El Arte: una apreciación personal
Aldous Huxley definió los límites del hombre individual aun cuando viva en sociedad. Nos decía que aunque actuemos juntos produciendo reacciones mutuas en ese intercambio de unos frente a otros, siempre estamos solos, en todas las circunstancias: “Los mártires entran en el circo tomados de la mano, pero son crucificados aisladamente. Abrazados, los amantes tratan desesperadamente de fusionar sus aislados éxtasis en una sola autotrascendencia; pero es en vano. Por su misma naturaleza, cada espíritu con una encarnación está condenado a padecer y gozar en la soledad (…) Cada grupo humano es una sociedad de universos islas”.
Ese hombre que constituye el UNO tiene, sin embargo, deseo de ser diverso y comunicar su ideal ante el mundo, para dejar su impronta irrepetible y trascenderse. Vive en forma gregaria en el medio natural, pero no pertenece a ninguna de las formas que hacen su entorno. La naturaleza está allí como presencia ineludible, y el hombre siente la necesidad de aprehenderla, y no obstante, él no es parte de la naturaleza; los demás hacen lo mismo para construir la trama de las acciones de cada uno. Cuando observa con detenimiento a su alrededor y percibe su posición ante el mundo, se da cuenta de que hay dos esferas que conviven: la de la necesidad y la de la contingencia o de la posibilidad. La primera, la esfera de la necesidad, lo coloca en lo que no puede ser diferente de lo que es; mientras que la de la contingencia le enseña algo que puede ser de una u otra manera, es decir que cae en el terreno de la posibilidad. La necesidad pertenece a la acción y su expresión palpable es la ciencia; la posibilidad pertenece a la producción de algo no necesario, con el ejercicio de la razón. Necesidad = Ciencia, de un lado, frente a Posibilidad = Arte: producción de algo posible, contingente, realizado con la actividad intencional del sujeto porque obra con la razón, pero siempre en un estado que tiene mucho de irracional, ajeno al de la vigilia razonante.
El escritor francés Jean Cocteau llegó a decir que el arte es necesario pero que no sabía explicar para qué. Quizás el arte no sea algo cuya existencia se perpetúa como un fin en sí mismo. Sería más bien, como lo dice Susan Sontag, un medio para lograr algo que quizá sólo puede alcanzarse cuando se abandona el arte. Lo que importa de la obra de arte no es ella en sí misma sino aquello que vislumbramos al percibirla, lo que nos insinúa, aunque sea el vacío. Otra manera de decir lo mismo es lo que Schiller dijo acerca de la variedad de la vida expresada en la creación de arte: “Triste es el imperio del concepto: con mil formas cambiantes. No fabrica, pobre y vacío, más que una. Pero la vida y la alegría exultan allí donde la belleza reina; el UNO ETERNO reaparece bajo mil formas”. Y esa certidumbre de la debilidad de los conceptos frente a la vida que vibra y palpita, nos habla del arte, de su posible existencia, innumerable y variada en forma y contenido, ante la inmutable eternidad del mundo. Las cosas que nos rodean constituyen una masa de presencias o datos sensibles; son apariencias que percibimos con la conciencia. Y cada individuo pertenece también a ese conjunto: recuerdos, imaginación, ideas, todo (la sustancia, la causa) son apariencias y sensaciones. La realidad es mi sensación y con ésta producimos arte, contingente e indefinible.
La filosofía, desde siempre, ha querido aproximarse al concepto del arte. Aristóteles y Platón nos hablaban de arte como habilidad o destreza en alguna actividad: arte de la medicina, de la guerra; pero llegaban a notar una diferencia entre las artes. Para Platón, el arte comprendía toda actividad humana distinta de la naturaleza, ordenada a un fin creativo determinado (y aquí incluía la ciencia). Y, sin embargo, ni siquiera los filósofos podían ignorar la naturaleza, porque es de ella de donde se surte la imaginación creadora. Lo dijo el poeta Antonio Machado, al poner en boca de su personaje Juan de Mairena estas frases como sostén del valor y la necesidad de lo natural en el arte: “En las épocas en que el arte es realmente creador – dice Mairena – no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que aún no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser – ¡claro está¡ – el arte mismo”. La filosofía distanciaba el arte de lo natural, pero no podía desdeñar la presencia avasallante de la naturaleza. Vemos cómo el arte abstracto está constituido por formas inventadas por el espíritu, pero rinde tributo a la naturaleza, toma de ella sus ricas formas con el propósito de reducirlas a un conjunto que ofrezca la sencilla estructura de una idea: combinar el realismo natural con la prodigiosa simplificación que forja la invención del espíritu.
