desprende de este interesante filme de Darren Aronofsky: “The Wrestler”, ganadora del León de Oro a la mejor película en el pasado Festival de Venecia, basada en la vida de Robin Ramzinski, apodado el “Carnero” Robinson, emperador de la lucha libre estadounidense, amo del cuadrilátero. En los 80’s sus batallas contra “Brian Hazard” o su clásico rival, el “Ayatollah”, provocaban el éxtasis y la devoción en los fanáticos del wrestler.
“La lucha libre no se define a sí misma como un deporte, sino como un entretenimiento, nos dice Ezequiel Fernández M. (La Nación, Argentina), un entretenimiento para toda la familia, como se lo presenta hoy en casi todo el mundo. Una competencia con atletas de gran fuerza y técnica depurada que fingen fiereza y sangre y cuyos resultados, se sabe, se pactan de antemano. Pero no todo es ficción. Los golpes duelen realmente, las drogas dejan consecuencias y el ídolo, obligado al sacrificio, se autodestruye”.
Podríamos por igual hacer una analogía entre Randy the Ram y el pequeño ego inflado por la ilusión que crea en nosotros la sociedad del espectáculo, este mundo descarnado e invertido donde la apariencia es lo real en medio de un autismo generalizado. Como lo expresó Guy Debord, “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizadas a través de imágenes”.
Cuando la vida cotidiana es sometida por el espectáculo generalizado que impone la sociedad, se pierde la facultad de encuentro y se reemplaza por una falsa conciencia del encuentro, por una ilusión del encuentro. El Carnero, por las noches visita un club de striptease dónde busca con frecuencia a la que es su única interlocutora, una stripper madura llamada Cassidy (Marisa Tommie) quien es tal vez lo más cercano a lo que el entiende como amor. «No quiero estar solo» es lo único que logra balbucearle a cada momento. Pero la stripper no le vende su cuerpo e intenta iniciar un acercamiento buscando sostener una relación real, en el mundo real, no alrededor del tubo donde se contorsiona desnuda por las noches, pero Randy la deja, herido en su orgullo.
Antes de lo que será su última pelea, Cassidy se le aparece por sorpresa e intenta convencer a Randy de que no luche debido a su débil corazón, expresándole su amor. Pero ya es tarde, Randy siente que el mundo real no se preocupa por él, que su único lugar es el ring y que su familia son sus fans. «El único lugar donde puedo salir herido es afuera del ring», es lo único que le responde.
Durante el combate, su corazón se resiente pero continua luchando contra un poderoso rival y contra su propio dolor, con una mano apretándose el pecho, sube penosamente a una de las esquinas del ring para hacer su característico salto y golpe final, el «Ram Jam». En la última toma saluda a los fans que corean su nombre enloquecidos, salta por el aire desde lo alto de las cuerdas, en ese momento la imagen se funde a negro.