Carlos González Salas (1921-2010)
Conmueve saber que al sentir próximo su último aliento, el padre Carlos se incorporó, ayudado por una de las personas que lo atendían, y falleció hincado, apoyado en su cama.
Como si no tuviéramos bastante con tanta desgracia natural y provocada, se acaba de extinguir una persona que era referente moral e intelectual indispensable en momentos como estos, en los que necesitamos la pertinencia de voces y plumas tan dignas como la de don Carlos González Salas. Con su desaparición no solo perdemos al humanista de más sólida formación de Tamaulipas, si no a un hombre de letras y pensamiento de considerable estatura y proyección, a quien el amor al terruño, donde fue cronista hondo y veraz, impidió buscar los circuitos de las capitales que aseguran el poder de las camarillas y de las mafias literarias, por decir lo menos. Ya en otra parte conté que quien fuera también presbítero desechó propuestas de trabajo de un ex-presidente de la república quien le proponía apoyo académico sin condiciones para llevar a cabo sus numerosos proyectos, entre otros, concluir un ensayo que acariciaba con particular interés: Dios en la obra de Octavio Paz (que permanece inédito).
El padre González Salas, fiel a su legítima formación cristiana, escapó lo más que pudo de las vanidades terrenas, incluidas las eclesiásticas y fue radical en su respeto y entrega a una disciplina que otros de sus pares han mancillado (cuyos nombres no son merecedores de mención a su lado, además de estar en la picota pública en estos días, por la monstruosidad de sus crímenes).
La cruel diferencia entre don Carlos y sus grises colegas potentados, es que el padre tampiqueño, egresado del seminario de Montezuma, falleció sumido en una pobreza franciscana, enfermo y sin una sola persona de su familia por cerca. Otros, hay que recordarlo, han muerto clamorosamente, entre prebendas, haciendo gala de suprema riqueza, contubernio y complicidad. Lo digo así, porque la lucha por la justicia social fue una de sus metas y le costó múltiples incomprensiones de sus jerarquías, hasta la propia marginación. Tampoco se veía con buenos ojos su trabajo académico. Fue también notable sociólogo y filólogo, pero nunca se le reconoció lo suficiente. Hay que decirlo con todas sus letras, se le ninguneó advertida o inopinadamente.
Hemos tenido residiendo en nuestra comunidad a un hombre sabio y riguroso durante muchas décadas, sin aprovechar su lucidez. En una crónica sobre su aportación a la memoria histórica hablé del desperdicio que representaba no justipreciar su autoridad estimulando una cátedra en su nombre y proponiendo trabajos en equipo de jóvenes estudiantes interesados en conocer detalles de nuestro pasado para plasmarlo en tesis, etc.
Al padre lo visitaban de vez en cuando no más de cuatro o cinco discípulos –y no todos legítimos- Y aquellos que se sentían deudores de sus enseñanzas y admiraban al hombre y al maestro por sus valores intrínsecos: la pertinencia de su palabra; la búsqueda de la belleza literaria y del estilo; la disciplina férrea (dictaba a diario, casi ciego, sus reflexiones); la santa ira contra las injusticias; el humor certero tan Huasteco y finalmente, una ilustración de la que se carece en este comienzo de siglo, tan fustigado por la medianía de la cultura edulcorada y “Light”.
Carlos González Salas conoció las mieles de los altos estudios cuando se graduó en dos célebres instituciones: la Universidad Gregoriana de Roma y la de Salamanca, España, pero a la vez que fue dueño de una formación esmerada era también un hombre de alzacuellos tan campechano y directo que no tenía empacho en tomarse una copa entre los trabajadores a quienes asistía. Lamentablemente, algunos han hecho escarnio de pretendidas confidencias de cantina que solo desmerecen a los supuestos amigos íntimos.
Don Carlos siempre fue un inconforme. Trató, por todos los medios a su alcance, de organizar socialmente a los desposeídos, condenando siempre cualquier método violento. En esa etapa promovió y fundó cooperativas entre pescadores.
