El espejo infinito
(%=Image(9082824,»L»)%) Creo alguna vez haber leído que el pintor malagueño, Pablo Picasso, le dijo medio en broma a uno de sus amigos, que la obra de un pintor no era tan importante como su leyenda pues, según él, el mundo está rebosando de obras maestras, y hacen faltan más vidas o mitos que nos inspiren, que espoleen nuestra imaginación y nos forcen a levantar el pincel. Esta idea que, desde que la leí o la escuché, ha estado, vaga y confusamente, rondando mi imaginación, ha cogido forma estos últimos días de invierno, en los que he estado repasando mentalmente una interesante y rigurosa biografía que leí hace poco, escrita por el ensayista y novelista, Serge Bramly, sobre una de los más enigmáticos hombres de la historia de la humanidad: el, entre otras cosas, pintor, arquitecto, músico, ingeniero, escultor y figura emblemática del Renacimiento italiano, Leonardo da Vinci.
Que yo sepa, no existe en más de dosmil años de ficción una figura tan extravagante e inspiradora como ésta (ni siquiera el Quijote), cuya personalidad encierre tantas facetas, sorpresas y contradicciones. Incitante, misteriosa, rica en anécdotas y espectaculares ambiciones, su vida es un monumento a la curiosidad humana, un mito que petrifica en el tiempo ese entusiasmo vital que Pasteur definió como el “Dios interior que conduce a todo”. Es difícil, después de leer esta biografía, no ponerse a aprender algo nuevo, pues cada capítulo es un estimulante letal, una ventolera que sacude los adormecidos instintos creativos, y empuja al lector a ser de nuevo curioso.
Es su enorme curiosidad, su deseo inagotable de aprender y de penetrar los secretos de la naturaleza y el hombre, la clave de la vitalidad de Leonardo, lo que lo llevó a embarcar las más disparatadas empresas, y a husmear en las infinitas divisiones y subdivisiones del conocimiento, desde la geología a las matemáticas, desde la balística y la hidráulica a la anatomía y la botánica y la pintura. Como si dispusiera de la eternidad, abordó, con una confidencia y facilidad envidiables, las distintas esferas del saber, asociándolas, entremezclándolas, y haciendo, en cada una de ellas, innovaciones y descubrimientos de indiscutible modernidad. Pues, como lo señala el señor Bramly en su libro, lo que más valoraba Leonardo era la invención (su palabra favorita), la creatividad, el pensamiento crítico, muy por encima de la cultura, a la que consideraba no un producto de la inteligencia sino de la memoria. Esto no significa, desde luego, que fuese un hombre inculto. Como auténtico creador que era, leyó mucho, estudió minuciosamente las obras de sus antepasados y contemporáneos, pero lo hizo siempre con una actitud crítica, introduciendo mejoras, atajando y suprimiendo lo que él consideraba fallas técnicas, utilizándolas más como puntos de partida que como modelos a imitar. Serge Bramly, en una de esas comunes y fascinantes digresiones anecdóticas que, para fortuna del lector, parecen escurrírseles en sus fastidiosos pasajes históricos, cuenta que, con relativa frecuencia, Leonardo copiaba, palabra por palabra, textos que admiraba. Sin embargo, mientras lo hacía no podía resistir la tentación de mejorar lo que copiaba, y comenzaba a introducir correcciones y mejoras en el cuaderno donde hacía la reproducción.
