Bobarey
Cargada de plátanos, cocos y gente con zapatos, la Santa Amelia baja por la serpenteante carretera de agua. En el anochecer, los ruidos del monte se escuchan fantasmagóricos, como de ánima en pena. Parecen gritos de gente sufrida. O de espantos gimiendo por consuelo. En realidad, son los araguatos, alertando visita, ahuyentando intrusos.
Nicodemo tiene la mirada como extraviada, como si lo que buscara lo tiene por dentro, perdido, arremolinado, escondido en alguna parte, entre sus vísceras, o acaso cerca, muy cerca del corazón. La soledad le pesa, y también los años. Para ese dolor del alma parece no haber cura. Tienen razón quienes le dicen que ya va siendo tiempo de casarse de nuevo. Que ningún amor fugaz, de esos que se consiguen por los caminos, sustituye el cuidado de esposa. A la vida no es posible verla de soslayo.
Le duelen los huesos y las articulaciones… y los años. La humedad ya no se soporta como antes. ¿Cuántas veces ha hecho este trayecto? Conoce la travesía de memoria. Puede cerrar los ojos y ver cada giro, cada recodo, cada espacio donde el agua hace remilgos. A su lado, el sobrino Juan Isidro, que dejó de ser niño apresuradamente para convertirse en hombre. Es su compañero de ya tantos años. Lo mira. Tiene los ojos de su madre, pero el estilo, la personalidad y el carácter del padre.
Cuando el muchachito no era más que un cusurro, Nicodemo se dio cuenta que era inteligente y despierto, y que no sería suficiente con las enseñanzas de la Maestra Josefa en la escuelita de La Cañada. En ese pueblecillo sólo había una escuela, de techo de palma, piso de tierra, y un pizarrón que había venido desde Maracaibo a bordo de una piragua. Juan Isidro iba todos los días a recibir clases de su adorada maestra, provisto de un taburete, porque la escuela no tenía pupitres, 2 lápices con punta y un cuadernillo. Ah, y un montón de deseos de saberlo todo.
Nicodemo habló con su hermano y la cuñada.
– Ya la Maestra le enseñó todo lo que sabe. Si se queda aquí, no va a aprender más.
Doña Eulacia armó mudanza para Maracaibo, para que el niño pudiera estudiar en el Colegio Federal de Varones y luego con los curas Maristas, para finalmente ingresara en la Universidad en Mérida y graduarse de abogado y hacerse además del doctorado en ciencias políticas.
– Muchacho, escúchame, para ser ganadero en este país, es necesario saber de leyes, de agua y de linderos.
Ya en San Isidro, a pesar de echarse en una de sus hamacas predilectas, Nicodemo durmió mal. Estaba intranquilo. Daba vueltas y vueltas. Sentía que en cada curvatura lo asechaban los recuerdos, los dolores, las angustias no resueltas. Y sus muertos, todos sus muertos. Otra vez volvió a despertarlo la pesadilla de siempre, la recurrente, esa en la se ve a sí mismo cayendo por un foso. Siempre ha creído que es Isidro, desde el más allá, advirtiéndole de peligros, porque cada vez que sueña, algo raro está pasando. Pero esta vez se adelanta. Despierta al sobrino en la madrugada:
– Juancho, despierta, vamos para el puerto.
– ¿Qué pasa, tío? ¿Acaso le mandaron a avisar de alguna novedad?
– No, pero presiento que algo anda mal.
Cuando llegaron al puerto, en efecto, algo andaba mal. Muy mal. De entre la carga de plátanos, una ponzoñosa macaurel había surgido, y picado a uno de los cargadores. El hombre ya convulsionaba por el efecto del veneno de la serpiente.
Juan Isidro vio al tío Nicodemo proceder con premura y sin titubeos. El tío se quitó la correa, hizo un torniquete, y con mano firme tomó el cuchillo, y abrió un tajo en el tobillo del hombre, justo donde estaban las marcas de los dientes de la perversidad. El dolor produjo en el picado un grito agudo. Luego perdió el conocimiento. Nicodemo chupó la herida y escupió. Lo hizo varias veces. Luego preparó una cataplasma de hierbas para colocarla sobre la herida, y un brebaje.