La vida lo trató con extremo rigor durante sus últimos años. Había superado una aguda etapa de depresión. Hace diez años lo encontré sumido en una profunda tristeza, como resultado de la “expulsión” de su casa natal; se negaba prácticamente a hablar y gracias al empeño generoso de personas como los integrantes de la familia Hernández Ochoa-González Berúmen pudo remontar la crisis. Regresó al mundo con renovados bríos. Recibió algunos reconocimientos, pero lo más importante fueron las publicaciones de algunas de sus obras. A los pocos sufriría una caída que lo dejó postrado después de una intervención quirúrgica de la que nunca pudo recuperarse y que le confinó a la cama espartana donde acabaría sus días.
Mientras escribo, lo imagino mirándome severo detrás del hombro y trato de ser objetivo en el reconocimiento de su valía y justo en los elogios. Me reprobaría otra cosa. No obstante, resulta complejo explicar en un artículo la importancia de su lección de vida en los días que corren. La preponderancia de los valores de la solidaridad humana y la relevancia de la sensibilidad en todos los órdenes de la vida choca frontalmente con la supremacía de lo material sobre lo espiritual y la confrontación fratricida sobre la convivencia. Hago un aparte para recordar que este es el momento oportuno de que las instancias oficiales cuiden que sus archivos sean preservados y estudiados con minucia y respeto: representan un valioso legado.
Redacto estas líneas con mucho pesar. Pierdo también un padre, en el sentido más amplio de la palabra: le debo la génesis de mi formación incipiente. Me beneficié de su generosidad desde los catorce años. Fue un notable guía que batalló con mi tozudez; me corregía enérgicamente, pero siempre con afecto. Me privilegió, tomándome como una suerte de muchacho de los recados. Manejaba su correspondencia y entregaba sus artículos en “El Sol de Tampico”. A través suyo acabé conociendo a autores legendarios como León Felipe, y frecuentando a don Ermilo Abreu Gómez, Margarita Paz Paredes, y Efraín Huerta.
La tutoría virtual del padre González Salas atrajo a un entrañable grupo de amigos, entre los que destacaban Gonzalo Rodríguez, Oliverio Novoa, y el “Gato” González, con quienes compartíamos un notorio interés por cuestiones filosóficas. Don Carlos encausó nuestras inquietudes, fundando un conjunto de poesía en voz alta que denominó “Orientación” y que sería el embrión del “Siglo XXI”, grupo que acabé dirigiendo, en un momento de rebeldía generacional que significó un rompimiento pasajero con el padre. Años después retomé el vínculo con don Carlos, solo interrumpido por mis largas ausencias del puerto (No radico en Tampico desde principios de los setenta).
La última vez que lo visité en su escuálido departamento de la vieja calle de la Amargura le llevé un tinto de la Rioja que degustó lentamente. El me regaló su sombrero, un auténtico Panamá “Tardán”. Antes de darme su última bendición, le propuse un juego literario del cual qued este fragmento circunstancial:
Don Carlos, vamos a escribir algunos versos.
¿Pero qué versos quieres que escribamos?
No importa ya que sean divinos o profanos,
se trataría de cantar los hechos cotidianos
para asustar la soledad,
el tedio de meses de remar solitario entre las sábanas…
MEA CULPA: No tiro primeras piedras, y en todo caso, debo comenzar reconociendo que no hice por el padre lo que debería. No vivir en la misma ciudad no es una excusa válida. No hay disculpa que valga para no cuidar más de una persona que significa tanto y fundamental, aunque se puedan alegar razones objetivas, dificultades, imposibilidades. Lo reconozco con dolor, para tener la oportunidad de hablar de un descuido que involucra a otras personas e instancias que también estaban obligadas, por lo menos moral (o gremialmente) a estar más al pendiente de uno de los suyos, por cierto, el más brillante en su humildad y el más talentoso en su magisterio.