Don Francisco Ayala: Viaje alrededor de una fotografía
“Los museos de verdad son los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio” Orhan Pamuk
Ella, una joven y bella –no es pleonasmo- súbdita francesa, como solía decirse en tiempos coloniales, sobre los 30. Él, un venerable anciano de 89 años en ese momento, que llegó lúcido hasta los 103, revitalizada su mirada, en la foto que comento, gracias al influjo de la belleza de la dama gala. No insinúo mayor galanteo que la seducción natural que despierta la sempiterna hermosura femenina en un hombre de letras entrado en años.
Francisco Ayala perteneció a la Generación del 27, grupo destacadísimo de creadores de la estatura de Alberti, Aleixandre, Cernuda, García Lorca, Salinas, Guillen, y en el que se incluye también a Miguel Hernández, León Felipe, Dámaso Alonso y Max Aub, una pléyade de intelectuales portentosos que castigó con saña el Franquismo, asesinando a algunos y exiliando a otros en nuestro país y en Argentina, como fue el caso de don Francisco.
El escenario de la foto que celebro y cuyos contornos trato de trazar con palabras, la tomé en un palacete convertido en el museo circunstancial de un noble o mecenas afortunado (cuyo nombre no recuerdo, para acabar pronto). Lo singular, además del personaje y su acompañante es que se produjo concretamente en un pasadizo secreto que la leyenda afirma que desembocaba en el corazón de la Alhambra, uno de los instantes más altos de la inspiración del ser humano, en este caso de los refinados y cultos invasores Nazaríes.
La joven francesa a lado de don Francisco tenía rasgos mozárabes y bailaba el flamenco como una virtuosa, aunque sin alcanzar el alto vuelo de los gitanos de las cuevas granadinas. Tampoco me pregunten su nombre. Lo olvidé en un rincón de una memoria culposa sin motivo. Me apresuro: al igual que don Francisco no tuve nada que ver con ella en terrenos sentimentales. Mantuvimos un encuentro no desprovisto de ese sentimiento mezclado de admiración y respeto, compartido en una menage a trois espiritual con el recio varón andaluz, que ostentaba su genio fuera de sus años. Otra cosa hubiera sido si durante los tres días del evento de conferencias al que fui invitado para ese convenio cultural en Granada del año de 1995, hubiera hecho migas con Bioy Casares, ese sí, un dandi maestro en flirteos consumados.
Y no es una patraña. El gran escritor argentino describió con pertinencia y elegancia, en varios volúmenes, sobre su eterna proclividad hacía lo femenino. El reverso de la medalla de su gran amigo, Jorge Luis Borges. Además, el Bioy que conocí en Granada ya viajaba bastante disminuido en una silla de ruedas (tengo una foto con él en esas tristes circunstancias).
Don Francisco Ayala, de porte más inglés que ibero, se distinguía por un porte que sigue sirviendo de ejemplo a quienes interesa lo “casual” en la indumentaria masculina. En la foto de marras que guardo en uno de los cajones extraviados de mi casona de Tampico, el veterano escritor viste un impecable blazer “espina de pescado” gris, de cashmere, y una adusta corbata de seda negra o un gazné –estoy hablando de memoria-.
La bonita joven, sin nombre preciso en el recuerdo, poseía atributos suficientes para llevar una discreta minifalda, de esas que ya venían de retorno de los años sesenta y que le proporcionaban un delicioso toque demodé. Como suponen, con todo, la pertinencia del atuendo, colores incluidos, no era su atributo principal. Su atracción focal –nunca mejor dicho- eran las cejas pobladas, sin exceso, en un arco equilibrado y gracioso. Era de las pocas jóvenes mujeres actuales que han sabido escapar de modas depilatorias que cercenan dotes naturales, las que enmarcan ojos y mirada, en ese orden. Se que entro de nuevo en arenas movedizas, ni modo. No dejaré de insistir en la falla de quienes caen en la provocación (casi siempre de la íntima amiga, hermana, madre o simple propaganda televisiva) de alterar el diseño sus cejas originales y no rasuradas hasta el atroz tatuaje.
Chantal –para apelarla de alguna forma- nos había acompañado como asistente del encuentro de escritores -que reunió también a Jorge Edwards- durante todo el evento, y fue una guía inspiradora en esa ciudad única, donde don Francisco bebía gozoso sus habituales güisquis en tascas prodigiosas y yo mis vinos de Montilla, que prefiero a los de Jerez, con todo y la desautorización de los que saben de estos caldos andaluces.
Pero el meollo es que la visita al conjunto de la Alhambra no hubiera quedado completa si don Francisco no hubiera insistido en mostrarnos la casona donde descubrí, dentro de una vitrina, la primera edición de “Voyage autour de ma Chambre”, ese delicioso periplo literario que escribió el contrarrevolucionario Xavier de Maistre, en 1791. Al preguntar por nombre tan afortunado y enigmático para un tan breve relato, Ayala nos dio una lección extraordinaria del célebre libro que encontré milagrosamente entre volúmenes usados semanas más tarde y cuyas vicisitudes conté en otra crónica. Esa tarde de luz mortecina entre los olivos andaluces ya perdura para mi como la del “Viaje alrededor de una fotografía”.