– Tío, ¿sobrevivirá?
– No lo sé. Si aguanta la fiebre de las próximas horas, puede ser.
– ¿Y si lo trasladamos al hospital de Maracaibo?
– Puede morir en el trayecto. Hay que esperar, darle mucha agua y el bebedizo, y cambiarle la cataplasma cada media hora.
La bella Zulia y el paritorio
Cuentan que aquella tarde, Zulia, la más hermosa de las princesas indígenas, hija del gran cacique Cinera, fue tomada por sorpresa por los dolores de parto, mientras se encontraba sola en el monte. Algo andaba mal. Retorciéndose en sudores y espasmos, cayó al suelo, y allí, sobre la misma tierra, a solas, de su vientre nació un niño.
Pero tal fue el esfuerzo, que le costó a la madre un desangramiento que casi le condujo a la muerte. Pero la parca no conduce el viaje cuando aún no es tiempo. Nadie muere la víspera.
La sangre manó de su cuerpo, a borbotones, como un manantial, creando una corriente que habría de tornarse en el Río Zulia. Sus aguas rojizas alimentaron al Catatumbo, que se llenó de relámpagos que semejaban los gritos de la parturienta. El niño, que recibiera el nombre de Bobarey, sobrevivió, milagrosamente, y ambos, madre e hijo, fueron rescatados por las viejas de la tribu.
Había nacido Zulia hacia 1538. Fiel heredera de la estirpe de su padre, el cacique Cinera. A la muerte de este poderoso hombre, que era ampliamente conocido por su coraje, la princesa Zulia lucha en contra del conquistador español.
En 1561, combatiendo al enemigo de su pueblo y de su raza, Zulia fenece a manos del guerrero español. Por varios siglos, su nombre se mantuvo en el corazón de todos, pero acallado, sin hacer justicia a su memoria.
Pero en 1824, con la creación por Simón Bolívar de la Gran Colombia, a la vieja provincia de Maracaibo se la convierte en departamento, y se le bautiza con la motilona voz de “Zulia”, quedando inmortalizada así la memoria de la valiente princesa indígena, y dando pie algunos años más tarde a un estado que, “sobre palmas y lauros de oro”, lleva tatuado el nombre de una mujer.
Años más tarde, en tierras del sur del lago, una hacienda recibió el nombre de “Bobarey”. Fue el asiento de los sudores, dolores, trabajo, denuedo y logros de hombres recios y corajudos, que de navegantes se tornaron en ganaderos. Quiso Dios que en tales tierras se posara la gloria y la paz…
Una vida y un destino
A Isidro el destino lo tomó de su cuenta, sin previo aviso, sin tiempo para acomodar sus pensamientos. El ataque feroz del antrax lo consumió en horas. Y su mujer se descubrió a sí misma frente a un espejo que le trajo la imagen más temida: la de la viudez, la de la soledad, la del silencio. Cuentan que durante el velorio, la aún joven doña se tornó en adusta matrona.
Al hijo Juan Isidro hubo que convocársele de urgencia. Y de Mérida fue a Maracaibo, a tiempo apenas para las exequias. Y luego, aceptar que un año al menos tendría que poner en remojo sus estudios de leyes, para encargarse de Bobarey. Del ganado, del ordeño, de la peonada, de las compras, de las ventas, de la tierra, del futuro. Un futuro escrito en una letra de campo, con el mugir de los mautes, el cantar de los grillos y el croar de los sapos como orquesta sinfónica. Un futuro que lo obligó a crecer con prisa. La vida a Juan Isidro se le convirtió en una máquina de maduración apresurada.
