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Carta perdida de Vinicius de Moraes

La carta data de finales de los cuarenta o principios de los cincuenta. La escribió el vicecónsul de Brasil en California, en pleno clima del Macartismo, episodio oscuro de la historia norteamericana; aunque si comparamos esa desgraciada fase política con las amenazas que enfrentan algunas democracias actuales, tal vez parezca un remedo de chiste la tendencia persecutoria del decrépito senador por Wisconsin.

El poeta Vinicius de Moraes, más conocido por sus deliciosas composiciones musicales que por la obra de excelencia literaria que también produjo, se desempeñaba por entonces como segundo funcionario de su representación en Los Ángeles. Era miembro de Itamaraty, el servicio exterior de su país: “…poeta y diplomático, el blanco más negro del Brasil”, llegaría a calificarse, en una célebre canción, convertida en casi un himno de la Bossa Nova. La referencia de intelectuales y escritores en la diplomacia no nos es ajena. Algunos de los más destacados hombres de letras mexicanos han pertenecido a nuestro cuerpo profesional de carrera.  Basta recordar a Reyes, Gorostiza, Torres Bodet, Fuentes y Paz, entre los más notables. La diferencia en todo caso estriba en que la vertiente más celebrada del poeta carioca fue la musical y nosotros no hemos tenido nunca a un Lara o a un Eduardo Mata como embajadores. Vinicius dio al mundo letras como la Garota de Ipanema, con música de Tom Jobim, que se sigue escuchando sin cesar. En este momento ha de estar interpretándose y sirviendo de fondo musical para el dulce reposo de dos enamorados en algún rincón del planeta. 

Tengo que confesar que en mi suprema ignorancia del Brasil, cuando desembarqué en sus playas para trabajar en Río de Janeiro, allá por los ochenta, solo llevaba en la memoria la referencia de tres o cuatro grandes de sus letras (Jorge Amado, Guimaraes Rosa y Carlos Drummond), entre los que incluiría también a Vinicius de Moraes, ese viejo lobo de mar que  sufrió el rigor de la dictadura militar. Fue apartado de la carrera por bohemio impresentable y  un cóctel más de lindezas ideológicas. Consideraban un sujeto de alta peligrosidad subversiva a un artista capaz de expresar tanta ternura y que a la vez se desempeñaba con las más altas calificaciones profesionales.

Siempre he dicho y lo repito: llegué tarde a Río. Lo hice en diciembre de 1980 y Vinicius había muerto en julio de ese mismo año. Me perdí la maravillosa experiencia de encontrarlo en el Antonios, su bar preferido en Leblón. Fue sobre su figura que escribí la primera crónica de ese continente de país desmesurado. Las ciudades son su gente más que el paisaje, aunque solo sobreviva la huella literaria y en este caso musical, de los seres que conforman y consolidan su identidad urbana, marcándola para siempre.

Habría que llegar a Río de Janeiro enchufado a un reproductor de sonido con las músicas y letras emblemáticas. Es impensable querer conocer a fondo las peculiaridades culturales de un lugar tan extraordinario sin profundizar en quienes lo han pensado, escrito y amado, como lo hizo el propio Vinicius de Moraes.

Lo anterior, explicará mejor el júbilo gigantesco que experimenté cuando uno de los más entrañables amigos de Vinicius me regaló una de las piezas de la correspondencia cruzada entre los dos. La generosidad de Moacyr Werneck de Castro, célebre historiador y periodista, hizo posible que guardara de recuerdo una misiva que recogía momentos trascendentes de la vida del poeta brasileño, y además, la primera versión de un poema singular, escrito con trasfondo navideño, pero de corte Marxista, me explico: se trataba de un juego verbal con todo y hoz y martillo que comparaba la pobreza y el desarraigo del niño Jesús y de su familia, con los actuales desheredados de la tierra.

Vinicius no vivió para saberlo, pero ya en esa época, hace casi seis décadas, se adelantó a un riguroso juicio político. Mencionó con dureza a una de las figuras que engordó el espeso caldo represivo de  Joseph Raymond McCarthy, el senador de tan triste memoria. Entre otros “dedo duro” (así se denomina en el Brasil a los inquisidores) habla en su carta de un actor de medio pelo llamado nada menos que Ronald Reagan, quien era conocido por denunciar a colegas del medio artistico de la talla de Chaplin, por ejemplo. Todo esto forma parte de una hojita de papel cebolla de color azul muy despintado, mecanografiada cruelmente de los dos lados; lo digo así, porque el filo de la tipografia de algunas letras ha rasgado el papel, diseñando una red de agujeros. Lo primero que hice fue enmarcarla, cometiendo el error de no haberla fotocopiado nunca. Así que aún cuando podría repetir algunos de sus pasajes de memoria, sería muy grave extraviarla. Representa un instante significativo en la reflexion de uno de los más grandes poetas de la lengua portuguesa.

La deslavada carta yace sobre la mesa de un departamento donde ni siquiera vivo, pero que frecuento de tanto en tanto. La semana pasada pensé recuperarla para que viajara conmigo hasta donde resido. Siempre he temido que se quebrara en el traslado y las astillas de vidrio destruyeran lo que se ha preservado durante décadas. También me había propuesto traducirla para publicarla en estas páginas, como lo he prometido en otras ocasiones en que me he referido a Vinicius. Armado de esos deseos me animé a meterla entre un fajo de periódicos viejos que le sirvieran de colchón. Procuraría “acostar” la carta en el asiento del vehículo para su traslado enésimo: desde Brasil ha surcado ya numerosas aguas; desde el Atlántico al Mediterráneo; de allí al océano Indico, y vuelta de nuevo, y ahora viajaría hasta el Pacífico.

A la hora de cargar maletas la preocupación principal fue el objeto oculto y protegido entre papel periódico. Horas más tarde, ya en mi destino, quise trasladar la carta enmarcada como quien carga un niño. No estaba en al asiento. La paranoia se desató. La angustia puede probarse en la boca y la taquicardia no es ajena a esos trances de pérdida,. De inmediato surgen las suposiciones y hay que partir de la reconstrucción de los hechos. Lo que más recordaba era haber depositado el pequeño fardo y su envoltorio improvisado sobre el escritorio del conserje al ingreso del predio, dada la dificultad de maniobra con los bultos más pesados del equipaje. Con las prisas y la presión inevitable de no olvidar nada, habría dejado allí lo más preciado. Hablé con quien también se encarga de la seguridad en el edificio. Me confirmó no haber visto más que unos periódicos ajados en la basura. Pensé en algún vecino, que a su vez habría deducido que alguien quería deshacerse de ese cuadrito extraño, una carta vieja en portugués, pero dentro de un marco de buen ver.

Mejor detengo aquí el cuento de las infinitas suposiciones. Empeoraba cada versión de lo que pudo haber pasado con mi reliquia. Descreí, injustamente, de Herminio Tapanco, el portero, hombre oriundo del poblado más cercano al cráter del  don Goyo (el Popocatepetl); busqué a doña Carmen, vecina muy querida, para pedir una vez más su intervención en estas latas. Para no hacer el cuento largo, después del sufrimiento de una espera criminal, la carta me fue “regalada” de nuevo. Apareció en una butaca del apartamento. Nunca bajó por el ascensor, cansada tal vez de tanto trajín y traqueteo. El único muerto de risa ha de ser Vinicius de Moraes, reescribiendo un fragmento de su historia…

(por «fuerza mayor» vuelve a quedar para otro día la traducción de la misiva)

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