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El caso de Raymond Roussel

(%=Image(5228330,»R»)%)En la historia de la literatura abundan los escritores que han cruzado ese inquietante umbral de los espejos, metáfora tan manoseada aparte, es necesario admitir que la vida de algunos autores deja ver las costuras de su melodrama, de sus manías y vigilias creando monstruos a cada paso; vida con ribetes tan inverosímiles que en la mayoría de las ocasiones opaca su obra. Otras veces es la obra de ciertos escritores la cual se convierte en una patológica excentricidad, en una obra literaria limite en la que los defectos se yuxtaponen con los chispazos de insuperable genialidad. También sucede con frecuencia que vida y obra parecen traspapelarse en los abismos del exceso hasta convertir al autor en un museo el cual exhibe la miseria humana es su transparencia más descarnada.

El caso de Raymond Roussel colinda con lo onírico debido a que tanto su vida como su obra parecen machihembrarse a ese mundo blando del sueño. Su obra posee cierto toque de vigilia delirante, en tanto que su vida tiene modulaciones estrambóticas, vaivenes que coquetean con la locura.

Su patético fracaso como escritor despierta interés debido a ese demonio de persistencia interior que le obligaba a sobreestimar su talento como escritor. Ansiaba con ahínco el éxito como autor, pero sus libros no causaban ningún tipo de interés ni del público ni de la crítica especializada.

También llama la atención ese desmedido apremio de Roussel por ser reconocido y por convertirse en un triunfador en el mundo literario. Esta ansiedad de ser un connotado literato no era por avidez de lucro, ya que era un burgués con bienes de fortuna. Ni muchos menos para ganar posición social. Desde joven se precipitó en un éxtasis creador y se sintió abrasado por el fuego de la genialidad.

Luego de publicado su primer libro salió a la calle y esperaba que la gente se abalanzara sobre él para celebrarlo, pero nada. Era un transeúnte más perdido en la multitud. Aquella frase de Jonathan Swift le ajustaba a la perfección: “Cada vez que aparece un genio, todos los necios se conjuran contra él”. Se sintió un genio incomprendido. Lo necios no lo tomaban en cuenta. Una crisis nerviosa casi lo despacha hacia locura absoluta. En su época un exiguo número de escritores e intelectuales vieron en él a un creador literario sugestivo, para el grueso del público fue apenas otro autor más que se daba de bruces con la inmensa pared de su ego.

No quiso aceptar las evidencias de no ser un genio literato y adaptó sus novelas al teatro en esfuerzo de acercar su trabajo a un público más numeroso. No obstante toda esa empresa publicitaria sólo fue otra bufonada sin sentido. Su trabajo literario en el ámbito teatral no corrió tampoco con suerte y en vez de cosechar el aplauso que todo genio merece desató la controversia. El público pensaba que el autor se burlaba de ellos. Los seguidores de Roussel por su lado se enfrentaban a ese público que nada entendía. Roussel a todas luces más que un autor genial se fue convirtiendo poco a poco en un caso.

En su breve fascículo, con tintes autobiográficos, “Como escribí algunos libros míos”, redactado dos años antes de su fatal deceso en un lujoso hotel en Sicilia, busca describir las claves y métodos de su proceso creativo. Intenta explicar los artilugios empleados para escribir sus novelas y cuentos. En escasas treinta páginas explica que su técnica de escritura estaba basado en la combinación de palabras similares, pero con significados distintos. La combinación de dichas palabras le permitía obtener dos frases idénticas. Luego con dichas frases se disponía a redactar un cuento que se iniciara con una de las frases y terminara con la otra.