Con el Tío Nicodemo recorrió campos y parajes. Con su ayuda aprendió el oficio de la ganadería. A negociar, a sembrar pasto, a contar ganado, a evaluar sementales, a saber del clima, a descifrar el canto de los grillos, a vislumbrar en la caída de la tarde el ocaso de una jornada de esfuerzo.
Aprendió a descubrir las verdaderas intenciones de un recién llegado; a distinguir lo bueno de lo malo; a escoger bien, a leer en los ojos de los animales, a diagnosticar el tono de las nubes, a olfatear la lluvia. Aprendió a no claudicar por los tropiezos. Más importante aún, aprendió a ver el cielo, a entenderlo, a soñarlo. Y en cada viaje de trece horas sobre plátanos en la piragua, entendió que no existe mejor vida que la que se respira en el campo.
Al cabo de un año, regresó a la universidad. El estudio se mezcló con visitas a las familias merideñas, con paseos al páramo, con largas jornadas de leer y escribir. Y mientras tanto, el tío Nicodemo cuidaba de Bobarey.
A los pocos años, llegó la hora de la toga y el birrete, de la novia orgullosa, de los tíos orondos, de los títulos con honores. Llegó el momento de despedirse de la ciudad de los caballeros, para volver a Maracaibo, y convertirse en hombre a cargo de todo.
Y vino el casorio con Isabel Elena, la más bella entre las bellas. La celebración sencilla. Había guerra en la Europa, y no era cuestión de insultar el dolor de la humanidad con grandes fiestas. Eso sí, Isabel, su madre, sus hermanas y Doña Eulacia, la que habría de tornarse en suegra se esmeraron en el obsequio. A los invitados se ofreció de la culinaria zuliana, y no faltó el conejo en coco, que era uno de lso platillos predilectos de Juan Isidro. Doña Eulalia lo preparó con especial atención, mientras la joven novia fue tomando nota de las instrucciones:
– Mira, Isabel, para preparar el conejo en coco que tanto le gusta a Juanchito, necesitas 2 kilos de conejo, 100 gramos de mantequilla sin sal, 2 tazas de leche de coco, 6 dientes de ajo machacados, 2 cebollas ralladas, 1 pimentón bien picadito, 5 tomates finamente picados, sin piel sin semillas, 2 ajíes dulces picaditos, 1 taza de caldo de pollo o de gallina, Sal y pimienta y 1 cucharada de salsa inglesa.
Primero lavas y cortas en presas el conejo. Lo adobas con los ajos, la cebolla, la salsa inglesa, la pimienta y la sal, y lo dejas reposar por unas horas.
En una paila que ya esté muy bien curada, calientas la mantequilla, le agregas una cucharadita de aceite para que no se queme, y fríes las presas escurridas hasta que estén doradas. Añades el adobo que usó para sazonar el conejo, y además los ajos, el pimentón, los tomates y el caldo. Lo pones a fuego lento hasta que la carne esté casí blanda.
Luego le agregas la leche y lo dejas a fuego muy bajito hasta que ablande completamente y la salsa espese. Luego lo sirves caliente y lo acompañas con un arroz blanco.
Isabel lució un traje confeccionado y bordado por sus propias manos. El velo fue hecho por una tía. Constaba de más de 200 “Soles de Maracaibo”. En el baile, la orquesta regaló a la novia una de las piezas más hermosas del repertorio zuliano: Maracaibo en la noche.
Y el Tío Nicodemo allí, siempre allí, haciendo las veces de guía, de tutor, envejeciendo con la dignidad de los hombres recios que superan dolores y traspiés. Y la prima querida, la adorada Elisa, la hija del Tío Nicodemo, la que más bien semejaba personaje de novela, la que mezclaba la dulzura con la rebeldía. La de los sombreros de ala ancha y las ganas de llevarse el mundo por delante.
