El beso de la reina
Cuando en 1998 gané junto con el novelista cubano Eliseo Alberto el Premio Alfaguara de Novela, cumplimos con una gira maratónica que comenzó en marzo en Madrid, y terminó en diciembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En Estados Unidos nos tocó Los Ángeles, Nueva York y Miami, que fue la última estación.
Lichi, como conocemos sus amigos a Eliseo Alberto, el autor de la esplendida novela Caracol Beach, ganadora del concurso, es un hombre tranquilo y divertido, desbordado de ingenio en cada historia que cuenta, pero esa vez, al no más hojear el programa, me di cuenta de que había perdido bastante su buen humor y su serenidad, y se negó rotundamente a participar de las entrevistas. Alegó vehementemente que conocía toda aquella pelotera, de la que nunca lograría salir bien parado.
Yo no entendía mucho sus razones. Había publicado no hacía mucho un libro muy conmovedor, Informe contra mí mismo, que contaba su historia personal con la revolución, centrada en un hecho que marcó su vida, cuando la Seguridad del Estado le ordenó espiar a su padre, el poeta Eliseo Diego, y presentar reportes sobre lo que hacía y quién lo visitaba.
Pensé que aquel libro era credencial suficiente para aplacar a cualquier periodista radical que quisiera enrostrarle afinidades o benevolencias con el gobierno de Cuba, pero él se mantuvo en sus trece, y me dejó a mi en la sin remedio de comparecer en las emisoras insignia del anticastrismo de Miami, empezando por Radio Martí y Radio Mambí, una carga que sin dudas yo estaba peor preparado para sobrellevar, desde luego que venía de ser protagonista de una revolución afín a la cubana, y a la que aquellas mismas emisoras habían adversado a muerte.
Pensé también que aquella experta en relaciones públicas había errado el tiro al creer que gracias a aquellas entrevistas se venderían muchos ejemplares de las novelas premiadas, y no dudé que los temas se alejarían de inmediato de la literatura, para pasar al de la política, como bien temía Lichi. Pero del otro lado estaba la editorial, que nos había traído hasta Miami en una gira que apenas iba a la mitad. Y me fui con la experta, solitario y desvalido, a cumplir con mi destino de novelista en gira promocional.
Empezamos con un programa de radio a la hora del almuerzo, transmitido desde el restaurante Rancho Luna de la calle 45, Latinoamérica al Día, si mal no me acuerdo, entre vociferaciones y pláticas y comentarios de mesa a mesa, conspiraciones a grito partido y últimas novedades sobre la inminente muerte de Fidel Castro, atacado por enfermedades misteriosas. Cada minuto que pasaba yo sentía que se hacía eterno, y maldecía, además, a la experta que me había dejado a la puerta del restaurante prometiendo regresar para llevarme a la siguiente estación de la agenda.
Para no cansar el cuento, a las dos de la tarde estaba ya en el estudio de Radio Mambí. El programa estelar que me tocaba se pasaba en vivo, y duraba una hora completa, con intervenciones libres del público al final. La boca del lobo es siempre honda y oscura, pero aquel conductor era un hombre muy cordial, y muy profesional, muy bien enterado de los libros y muy sagaz en sus juicios literarios, y cuando entramos en el terreno político no dejó su ponderación. Se acercaba la hora en que se abriría el micrófono para dar paso a las intervenciones de los radioyentes, y entonces empezó a advertir a los participantes potenciales que las preguntas debían plantearse con respeto, mientras los múltiples botones del teléfono de cabina relampagueaban con furia.
Y en eso ocurrió el milagro. Unos dedos golpearon con premura el vidrio de la cabina de transmisión, y aquella dama elegante detrás del vidrio, sin esperar respuesta ni permiso, entró rauda, nos envolvió en los efluvios de su perfume, ocupó uno de los asientos alrededor de la mesa, acercó con delicadeza el micrófono que tenía enfrente, y dijo, con inconfundible acento cubano, que mientras conducía su carro por Coral Way, venía escuchando el programa y oyó las cosas lindas que yo estaba diciendo, y que se había acercado a darme un beso, en recuerdo, además, de la vez que había estado en Managua en los años sesenta para cantar en la inauguración de un club nocturno.
Y yo tardaba en acatar quién era aquella mujer tan dueña de sí misma y tan dueña del estudio al que entraba como a su casa, hasta que el conductor del programa empezó a llamarla Olga, y yo caí entonces en la cuenta de que aquella voz mágica, de estremecerse al oírla, era su voz, una voz que me hablaba desde la memoria, desde las roconolas de los bares, desde los tocadiscos de las fiestas juveniles, desde la radio encendida hasta altas horas de la noche en mi pieza de estudiante en León. La voz de la reina del bolero. La voz de Olga Guillot.
Entonces, la reina se quedó en el estudio con nosotros, y el programa derivó hacia la música, hacia el bolero, hacia sus canciones, Tú me acostumbraste, La noche de anoche, La gloria eres tú, que yo le iba enumerando, y convertido en entrevistador entusiasta suyo le hice no pocas de las preguntas que siempre quise hacerle desde los tiempos en que le hablaba en sueños, que es como uno le habla a las diosas del Olimpo.
Nos reímos mucho, y bromeamos, como si nos conociéramos desde siempre, y el beso que me dio era un premio inesperado, y al volver al hotel en Coconut Groves qué otra cosa iba a decirle a Lichi sino: de lo que te perdiste, compadre.
Zacatecas, julio 2010.
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