Ese esfuerzo, siempre frustrado, de mejorar lo inmejorable, de alcanzar la belleza absoluta, de inmovilizar en la tela la furtiva y compleja realidad es lo que, según algunos historiadores, llevó a Leonardo a dejar inacabados numerosos proyectos, entre ellos, obras tan importantes como la Adoración de los Magos y la Batalla de Anghiari. Alegan que, después de pasar siglos en una obra, Leonardo caía en cuenta de que su mano no iba a poder transponer al lienzo la perfección diseñada en su mente, que se frustraba porque no tenía el talento para incrustar en la realidad el mundo imaginado. Yo considero ese argumento certero pero algo simplista, ya que Leonardo debía saber de antemano que nunca iba a alcanzar la perfección, que a lo máximo que podía aspirar él, o cualquier otro artista, era a tratar de acercársele. En mi opinión, la razón fundamental detrás de este gran número de obras inacabadas es la siguiente: a Leonardo le tomaba tanto tiempo imaginar, planificar y ejecutar una obra que, a los seis o siete meses de trabajo, su visión y técnica habían evolucionado, o simplemente cambiado tanto, que la obra dejaba de interesarle, su arquitectura le parecía arcaica, o su técnica defectuosa, o sus cráteres irreparables, y antes de perder más tiempo en ésta, prefería embarcarse en otro proyecto, al que iba a poder aplicar, desde el principio, todo lo que había aprendido en ese tiempo. Esto explica su aparente inconstancia y caprichosidad, y ese falso mito de su escasa prolijidad. Digo “falso” porque, al igual que Bramly, pienso que el hecho de que su obra artística no sea comparable en tamaño a la de un Mozart, un Balzac, un Rubens o un Picasso, no significa en lo absoluto que fuese poco prólijo e inconstante. Al contrario: a juzgar por la miriada de cuadernos que rellenó, los que constituyen una especie de diario de sus múltiples actividades y obsesiones, a Leonardo se le puede acusar de todo menos de poco prólijo.
No puede negarse, sin embargo, que detrás de esta figura enérgica, generadora, como pocas, de tan desmesurada efervescencia creadora, se agazapaba un alma compleja, obsesiva y contradictoria. Leonardo fue, al mismo tiempo, tenaz e inconstante, rebelde y obediente, utópico y práctico, activo y perezoso, un hombre de mundo y un solitario empedernido, que, según el señor Bramly, tuvo en su vida un solo acompañante: un niño tremendo, avaro, ladrón, que aparentemente adoptó a los treinta y nueve años, cuyo magnífico nombre da un matiz extraordinario a su leyenda: Salai. Con esa actitud volátil, común en los adolescentes y extraña en los adultos, Leonardo brincaba de un estudio riguroso y serio a un proyecto trivial. Podía, en cuestión de días, abandonar una obra del calibre de la Adoración de los Magos para hacer un extensivo catálogo de chistes, trucos de magia y anécdotas cómicas, o para fabricar, con hilachas de pescado muerto, peloticas pútridas y hediondas parecidas a las modernas stinkballs americanas. Podía, pese a haber sido un arduo defensor de la vida, deleitarse en el diseño de máquinas de destrucción (Leonardo prefiguró, entre otras cosas, el tanque y la ametralladora), e inclusive trabajar, como ingeniero militar, para uno de los tiranos más crueles del siglo XVI, el celebérrimo Cesare Borgia. Y, pese a que le gustaba rodearse de cosas bellas, y se adornaba con suntuosos trajes, y estimaba todo refinamiento de la vida, podía pasar meses estudiando, con una devoción casi enfermiza, rostros y cuerpos de gentes deformes y feas, que, como un detective, acechaba en cuchitriles pestilentes y humosos, y hospitales de mala muerte.
Ahora, así no lo parezca, al fondo de estas contradicciones yace un denominador común, un cabo que las conecta a todas, y nos permite más o menos dilucidar su enigmática personalidad. Este cabo, este motivo constante que está presente en todo lo que dice, escribe o hace, es su enorme capacidad de asombro, esa curiosidad infantil que lo impulsó a emprender todo tipo de empresas, desde las más triviales y elementales, hasta esos alocados proyectos ya hartos conocidos que, aún hoy, en lo que es quizá el pináculo de la era tecnológica, nos parecen medio disparatados, y hasta nos enternecen por sus tintes quijotescos. Todavía, varios días después de haber leído el libro, se me pone la piel de gallina cuando, caminando por una calle o esperando el autobús, trato de visualizar mentalmente ese incidente que, según Bramly, pudo o no pudo haber ocurrido (yo creo que sí ocurrió): encaramado en el techo de una catedral, con una especie de papagayo amarrado a la espalda, Leonardo se coloca en el borde, ve abajo la plazoleta, y se prepara para hacer realidad ese sueño perenne que el hombre no alcanzaría hasta cuatro siglos después: volar.