Y vino la felicidad del primer embarazo, y el dolor inmenso de la muerte del primogénito. Apenas hubo tiempo para bautizarlo. Y la lucha por lograr un hijo. Y los llantos bajo la luna por los niños que no llegaban. Y esconder en el bolsillo la tristeza. Ocho pérdidas, ocho que no vieron la vida. Ocho veces de caídas. Ocho disimulos. Refugiarse en el trabajo, en el escritorio, en los papeles, en el campo, en el país a medio hacer. Y por encima de todo, ser solidario con aquella mujer que sentía su vientre secarse.
Trabajo y más trabajo
Quizás sea cierto que en Zulia se anida cierta mal entendida pedantería. El zuliano tiene muy presente que fue allí donde se creó la primera planta eléctrica del país en 1883. Fue allí donde se fundó la primera institución bancaria de Venezuela, el Banco de Maracaibo. Fue allí donde se imprimió el primer texto para la educación primaria en Venezuela. Fue allí donde se armaron los primeros sindicatos del país que iniciarían el régimen democrático actual. Fue allí, en 1897, donde se produjeron las primeras proyecciones y las primeras filmaciones cinematográficas en Venezuela y Latinoamérica.
Pero a pesar de una vida signada por la prosperidad, Nicodemo e Isidro siempre hicieron gala de modestia y comedimiento. Quizás de tal tesitura y ejemplo, Juan Isidro aprendió a entender que los logros son apenas peldaños en una escalera interminable, y que los triunfos pueden ser, si mal entendidos, el comienzo de una caída.
Así, cuando el semental “Bobarey” obtuvo el más alto reconocimiento en la feria agropecuaria, Juan Isidro no se empinó sobre tentadoras glorias pasajeras, sino que lo ofreció a ganaderos menos afortunados para montar a sus vacas y mejorar así la cría. Y cuando fue llamado a ocupar la magistratura de la corte, lo tomó no como un aplauso sino como un deber. Igual le ocurrió cuando fue convocado a desempeñarse como Vice Rector en la Universidad del Zulia. Cuentan que a los estudiantes prestaba sus libros y notas. “La falta de un texto no puede ser impedimento para el saber”.
Cuando el Tío Nicodemo anunció casorio con la dulce Trinidad, oriunda de Santa Cruz de Zulia, a Juan Isidro se le puso de fiesta el alma. Y esa felicidad sólo fue superada cuando su mujer logró al fin un parto exitoso. Un milagro, decían todos en la familia. Un milagro que Dios otorga a quien sabe esperar, sin desesperar. Sintió que todo lo torcido se enderezaba.
De ahí en más, la vida para Juan Isidro no fue sino una ristra de esfuerzos, de siempre ir más allá, de superar las adversidades, de ayudar a quien necesitara apoyo, de criar y educar a los cinco hijos que Dios le concedió, de trabajar sin pausa para hacer respetar a su Zulia, para desarrollar el campo, para convertir a los hombres de campo en hábiles empresarios de la tierra.
Pero a quien tanta felicidad alcanza, la vida no tarda en obsequiarle tristezas. Perder un padre es duro. Perder el segundo es doble dolor. La muerte del Tío Nicodemo fue como sentir una daga clavada en el alma. A la prima la abrazó, sin encontrar palabras con las cuales calmar su desconsuelo.
– Se me fue mi papacito, ay Juancho.
– Se nos fue, sí, se nos fue, pero se nos queda, adentro, muy adentro.
Y se acordó de su promesa al tío:
– Juancho, prométeme que cuando yo no esté, te ocuparás de ella.
– Tío, ella es como mi hermana. Nunca estará sola.
Al finalizar las exequias, un Juan Isidro cabizbajo se fue al campo, a reunirse en tertulia con sus muertos, con sus recuerdos, con las enseñanzas del querido tío, de ese que fuera su guía y mentor. Y en una tarde de lluvia, se sentó a orillas del Escalante, y se prometió siempre honrar a sus viejos.