El tema de la naturaleza y el arte fue abordado después muchas veces, y Hegel llegó a pronunciar su apotegma: “Lo bello artístico es superior a lo bello natural”, para señalar que la estética como esencia del arte no existe sin el artista. Si decimos que un paisaje es bello y nos inspira un sentimiento artístico, no podemos conferirle a esa impresión el carácter de obra de arte, porque el arte es creación humana y sólo eso. Nada de la naturaleza tiene valor estético sino en la medida en que el hombre le da esa valoración. El sol, visto como necesidad, es objeto de la ciencia, mientras que si es apreciado con sentido valorativo (como acción humana voluntaria que el espíritu aprecia en libertad) se hace objeto del arte. Reino de la apariencia, de la ilusión que yo percibo: eso es el arte; y su esencia existe en tanto el espíritu que recibe la sensación artística da su personal valoración a lo creado como obra de arte.
El sentimiento de placer o de dolor no viene en la obra de arte como una intención añadida artificialmente y sobrepuesta como una determinación voluntaria del artista. La fuerza creativa está oculta en el ánimo y en la mente común a toda época, funciona como energía impersonal que el artista representa y expresa. Sin este impuso motor no hay arte. Se necesita vida.
El concepto de Estética fue entrando en el terreno del conocimiento del arte como fenómeno humano. En los Vedas se planteó la dualidad Espíritu-Belleza, para referirse a una belleza espiritual y otra sensorial, y atribuyeron lo bello al mundo de los sentidos, separando de él lo que corresponde al espíritu. El mundo aparecería dividido polarmente en espíritu y belleza. Thomas Mann nos recuerda la confrontación en su novela alegórica: Las Cabezas Trocadas, y pone en boca de los Vedas estas frases: Dos clases de beatitud se experimentan en los mundos: por las alegrías del cuerpo y en la tranquilidad liberadora del espíritu”. Lo espiritual no se identifica con lo antiestético; antes bien, adquiere belleza por el conocimiento y el amor hacia lo bello.
Tomás de Aquino relacionó el arte y su valor con los fines o medios de la obra, y dijo que para que hubiese belleza en la creación artística debía atenderse un criterio triple: proporción, integridad y claridad, lo que implicaba una valoración que iba más allá de lo puramente estético y establecía una jerarquía de los fines y los medios. El valor de un objeto estético dependía de los fines que él mismo exponía, creando así una dependencia entre medios buenos y medios malos, fines buenos y fines malos. Para el Aquinate, un libro o una pintura cuya finalidad fuese obscena, mágica o herética son obras que expresan fealdad aunque sus formas sean bellas. La finalidad determina sus medios estéticos. Era el propósito divino el que decidía el valor estético de la obra.
La idea extendida de que lo que parece feo en la realidad no es materia artística contiene un prejuicio inexplicable. En el orden de las cosas de la realidad se llama feo lo deforme, lo malsano, lo contrario de la regularidad. Pero lo que en la naturaleza nos produce desagrado o llamamos feo, puede adquirir en el arte una gran belleza. En arte sólo es bello lo que tiene carácter, por lo que la representación de la fealdad o del mal tiene en el arte, por obra de la creación, el carácter de la belleza: Ricardo III, en Shakespeare, se nos presenta dueño de sublime belleza en su extrema fealdad espiritual y física.