Debido a este método tan elaborado Roussel, estaba seguro que su obra poseía innegables puntos de contactos con lo genial. Esto de la genialidad la ha explicado el mismo escritor. A los 19 años la sombra emblemática de Víctor Hugo, estuvo dictándole durante meses sin descanso, día y noche, más de cinco mil versos que conformarían su primer libro, “La doublure”. El libro se editó el 10 de junio de 1897. Su aceptación de público fue nula. Esto resultó duro para el escritor y sus nervios colapsaron. El doctor Pierre Janet, quien lo trató durante esta crisis (y le llama en su informe Martial, nombre del personaje de la novela Locus Solus) escribió años más tardes: “Este hombre de cuarenta y cinco años posee una existencia bien singular. Vive solo, muy apartado, muy aislado, de una forma que parece considerablemente triste, pero que basta para llenarle de alegría puesto que trabaja casi constantemente. Trabaja de forma regular un determinado número de horas cada día, sin permitirse ninguna irregularidad, con un esfuerzo, y a menudo una gran fatiga en edificar grandes obras literarias. Sangro, dice, sobre cada frase. Estas obras literarias, de las que no voy a estudiar el valor, no han tenido hasta ahora prácticamente ningún éxito. No son leídas, si descartamos a algunos iniciados que se interesan, son consideradas insignificantes. Pero el autor conserva con respecto a ellas una curiosa actitud. No sólo continúa su trabajo con incansable perseverancia sino que tiene confianza absoluta e inquebrantable sobre su inconmensurable valor artístico. La confianza de un autor en el valor de sus obras y el aviso a la posteridad de la injusticia de sus contemporáneos son cosas naturales y en cierta manera legítimas, sin embargo, me parece que la convicción de Martial se presenta de una manera anormal”.

Esta anormalidad de situar su obra en un rango de genialidad absoluta y descubrir que para otros son textos sin valor alguno debió afectarlo síquicamente. Aunque su impronta de anormalidad estada como enraizada en su entorno familiar. Roussel nació en el seno de una familia con gran solvencia económica. Como hijo único tuvo todas las atenciones y prerrogativas que puede ofrecer una madre dominante y sobreprotectora. Era tal el celo de su madre que insistió que su hijo fuese sometido a un chequeo médico diario. Roussel jamás pudo separarse de ella. Viajaron juntos por muchos países. Madame Roussel en cada viaje llevaba consigo un ataúd costosísimo, como medida preventiva ante cualquier percance inesperado. Además si moría en tierras extrañas no quería ser colocada en una caja mortuoria corriente y vulgar.

Roussel no le fue a la saga a su madre en eso de tener hábitos algo caprichosos y excepcionales. Admiraba hasta el delirio los libros de Julio Verne. Escritor “que se había elevado, según su idea, a las cimas más altas que puede alcanzar el verbo humano”. En una oportunidad Julio Verne lo recibió en Amiens, lugar en el cual el joven Roussel prestaba el servicio militar. Para el escritor este encuentro fue inolvidable. Quizás del entrañable personaje Phileas Fogg adquirió su obsesión por el orden, la pulcritud y la puntualidad a tal extremo que se sentaba a la mesa para almorzar a las 12:30 y permanecía en ella hasta la 7:30 y así respetar el ritual de la comida y su deseo de tomar, sin interrupción, el almuerzo, la merienda y la cena.

Así mismo adquirió de Verne su afición por la construcción de maquinas reales e imaginarias. Construyó un vehículo de treinta pies de largo equipado con dormitorio, estudio, cuarto de baño y un cuarto para el servicio. En una oportunidad lo condujo a Roma y Mussolini fue a darle una mirada a tan versátil automóvil; incluso el Papa se acercó para inspeccionarlo quedando maravillado ante tan heterodoxa máquina.

A pesar de sus constantes viajes ninguno le sirvió de inspiración para escribir. Michel Leiris escribió que el mundo exterior jamás hizo mella en el universo que Roussel llevaba dentro y todos los países que visitó él ya los había visitado por adelantado con su frondosa imaginación”.

Tan lleno de manías como estaba no consintió nunca pasar por el bochorno de buscar editor. Siempre pagó buenas sumas para imprimir sus libros. Su homosexualidad discreta no le salvó de chulos y amantes sin escrúpulos que lo chantajearon sin sutileza alguna.