Pero las desgracias nunca llegan solas. Cuando aún no había logrado sobreponerse al dolor de la pérdida del querido tío, fenece su madre, Doña Eulalia. Y cuando se es hijo único, el dolor parece mayor, más grave, más duro, más insondable, quizás porque se siente que no hay con quién repartirlo. Pero como Bobarey a la muerte de Zulia, Juan Isidro se elevó sobre el dolor, lo venció con trabajo y más trabajo, con sudor y más sudor.
Cuando se trabaja en tierras del Sur del Lago, algo se convierte en una verdadera obsesión: el agua. El agua que viene en exceso o el agua que no llega; el agua que lo inunda todo, o el agua que se añora para saciar la sed de una tierra craquelada.
Para Juan Isidro, el dominio del agua se convirtió en una meta. Y si nunca logró inventar una danza para hacer llover, sí se propuso controlar el flujo, y lo consiguió. No poca cosa cuando se trata de una tierra a tres metros bajo el nivel del mar.
Primero fue una especie de acequia. Pero eso no fue suficiente. Entonces comenzó a armarse en su mente la idea de una represa. De una idea vaga se pasó a los bocetos y a los planos; de los planos a las obras; de las obras a un verdadero homenaje a la ingeniería hidráulica. Así que cuando años más tarde llegaron ingenieros del Ministerio de Obras Públicas a indagar la posibilidad de armar un río paralelo, suerte de desaguadero, en el pueblo todo los guió a la nutrida biblioteca de Juan Isidro, hospedaje de más manuales, más libros, más apuntes que la mismísima biblioteca de cualquier facultad de ingeniería de universidad nacional alguna.
La tierra incrustada en la piel
El ser propietario de unas hectáreas es no sólo lo lógico, sino lo que ata, lo que se puede tocar, oler, ver, lo que trasciende, lo que queda. La tierra es un símbolo de pertenencia, de identidad, de unión, de permanencia. La tierra genera apegos, amores y lealtades. La tierra se le incrusta a uno en el código genético.
A quienes crecen con esa mentalidad de gente de campo, se les hace muy cuestarriba entender el nivel de insensatez al que pueden llegar los burócratas que redactan adefesios legales. Y se les escuece la piel cuando escuchan y leen declaraciones que revelan ignorancia sobre el tema agropecuario. Frases que erizan la piel, como que ‘la ordenación de las tierras de vocación agrícola conlleva definir el tipo de cultivo más idóneo según el tipo de suelo. Si alguien tiene ganado en tierras de primera tendrá que sacarlo de ahí. El Estado no lo va a sacar de sus tierras, pero le dirá que se ponga a producir otro rubro’.
Quienes así hablan, lo hacen desde el mundo de la temible ignorancia, desde los ignotos parajes del desconocimiento, desde el oscurantismo.
Las tierras del Sur del Lago son de primera. Eso es rigurosamente cierto. No son, sin embargo, de primera a consecuencia tan sólo de un acto divino, si bien hay que reconocer que mucha bendición de la Santa China hay. Pero siguiendo aquella conseja de los santos evangelios según la cual Dios ayuda a quien trabaja, su condición privilegiada es producto del tesonero esfuerzo de ya varias generaciones de venezolanos que se dieron a la tarea de convertirla en esa codiciada maravilla que es hoy. Pero no es cuestión de narrarle la historia a los legisladores. Quien no sabe de dónde viene, mal puede saber a dónde va, o pretende llevar a la gente.
Supongamos, sin embargo, que los así llamados colonos que desarrollaron el Sur del Lago se equivocaron, y que han debido destinar esa «Terra Magna» para otras vocaciones. Dispuestos estamos a conceder que todos los precursores, los que soportaron las épocas difíciles de la fundación, los que navegaban sobre plátanos en piraguas horas y horas para atracar en los puertos fluviales, los que fueron picados por toda clase de insectos y reptiles, los que sudaron más que bocachica en brasa, digamos que esos recios señores estuvieron todos errados de medio a medio.
