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Canciones que un festival consagró, por Aquilino José Mata

Muchos creen que La hiedra, uno de los tantos éxitos del trío Los Panchos, es un bolero mexicano, sin saber que su origen está al otro lado del charco, concretamente en Italia. La canción data de 1958 y fue presentada en el Festival de San Remo de ese año, en la voz de Nila Pizzi, quien clasificó en el segundo lugar de ese certamen, que ganó Doménico Modugno con el que quizás es el tema más famoso surgido de uno de esos eventos: el célebre Nel blu dipinto di blu, o Volare, como simplificaron su título al obtener la popularidad que alcanzaría posteriormente, y que le daría no poca fortuna a su autor e intérprete, al punto de vender 20 millones de copias en todo el mundo, una cifra abrumadora para entonces.

Precisamente de San Remo, en la época dorada de la canción italiana, emergió un nutrido grupo de temas de fama internacional, algunos provenientes también de la inspiración de Modugno, quien en su voz, o en las de otros vocalistas, legó títulos como Dio come ti amo y Piove (Chao chao bambina). Otra canción de esa cantera, Al di la, se volvió tan popular que hasta se le utilizó como tema musical de la taquillera película norteamericana de 1962, Los amantes deben aprender.

Eurovisión, el otro gran festival europeo, actuó igualmente como trampolín de  canciones famosas. Kenneth McKellar presentó, en la edición de 1966, A Man Without Love, con la que clasificó en un modesto noveno lugar. Y posiblemente no hubiese pasado nada con su tema, de no haberlo incorporado Tom Jones a su repertorio -con arreglos y armonías más vibrantes- situándolo como un bate records de difusión y ventas. Otra británica, Sandie Shaw, irrumpió allí con Marionetas en la cuerda. Del mismo festival son también La La La (Massiel), Congratulations (Cliff Richards), El amor es azul (interpretada por Vicky Leandros, pero popularizada en la versión instrumental de Paul Mauriat), Gwendoline (Julio Iglesias), Waterloo (Abba), Eres tú (Mocedades) y Yo soy aquel y Hablemos de amor (ambas de Raphael).

El telegrama, la contagiosa canción que dio a conocer a la chilena Monna Bell, le hizo saborear en 1959 el triunfo en el Festival de Benidorm, en España, el mismo que también consagraría al novel baladista Julio Iglesias en 1968 con La vida sigue igual y a la venezolana Mirla Castellanos en 1969 con Ese día llegará.

No se puede hablar de la carrera del mexicano José José sin relacionarlo con El triste, tercer lugar en el II Festival de la Canción Latina en el Mundo, celebrado en la capital azteca en 1970 y en donde nuestra Mirla Castellanos quedó segunda en la clasificación con un tema de Leo Dan titulado Con los brazos cruzados, con arreglos y dirección del maestro Aldemaro Romero.

Y hablando de Aldemaro Romero, hay que mencionar un hecho insólito. Sucedió cuando compitió, con su grupo Onda Nueva, en una de las últimas ediciones del Festival Venezolano de la Canción -organizado durante varios años por la Fundación Festival del Niño y transmitido en cadena nacional. Lo hizo con una de sus canciones más notables, El catire, que llegó ¡en el último lugar! A otro gran músico, el argentino Astor Piazzolla, le pasó algo similar cuando, en el Festival Buenos Aires de la Canción de 1971, presentó su inmortal Balada para un loco y no pasó absolutamente nada.

Los que sí dejaron su huella en el festival porteño fueron dos venezolanos, que estrenaron allí canciones que serían luego éxito en Latinoamérica: Mirtha Pérez con La nave del olvido y Héctor Cabrera, que defendió Las cosas que me alejan de tí.

Y así como Volare es en el mundo la más famosa de las composiciones festivaleras, en Venezuela lo es, sin ninguna duda, el Cumpleaños feliz de Luis Cruz. Su autor la presentó a competencia, con el título de ¡Ay que noche tan preciosa!, en una justa musical convocada a comienzos de los años 60 para elegir una canción de cumpleaños de arraigo nacional. Eligió para interpretarla a Emilio Arvelo y resultó tan impactante, que prácticamente no tuvo rival de peso a la hora de ser elegida como la mejor. Y aquí sí es verdad que los jueces no se equivocaron. Su permanencia en el tiempo es la mejor prueba de ello.

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