El arte era un instrumento mágico o un arma en la lucha por la supervivencia. No se identificaba con la belleza como cualidad del espíritu expresada por intuición en la obra, y tampoco se refería al deseo estético del receptor. Arte como estética o percepción de lo bello, arte como “poiesis” o creación del sujeto sin una finalidad utilitaria. Visto así, el objeto no existe en sí mismo sino cuando yo como sujeto lo percibo y le doy valor. Por primera vez aparece con toda claridad y precisión la pareja Objeto – Sujeto, en correlación indisoluble. Después de Immanuel Kant la metafísica de lo bello en el arte fue desplazada por la teoría de la producción de las obras por el hombre (el pensar filosófico centrado en el sujeto creador). Era la oposición respecto de la vieja metafísica en el arte, que sostenía el ideal helénico de “lo bello y lo bueno”, de la armonía individual perfecta, proclamado por el Conde de Shaftesbury en su “Moral del Sentimiento”: “Lo que hace bello, no lo bellamente hecho, es lo realmente bello”.
El individuo desea comunicar su ideal de lo que para él es el mundo, cómo lo percibe, de qué modo la realidad externa se concilia con su realidad radical. Hablamos de trazar la curva que corre sin solución y separa para siempre naturaleza y arte. Esa curva es “el ideal”. Una obra escultórica puede explicar ell sentido del ideal para la estética. La estatua, ella sola con su escueta reducción a la forma, permite concebir en la figura de piedra algo que no es naturaleza sino espíritu, algo que anima y transforma lo dado como materia en belleza artística. El escultor comienza la obra superando lo estrictamente sensible que está en la naturaleza (la materia como sostén de la idea), y progresivamente va dando paso, con plena libertad, a lo individual que él mismo va formando con la materia. El ideal determina el arte como acción original que labra la naturaleza y utiliza todo lo que en el mundo existe: actividad voluntaria, dirección libre de la conciencia que crea algo que no estaba allí antes de que el artista le diese vida. La idealidad del arte no es la copia de una realidad dada sino su incrementación, la extracción de lo esencial, de lo significativo de ella. Tal idealidad es el principio universal de todo efecto artístico; su función es enseñar a ver la realidad, para sobrepasar con imágenes y las relaciones que se forman entre ellas las comunes experiencias de la vida, y así alcanzar “lo real”: La expresión de lo universal en lo individual de la creación es el ideal del arte.
En su quehacer individual y aunque el artista siga determinadas reglas en la creación de su obra, tales reglas no sujetan la libertad creadora. Son preceptos que el artista toma en consideración pero que no prefiguran fórmulas mecánicas, están implícitos en la naturaleza de la obra que está produciendo. La acción del espíritu no se ejerce en el vacío, sometida a una determinación impuesta, porque el espíritu forja la obra de acuerdo con las influencias que expresan la personalidad del artista, donde está presente la carga genética y la suma de sus experiencias. Las reglas o preceptos del arte están allí pero no son ellos las que impulsan la creación de arte. En la música, el compositor se atiene a las modalidades que conforman la gama que le es familiar y de la que está imbuido. No todos los sistemas musicales utilizan proporcionalmente la misma gama modal. En la música oriental predomina la gama de cinco tonos (que corresponden a las teclas negras del piano). Sonémoslas en forma sucesiva para apreciar su carácter accesorio y el efecto de disonancia e inarmónico que producen. Pero tampoco hallamos el ritmo en la música china y quizás por esa razón resulta ininteligible en nuestra cultura, mientras que la música occidental produce al chino la impresión de una marcha; y ello es así porque el Tao carece de aliento rítmico. Pero también es variable la música en las épocas de su historia: la atonalidad basada en el dodecafonismo serial, de Schonberg, es un ejemplo.
Lo mismo ocurre en las artes verbales. Un soneto tiene formas y ritmos propios, y si el poeta quiere componer un soneto debe respetar este canon de composición. Por estar el arte en el terreno de lo contingente, existe la posibilidad infinita de formas y la innumerable presencia de los impulsos individuales. Por esta razón, cuando Pablo Neruda irrumpe con una visión lunar de la poesía y deshace las estructuras del verso clásico creando imágenes que a primera vista parecen carecer de sentido, está asumiendo los signos de su época sin abandonar sus llamados espirituales: “Y yo trasmitiré sin decir nada/ los ecos estrellados de la ola, / un quebranto de espuma y arenales, / un susurro de sal que se retira, / el grito gris del ave de la costa. / Y así, por mí, la libertad y el mar/ responderán al corazón oscuro”. El nuevo poeta rechaza lo prefabricado en el plano de la palabra, introduce la sinestesia en el poema con mayor libertad y puede retroceder al caos original en el que se mezclen todas las sensaciones que percibimos del entorno viviente que nos rodea y que pretendemos comprender. Ninguna expresión poética auténtica puede decirlo todo acerca del mundo, pero sí tiene la potestad de organizar las infinitas relaciones que cada objeto y cada idea formulan como interrogantes o descubrimientos de aquel caos viviente.