Resulta, pasa y acontece que esa franja de tierra mágica que es el Sur del Lago de Maracaibo, que hay que suponer los legisladores recorrieron varias veces antes de producir leyes y reglamentos y no se limitaron al teatrillo de gabela, cuenta hoy con una infraestructura muy costosa en términos de los rubros de leche y carne. No hablamos solamente de los productores, sino de procesadores de leche, mataderos, distribuidores y otros elementos que hacen que la leche de esas vacas y la carne y cueros de esas reses, se conviertan en toda clase de productos terminados que se consumen en todo el país. La cosa está encadenada.
Son las 4 de la mañana, hora en la que seguramente algún legislador duerme a pierna suelta. En la Hacienda La Montera, ubicada en el kilómetro 17 de la carretera que va de Santa Bárbara de Zulia a El Vigía, se acerca la hora del ordeño. El campo es particularmente hermoso en la madrugada. Las vacas se comportan como señoras muy bien educadas. La leche que ha manado de sus ubres generosas es vertida en contenedores, algunos de los cuales tienen la historia inscrita en el metal, pues datan de tiempos de finales del siglo XIX.
Un camión va pasando por las materas de la finca recogiendo esos cántaros, y los lleva a una enfriadora. Luego, de la planta más cercana llegan a buscarla, en un camión cava que cuesta un montón de cobres.
En la planta comienzan a procesarla, para ofrecer al mercado una amplia gama de productos: leche pasteurizada, leche en polvo, leche de larga duración, leche descremada, leche con calcio y vitaminas, leche achocolatada, chicha, quesos varios, crema, nata, suero, mantequilla (con sal y sin sal), yoghurt, dulce de leche. Luego de procesada y transformada en esos productos, previo estrictos controles de calidad, se envasa o empaqueta, se etiqueta, y se prepara para su distribución al mayor.
Camiones cargados de estos preciados, sabrosos y nutritivos productos circulan por nuestras carreteras, de manera de surtir los expendios, que se cuentan por millones. Los productos terminan en la mesa del venezolano y si tenemos suerte en más de un hogar en el extranjero.
Juan Isidro murió, pero no descansa en paz. En el más allá, su alma llora. Su Zulia, esa tierra bendita que tanto adoró y por cuyo progreso tanto luchó, está siendo objeto de un estado de sitio. Está sentado, con las manos en la cabeza, a la sombra de una lara, junto con Chente Matos, Rafito Urdaneta, Roque Badell, Joaquín Brillembourg, Teódulo Rincón, Joaquín Urdaneta, Diego García, Francisco Morillo Boscán, Renato Morillo Boscán, Chucho Rincón Viloria, Juan Romero y tantos otros forjadores zulianos, cuyo denodado esfuerzo y muchos litros de sudor honesto convirtieron a esa tierra retadora e indómita en un polo de desarrollo agropecuario. No fueron – como equivocada y mezquinamente se les califica – los amos del Lago. Fueron los sembradores de progreso, los que hicieron realidad sueños lindos, sueños de proyectos, hombres que trascendieron la ilusión.
Juan Isidro no descansa en paz. Sus huesos se revuelcan en su tumba. Su Zulia está en peligro, amenazado por una banda de perversos bandidos que – prevalidos del poder temporal que otorga estar en el gobierno y abusar de él – lo quieren saquear.
Juan Isidro no descansa en paz. No puede hacerlo. Su Zulia, ese que fue sujeto de la mayor de sus pasiones, está siendo víctima de desafueros e insensateces. Los trajinadores de oficio, los trashumantes de ocasión, le han puesto el ojo y la garra. Con inmoral perversidad y dando espacio a los más bajos instintos, quieren descuartizar al Zulia. Que la envidia es el pecado capital de quienes nunca han trabajado. Porque termina siendo cierto aquello de que hay muchos que quieren ganar indulgencia con escapulario ajeno. Porque quieren el tener regalado, porque quieren comprar conciencias, porque no se medirán ante nada para conseguir sus pérfidos fines. Y torcerán la ley, y burlarán el Estado de Derecho, y se regodearán en la trampa y la coima. Quieren al Zulia, lo desean con el ardor del delincuente que planifica su asalto. Saqueadores, depredadores. Ejerciendo el cuatrerismo, institucionalizándolo, legalizándolo, generando el caos y la anarquía, que es la forma más severa de irrespetar la tierra y pisotear la justicia.
