Desvaríos sobre oficio de la pintura
“La poesía y la pintura, el color y la palabra, son hermanos, ya lo sabes…”
Orhan Pamuk
Nunca había tratado de “enseñar” (dicho más en el sentido de “mostrar”, que de aprendizaje) los modos y maneras de arremeter contra, por, para el soporte parlanchino (tela, papel, objeto) que se pone a decir sus cosas en cuanto termina uno de “dictar”, “susurrar”, «gritar», el supuesto mensaje -o sin sentido- lo que se quiere o se ignora en el fondo decir, porque una obra no tiene tampoco que remedar discursos, y ponerse a “transmitir” cosas como si fuera un merolico de feria pueblerina.
Se trata de plasmar, eso sí, una visión, más que una intención precisa, de allí la fuerza de la imagen. Ya los antiguos maestros orientales decían, en el Renacimiento, que ellos pintaban lo que “miraban” y nosotros en occidente, lo que “veíamos”, introduciendo un matiz crítico sutil que provenía de una tradición religiosa no estética, propiamente. La intensión pasa por dejar que alguna fuerza que no conozcamos, ni podamos –o debamos- controlar, proponga otra lectura de la realidad, muchas veces la de la selva de cemento urbano o la de los ensueños y espejismos de la fantasía más exacerbada.
En pocas palabras, no “pinta” mucho pintar, en el sentido de quien se pretende un ser superior o un “artista”, por el hecho de jugar con materiales que terminan siendo (o no) imágenes equilibradas, capaces de despertar sentimientos de admiración legítima y emociones buenas, si el “producto” consigue revelar alguna forma de belleza, aún contradictoria, como la que nace de la denuncia de hechos. Pienso en Goya y sus “Caprichos” y en el Guernica, no en los panfletos manipuladores. Todo esto último es peligroso. No se trata de jugar con el «feismo» social ni tampoco con la búsqueda de lo “bonito”, “decorativo”, atrayente o combinatorio con los muros y los muebles. Hablo de una virtud que tiene que ver con la intensidad más que con una supuesta armonía de formas o de temas. Hay que “inspirarse” en el trabajo de los grandes y verdaderos maestros, los de antes y los de hoy. La pintura es una pasión y el que no pretenda agotarla para nutrirse y a su vez enriquecerla, mejor que no se meta, que no lidie con ella. Es decir, hay que desempañar el hilo que viene desde lo rupestre, en las cavernas, hasta el atrevimiento de algunos contemporáneos de la estatura de Duchamp, Bacon, Picasso, Pollock y luego los más cercanos Kiefer y Barceló.
Ahora, en términos vocacionales, lo fundamental es descubrir si se ha recibido lo más parecido a un “gen” del talento (en vez de un don) que encamina los pasos de una futura trayectoria y una vez con esa frágil certeza, establecer un buen inicio; pero habrá que continuar siempre con la duda metódica para saber si lo que se va “produciendo” es legítimo, verdadero, y en todo caso, eficaz. Nadie debe dar nada por sentado. La contaminación inevitable vendrá de los marchantes de arte, de los especuladores, desde los supuestos “gustos” y preferencias de los necios o de los entendidos,y final y lamentablemente de la parafernalia del mercado que todo lo reduce a pérdidas y ganancias.
¿Cómo saber entonces si una obra es buena o mala? Picasso, más en serio que jugando decía que después de haber mirado un millón de cuadros se podría llegar a afirmar o a negar el valor de un trabajo plástico. Lo que en el fondo quería decir es que hace falta educación, cultura, curiosidad, interés en agotar, en la medida de nuestras posibilidades, el universo entero de la creación humana. Salvo las excepciones de la naturaleza y cada vez son menos, no se puede trabajar con la intuición sustituyendo al conocimiento. En el pasado reciente el único recurso de un joven interesado en el arte era acudir a los museos. Así se formaron los grandes maestros europeos.
Hoy el museo –imposible de sustituir, afortunadamente- puede llegar hasta nosotros en forma de libros de arte, cada día mejor impresos. Basta ver el catálogo y los precios accesibles de las formidables ediciones de “Taschen”; y virtualmente, a través de los medios electrónicos, Internet, videos: por ejemplo, las formidables series que reproduce CONACULTA. Ya no hay excusa para que un joven de cualquier provincia latinoamericana justifique desconocer las huellas que le precedieron en una labor tan compleja como rica. Por eso es inadmisible que se repitan los clichés folclóricos-realista-socialista que aún seducen a muchos nostálgicos de un muralismo mexicano que ya cumplió con su función histórica, o del retratismo más vulgar y simplón, el que se hace proyectando acetatos de fotografías. Otro lugar común insufrible son las copias infinitas de los alcatraces de Diego Rivera o las truculencias de Frida llevadas a ínfimas galerías del horror que nada tienen que ver con el genio de la sufrida pintora mexicana.
Claro que a esta salva de malos entendidos de lo que es arte o no, contribuyen pretensas galerías que dicen vender lo que el público “busca”, en vez de exhibir a una audiencia mayoritaria, de gustos tan relativos como pobres, las propuestas de quienes se empeñan en proseguir con las líneas ininterrumpidas de las grandes tradiciones visuales. La cuestión se reduce a baratas exigencias “decorativas” que salen caras. Siempre sería más conveniente colgar buenas reproducciones y carteles que los remedos de abstracciones o de arte figurativo enmarcados onerosamente, eso sí. “Arte” para nuevo rico, entendiendo por ello al que paga sin curiosidad ni querer saber.
En mi ciudad, por ejemplo, dejó de funcionar en el pasado reciente la única galería que presentaba autores de significativa estatura nacional y extranjera del nivel del oaxaqueño Toledo o del gran maestro catalán Tapies, y en su lugar se han venido abriendo algunos establecimientos aledaños a centros comerciales cuyo fin más legítimo y a contracorriente podría ser educativo: mostrarnos con bombos y platillos que lo que venden no tiene nada que ver con el arte.