Al principio del fenómeno artístico como tal, una cosa natural se convertía en instrumento de trabajo, pero también en otra realidad distinta de la natural, sensible y al mismo tiempo suprasensible, una “supra naturaleza”. El hombre transforma el mundo con su trabajo. Los objetos materiales se hacen signos, nombres y conceptos. El hombre es un mago porque la magia está en la raíz de su naturaleza y utiliza su poder para controlar el mundo. Se siente, a la par, impotente y poderoso ante lo que lo rodea, y de su esfuerzo por dominar la energía desbordada de lo natural (elemento del que también forma parte en el mundo) crea arte. Fue primero magia como exorcismo, y después se transformó progresivamente en religión, ciencia y arte. En el origen, el arte imitó la naturaleza para sobreponerse a su poder. El mago creaba formas y gestos y los representaba como defensa, en pinturas, en palabras y gestos; de allí se pasó a la ceremonia religiosa cuando aquellas representaciones gestuales se hicieron continuas y fijas, para adquirir sentido ritual al ser repetidas por todos. Lo que era solo manifestación defensiva pasó a ser religión: un conjunto de creencias y símbolos institucionalizados que pronto pasaron a ser dogmas. Pero es cierto que eran forma y representación que se convirtieron en expresión artística. De los ritos repetidos, de las palabras lacónicas de un rezo fue naciendo un drama humano reproducido en cada pequeño grupo, en cada aldea, luego en toda la humanidad.
Cuando el arte surge en la perspectiva histórica y adquiere luz propia como fenómeno definido, ya están presentes sus componentes: la personificación de los tipos humanos y la manifestación ritual del poder de las fuerzas naturales, el ciclo de la vida y el nexo temporal de las épocas; también lo constituyen como elementos esenciales todas los objetivos o motivaciones del hombre: el miedo ante lo desconocido, las pasiones que enloquecen y llevan al crimen, la actitud mística frente al terror de la soledad. Las dos formas expresivas de la desesperación del hombre son la angustia y la serenidad, y la única manera de expresar la serenidad que acompaña al acto desesperado es el arte, cuya función primordial ha sido expresar los sentimientos que le plantea al hombre la lucha con las fuerzas eternas que parecen regir su vida. Sófocles lo desarrolló en todas sus obras y nos mostró “los encuentros del hombre con algo más que el hombre”. El elemento coral y la nota religiosa constituyeron forma de la escena presente en la tragedia griega, lo mismo que en los dramas Isabelinos y en el arte teatral moderno. Era la formulación expresa de una experiencia de la vida, dicha en forma compartida entre el individuo y la grey. Así, el incesto adquirió forma definitiva del antiguo mito de Edipo y quedó plasmado como arte en la tragedia tebana; la ambición de poder fue también repetida y es hoy pieza maestra del arte en el único y definitivo Macbeth; el personaje inexistente de Godot representó la esperanza de dos vagabundos solitarios en la visión existencial del teatro moderno. Y en las múltiples formas de expresarnos tuvimos la semilla del arte.
El arte contribuye de manera principal en la función de organizar la civilización, sus obras son piezas de apoyo de la vida establecida armónicamente. Y en ello va el esfuerzo individual del creador. Los impresionistas han visto de una manera nueva la naturaleza y han dado razones a otros para verla de esa manera. Después del Impresionismo puede hablarse de sombras rojas y violeta cuando antes sólo había sombras negras. Es evidente que en esto jugó de manera determinante el avance científico en el estudio químico de la materia prima, que incorporó fórmulas nuevas a la pintura, ya muy lejos del uso de materia orgánica, y dio mayor brillantez al resultado pictórico. Algo parecido observamos en el Cubismo, cuyo esfuerzo por revelar formas macizas, cuadradas y pesadas, desnudando los esqueletos y las nervaduras internas, conlleva la intención de forjar un carácter presente en todas las obras de arte, pero teniendo a mano recursos nuevos que permitieron añadir la visión personal condicionada por otras técnicas y otros valores.