Que ya lo escribiera Ellul: » …cuán trágicamente ilusoria es la creencia de que la justicia, la verdad o la libertad pueden alcanzarse confiando estos valores al Estado…».
Juan Isidro no descansa en paz. Siente congoja en el alma, y sus callosas manos, como son siempre las manos de quienes trabajan el campo, están adoloridas. Esas manos que sembraron pasto y esperanza, y se arrugaron con el agua de cientos de inclementes aguaceros, que ordeñaron ubres de vacas pródigas, que curaron terneritos, que limpiaron monte y sacaron la mala hierba, que armaron instituciones y fundaron progreso.
El himno del Estado Zulia, “Sobre Palmas”, se hace oficial según Decreto Ejecutivo el 15 de agosto de 1909. En concurso público para elegir letra y música de un himno para el Estado, resultaron como ganadores Udón Pérez para la letra y el Dr. José Antonio Chávez para la música. La obra comienza a ser difundida el 19 de febrero de 1910. Juan Isidro lo entonaba todos los días. Dice así:
Sobre palmas y lauros de oro
yergue el Zulia su limpio blasón
y flamea en su plaustro sonoro
del progreso el radiante pendón.
La luz con que el relámpago tenaz del Catatumbo
del nauta fija el rumbo cual límpido farol:
el alba de los trópicos la hoguera que deslumbra
cuando el cenit se encumbra la cuádriga del sol…
no emulan de tus glorias
el fulgido arrebol.
En la defensa olímpica de los nativos fueros,
tus hijos sus aceros llevaron el confín;
ciñendo lauros múltiples los viste, con arrobo
del Lago a Carabobo, del Avila a Junín;
y en Tarquí y Ayacucho
Vibraron su clarín.
Erguido como Júpiter, la diestra en alto armada,
fulgurante la mirada de rabia y de rencor;
las veces que los sátrapas quisieron tu mancilla:
mírate de rodilla sin prez y sin honor
cayó sobre sus frentes
tu rayo vengador
Y luego que la cólera, de tu justicia calmas.
Va en pos de nuevas palmas tu espíritu vivaz;
en aulas y aerópagos, cabildos y liceos,
te brinda sus trofeos el numen de la paz:
y vese en blanca aureola
resplandecer tu faz.
En tu carroza alígera que tiran diez corceles,
de acentos y laureles, guirnaldas mil se ven.
Allí del arte el símbolo, del Sabio la corona,
de Temis y Pomona la espada y el lairén.
la enseña del trabajo
y el lábaro del bien.
Jamás, jamás los déspotas o la invasión taimada,
la oliva por la espada te obligan a trocar;
y sigas a la cúspide triunfante como eres,
rumores de talleres oyendo sin cesar:
en vez de los clarines
y el parche militar
Sobre palmas y lauros de oro… No es tan sólo un himno. Es una declaración de zulianidad, de patria chica que se integra a la grande que es Venezuela. Los niños lo cantan en tierras del Coquivacoa, del cacique Cinera, de la princesa Zulia y de su hijo el valiente Bobarey…
“Bobarey”, es un cuento original de Soledad Morillo Belloso. Los datos sobre historia y literatura han sido consultados en el diccionario de historia de la Fundación Polar, en El Zulia Profundo, en los archivos de la Asociación Rural del Zulia, y en documentos del Dr. Francisco Morillo Romero. La receta del conejo en coco es de Mercedes Romero de Morillo, abuela de la autora.
Si usted quiere comunicarse con la autora, escriba por favor a: (%=Link(«mailto:marsmorb857@cantv.net»,»marsmorb857@cantv.net»)%)