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El Capitán Mantarray levó anclas

La guarida sigue siendo estando en el mismo lugar, casi secreto, y continúa contando con la fascinación de lo clandestino, pero ya no es lo mismo (aunque habrá que seguir frecuentándolo en homenaje a su dueño). El capitán Mantarraya navega ya por océanos etéreos. Quise reservar con él una de esas sesiones de comida con amigos que enveredan hasta la cena y la esposa de don Cutberto soltó de sopetón que había decidido no seguir luchando contra una enfermedad que se le vino encima, como si del ataque de una bestia marina desproporcionada se tratase. Así que ese hombre de talante juguetón, detrás de una seriedad sobria -hasta la hora de cerrar, en que se regalaba media docena de cervezas bien merecidas- bajó la cortina hace dos meses y levó anclas.

Su partida nos deja sumidos en una orfandad más, pese a ser del tipo de afectos pasajeros de cliente a restaurantero. Su establecimiento era una casa de comidas instalada en los bajos de su propia morada, en dos pequeñas habitaciones que miran a un patio con sabor marinero, rumbo a la cocina y al fragmento de muro desconchado donde descubrí la huella fantasmal de Matisse que más adelante detallaré en el “refrito” de una vieja crónica que viene como anillo al dedo para recordar al propietario de un sitio con duende.

El título de esta nota no se refiere a la última película (1969) que escribió, produjo, dirigió y protagonizó Tin-Tan, aunque nuestro personaje de hoy debe su apodo al original cómico mexicano que hizo de Acapulco su segunda patria. Don Cutberto, siendo niño, conoció y trató al ídolo nacional cuando filmaba alguna de sus producciones en el puerto. En homenaje a quien le puso el mote de “Capitán Mantarraya” bautizó así a una especie de club privado donde se recibe a conocidos, amigos y amigos de amigos, para ofrecer comilitonas célebres y deliciosas. Se trata de una casa para iniciados, gastronómicamente hablando, enclavada en una de las pendientes mitológicas de la ciudad, a pasos de la residencia que perteneció a Doña Lola Olmedo, desde donde Diego Rivera pintó algunos de los atardeceres más bellos de la pintura mexicana y en donde escribió un misterioso poema Carlos Pellicer.

La casa de Don Cutberto encierra también un misterio lúdico. Una tarde, comiendo en el pequeño patio de la modesta construcción enclavada en plena roca, distinguí unas figuras caprichosas. Se me vino a la mente la apreciación de Leonardo da Vinci para este tipo de “graffitis” de la naturaleza. Es bien sabido que en algunas partes del mundo hay gente que ha reconocido imágenes del santoral religioso cristiano en muros y paredes de calles, banquetas o estaciones de metro. La fe popular, que todos sabemos mueve montañas, ha convertido en lugares de culto a esos prodigios de la imaginación; humedades o materiales deslavados dibujan con precisión sorprendente elementos iconográficos que subyacen en el inconsciente colectivo. Un listillo puso a subasta en Internet un pedazo de pan con mostaza en que se manifestaba una imagen divina, según él. Y lo peor es que logró vender, a precios exorbitantes, el hallazgo esotérico. En mi caso no vislumbré ninguna imagen de la “Madona” sino varias figuras que podrían haber servido de bosquejo para los cuadros que sobre la danza mediterránea pintó Matisse. Las imágenes son producto de un corrimiento de cemento en una columna y prefiguran una pareja bailando una “Sardana”.

El “Capitán Mantarraya” tiene entonces un elemento de atracción adicional a su buena cocina para frecuentarlo. Le pedí al propietario que cuidara el “hallazgo” y ofrecí contribuir con una moldura que preserve el dibujo sobre la columna. Mientras observamos el antecedente Matissiano, asistimos al trajín de la cocina. El recinto es casero. De sus viajes por las islas del sur y los archipiélagos de Asía, don Cutberto se inspiró para elaborar Sushis deliciosos. Pero una cuestión fundamental en su cocina es el empleo del aceite de oliva. Es uno de los pocos restaurantes de mariscos en el puerto que utiliza este precioso líquido, mezcla de sabiduría mediterránea en salud y deleite. Como sabemos, el untuoso, denso y verde-dorado producto confiere una calidad mayor a lo que se guisa o se fríe. El aceite virgen, el que sale de la aceituna por primera presión en frío, sería el más rico y el más saludable. Toma su nombre del árabe clásico “Zaytúnah”. El gran compositor y cantante Paco Ibáñez le puso música a un poema memorable de Rafael Alberti que dice “Andaluces de Jaén, Aceituneros altivos, decidme de quién, de quién son estos olivos, Andaluces de Jaén…” Tengo que reconocer que mi seducción por esta planta y por sus frutos, presentes ya en la literatura griega y latina, me llegó muy tarde. De niño, mi padre me obligaba a probar el maravilloso jugo proveniente de España, en latas de la compañía “Carbonell”, bellamente estampadas. Quien se aficiona a este alimento comienza a incursionar en las variedades que se cultivan en Grecia, Italia, España y Portugal, y acaba hablando de la acidez del aceite como si lo hiciera de un buen vino de la Ribera del Duero. ¿cómo no sorprenderse que una casa de comidas modesta y de familia ofrezca en plena playa “Manzanillo” este líquido preciado para guisar y aderezar la ensalada de frutos de mar?

Hace tan solo quince años (el lapso no significa nada para una ciudad que cuenta con vestigios romanos) Barcelona descubrió que tenía un litoral plausible de convertirse en línea de playas, más allá del barrio marinero de la “Barceloneta”. Eran los anos previos a la fiebre de transformación urbanística que sufrió la ciudad para competir por la sede de los juegos olímpicos de 1992. Toda la zona, rumbo a Badalona, yacía cercada por el ferrocarril a Francia. Era un enclave tradicional de industrias. Al desmantelarlas, se descubrieron joyas arquitectónicas aisladas y asomaron barrios populares con encanto. Es un ejemplo de lo que el organismo mundial que cuida lugares y monumentos, (ICOMOS) llama “la preservación de los sitios por la pobreza”. Estamos hablando del “Barrio Nou”. En el subsiste una plaza que lleva el nombre de un prócer catalán que encabezó una expedición a nuestro país en 1862: el General Prim. Allí se conserva un árbol centenario que da sombra a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, “Els Pescadors”; el sitio mantiene su aspecto de viejo bar, con su barra de estaño, mezclado con un diseño moderno, funcional y bello.

En ese restaurante, fuera de mano del circuito turístico tradicional, se comen platos del Ampurdán y de la Costa Brava que no se encuentran en ningún otro establecimiento de la ciudad. Es el caso de unos “esqueletos” de anchoas a las brasas de leña que conforman un platillo extraño, pero delicioso. Siempre que vuelvo a Barcelona voy en busca de esos delicatessen que el dueño reserva para sus amigos. Todo lo anterior viene a cuento porque ya no hay que ir a Barcelona. En el “Capitán Mantarraya” me di de frente con un plato de pescaditos asados a las brasas, en sus vivas espinas. Se trata de unos ejemplares diminutos que se llaman silíos; son como diminutos pez espada y pese a la remembranza del silicio, no son instrumentos de flagelación, si no de placer profundo y refinado.

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