¿Y de donde nace el impuso creativo? La imaginación es el motor de la creación artística, está entretejida con toda la contextura del espíritu. Y al decir esto queremos significar que la imagen es el único elemento esencial en el mecanismo de nuestras emociones. Una situación de la realidad, por muy vívida que se nos muestre, guarda siempre alguna opacidad a nuestra percepción. Por el contrario, el hallazgo del artista consiste en reemplazar esa parte impenetrable al espíritu por aquella otra que él mismo ha creado con la imaginación, y que nos comunica para que la hagamos nuestra y nos parezca tan propia como lo fue para el creador. Al forjar esta nueva realidad, el arte acrecienta y resalta con otras formas lo que estaba allí aguardando el encuentro con nuestra percepción valorativa. Las experiencias vividas sufren por obra de la imaginación una metamorfosis que proviene de la combinación nueva de todos los elementos recibidos del exterior. El artista tiene la facultad de construir con las impresiones aisladas un mundo nuevo de representaciones, cada una de las cuales significa la totalidad del objeto percibido con los sentidos o reconstruido con la memoria. En la organización que hace el artista del material con que producirá la obra están los procesos de percepción, memoria y reproducción; y todo ese conjunto de actividades del espíritu sufre la transformación de lo vivido en otra cosa distinta. De este modo, Dilthey dio rango superior a la imaginación: “La acción de la fantasía es la que construye un segundo mundo, distinto del mundo de nuestra acción”. Con este segundo mundo, el artista se desvincula de los lazos que lo atan a la realidad y crea otra: la obra de arte. El poeta está en la escena del mundo y aprovecha sus experiencias, pero no hace de las percepciones un recurso para satisfacer necesidades personales. Antes bien, el creador se sirve de esos elementos que lo circundan y los recrea con una finalidad distinta. El poeta sirve a las palabras en vez de servirse de ellas, pues rompe su primera función, que es la comunicación racional. Para el poeta el lenguaje no es instrumento; ha adoptado la actitud del artista y para él las palabras son cosas en vez de signos, constituyen la materia que el artista se propone formar. Dijo Sartre que los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje, y ha explicado que el habla no poética conduce como a través de un cristal hacia los objetos que define o los conceptos que crea: el hablante no percibe la palabra sino lo que ella nombra; la palabra como medio de comunicación es transparente para dejar ver el sentido de la cosa significada. En el poema ocurre lo contrario: el significado queda oculto en la palabra, que se ha hecho materia artística.
Octavio Paz dijo en estos términos lo que es forma y contenido en el arte, es decir su totalidad:
“Las verdaderas ideas de un poema no son las que se le ocurren al poeta antes de escribir el poema sino las que después, con o sin su voluntad, se desprenden naturalmente de la obra. El fondo brota de la forma y no a la inversa. O mejor dicho: cada forma secreta su idea, su visión del mundo. La forma significa; y más: en arte sólo las formas poseen significación. La significación no es aquello que quiere decir el poeta sino lo que efectivamente dice el poema. Una cosa es lo que creemos decir y otra lo que realmente decimos”.
En todas las épocas el hombre ha sentido la necesidad de expresar cualidades del espíritu que lo aproximaran a un ideal de perfección, sea cual fuese ese ideal: la razón, la belleza física, la verdad aristotélica, la alabanza a Dios. En la búsqueda de tales ideales, el hombre desarrolló las formas diversas del arte, a través de los mitos y el instinto mágico- religioso, para que nacieran la pintura, la danza, el canto, la arquitectura de los templos que celebra la magnificencia divina; y, como emblema de su individualidad única en el universo, la palabra hecha poesía, símbolo del fruto de la imaginación.