Ante la poca difusión que tuvieron sus libros decidió trasladarlos al teatro y contrató una compañía teatral para representarlas. Alquiló algunos teatros, pero apenas se iniciaba la representación el público asistente formaba un ensordecedor bullicio y todo termina en insulto, gritos, actrices corriendo despavoridas y actores tratando de campear el temporal con cierta altivez profesional. Marcel Duchamp escribe: “En 1911, asistí con Picabia y Apollinare en el Teatro Antoine a la representación de impresiones de África de Raymond Roussel. ¡Fue formidable!: En escena, había un maniquí y una serpiente que se movían muy poco, todo muy loco, muy insólito. No recuerdo mucho el texto. Lo que más me sorprendió fue el espectáculo en sí”.

Los Dadaístas y Surrealistas vieron en Roussel un precursor de sus postulados estéticos. Incluso André Bretón quiso que el escritor colaborara con textos para su revista, pero Roussel estaba ensimismado y confundido. Bretón escribe: “Le pedimos varias veces su colaboración, pero, por desgracia, no obtuvimos respuesta alguna”.

Si para los Surrealista aquellas representaciones teatrales eran un disparate absurdo digno de elogio para Roussel era una obra coherente, genial y luminosa o como él mismo lo contó a Pierre Janet: “Lo que escribía estaba rodeado de esplendor, cerraba las cortinas porque temía la menor fisura que hubiera dejado escapar los rayos luminosos que salían de mi pluma, quería retirar de un solo golpe la pantalla e iluminar el mundo permitir que estos papeles circularan hubiera sido como producir rayos de luz que habrían llegado hasta China, y la masa enfurecida se habría abalanzado sobre mi casa”.

Todavía no puedo entender ese empeño de Roussel de ser un escritor exitoso. De seguro quería ser considerando un escritor a la par de su admirado Verne. Trabajó con ahínco, pero el triunfo pareció rehuirle. Quiso ser un escritor en mayúscula y sólo llegó a ser una singularidad para contados adeptos. Su fracaso a la postre fue su patente de corso. Su obra literaria ha sido precursora de la literatura como puzzle, juego de espejos inspirando a escritores tan desiguales como Italo Calvino, Julio Cortázar, Michel Leiris, Raymond Queneau, Georges Perec entre otros. Sus libros tienen mucho de máquina lingüística, mucho de relojería léxical. Acaso si hubiese asumido la literatura con menos rigor no habría sufrido tanto. Escribió sólo por su desquiciada avidez de éxito y su conclusión al final coloca todo en perspectiva: “Sólo he conocido en mi vida la auténtica sensación de éxito cuando cantaba acompañándome al piano y sobre todo cuando hacía imitaciones de actores o personas conocidas. Al menos en estas ocasiones mi éxito era enorme y unánime”. La frase encierra cierta desolada resignación. Sin poder recuperarse de su rotundo descalabro como autor se convierte en una sombra. Viaja a Italia y su suicidio agrega el punto final a su vida peripatética, a su genio desencuadernado.

Escribir en muchas circunstancias es una tribulación, un carrusel de infortunios. El escritor hace todo lo posible por estar en ese lado del escribir bien, sin embargo el lector acechante e implacable tiene la última palabra. Una frase de Macedonio Fernández, escritor tan de espejo como Roussel, pero con una suspicacia taimada sobre la literatura, escribió: “Nos lastima mucho pensar en el destino de los que fueron universalmente señalados en el escribir bien—Quevedo, Poe, Cervantes, Sterne, hoy mismo Kafka, Rilke, Supervielle—, pues sabemos que alguien los esperaba, o los espera, en su casa, con un ceño y una ronquera terribles, si vienen del escribir mal”.

Los libros de Roussel pavimentaron el terreno de las posibilidades de la literatura más allá del escribir bien o mal, más allá del éxito o el fracaso. De la literatura como experiencia imaginativa irrepetible. Del escritor realizando malabares con las palabras. Roussel hizo lo que pudo a la hora de escribir y sus libros como Locus Solus e impresiones de África, son hoy por hoy un desván de objetos, banales o extravagantes, que bien valen un tanteo exploratorio.

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