Este sueño que, al igual que la vejez, el agua, la belleza y tantos otros temas, estuvo revoloteando por mucho tiempo en su mente, lo persiguió Leonardo con una mezcla de ingenuidad, confidencia, tenacidad, paciencia y locura. Dedicó meses, acaso años, a estudiar el vuelo de los pájaros, el despegue, la manera como cernían y giraban en el aire, como batían las alas en las distintas etapas del vuelo, los disecó para examinar su anatomía, y llegó a formular una simplista “teoría del vuelo”, y a diseñar una máquina parecida al avión (su famoso ornitottero) y otra al helicóptero. Pero, a pesar de sus extensivas investigaciones, no llegó ni siquiera cerca a hacer realidad su sueño. Y así como abandonó la Adoración de los Magos, la Batalla de Anghiari, y la estatua ecuestre de Francisco Sforza, un día dejó a un lado este proyecto, y apuntó en uno de sus cuadernos, como quien por fin saca la bandera blanca, esta frase desconsoladora: “Debido a su ambición el hombre querrá algún día elevarse por los aires, pero el peso excesivo de sus miembros no lo dejarán.” Esta frase, creo, es más que un reproche a su absurda pretensión de querer volar en esos tiempos de escasa tecnología. Es una reflexión acerca de su vida, sobre esa manía de imponerse metas inalcanzables que, al mismo tiempo, hicieron de él un genio y un fracasado. Pues, como bien lo señaló Freud en su célebre ensayo sobre el pintor, Leonardo, pese a sus talentos y habilidades inigualables, reunía todos los factores que imprimen en una persona el trágico estigma del fracasado: insatisfacción constante, reflexión obsesiva, indecisión e incapacidad para culminar los proyectos que emprendía.
Ya al final de su vida, sobrecogido por la idea de no haber logrado mucho, y de que el tiempo no le iba a alcanzar para mejorar y hacer todo lo que tenía planificado hacer, Leonardo trazó un dibujo maestro, ese famoso autoretrato de Turín (el que todos conocemos), en el que aparece viejo, con pelos y barbas canosos y largos, mirando no al espectador, como en los autoretratos de Rembrandt, Rubens, Velásquez y Van Gogh, sino hacia un lado. La expresión de su rostro es, al igual que la de la Mona Lisa, maravillosamente ambigua: ¿está triste? ¿desilusionado? ¿amargado por sus múltiples fracasos? o ¿es esa la expresión serena de un hombre sabio y fuerte, ya inmune a los altibajos de la vida? Según la leyenda, para dibujar el autoretrato Leonardo construyó un espejo octagonal que multiplicaba indefinidamente, desde casi todos los ángulos, la imagen del que se colocara en el centro. La técnica del espejo es, en mi opinión, una exquisita alusión a su vida. Como lo hizo con su rostro a través de ese espejo infinito, el célebre vinciano, admirado ante el maravilloso espectáculo del mundo, se empeñó en examinarlo desde todos los puntos de vista posibles, tratando así de penetrar sus mecanismos, singularidades y secretos. Sí, es verdad, fracasó. Pero, como insinuó Picasso con aquel comentario que mencioné arriba, este magnífico hombre nos dejó, en esta historia de esplendorosos fracasos, una fuente de inspiración que supera, por rato largo, a la que dejó en sus pinturas e inventos, pues es él, su vida, su leyenda, más que La última cena, o el David de Miguel Angel, o la Venus de Botticelli, la obra máxima del Renacimiento, y una de las más inspiradoras que yo conozca.