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Arte y locura una insólita simbiosis

Perder la razón es un viaje (muchas veces sin boleto de regreso) por el laberinto de la mente, en donde no hay Minotauro ni un hilo de Ariadna para guiarse. Y aunque lo escrito encierra mucha cursilería literaria se puede asegurar que la locura está lejos de la metáfora y bastante cerca del horror.

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La locura más que un desorden fisiológico es un problema de orden social con implicaciones éticas y morales cuyo tratamiento (a fines del siglo XVIII fue considerada como enfermedad) hoy sigue basada en la represión y el aislamiento del alienado mental.

No obstante la locura seduce y desde los griegos fue observada con curiosidad filosófica por Platón y Aristóteles. Los artistas escapan de su poder de seducción. En la Edad Media a los desequilibrados se les catalogaba como poseídos y eran sentenciados a morir en la hoguera, que era una forma de profilaxis patentada por la Iglesia. Hyeronymus Bosch, conocido como El Bosco, vivió en ese tiempo y todo ese mundo de supersticiones y crueldad fue llevada a sus retablos y dibujos. El mundo que pinta está alejado de toda normalidad. Toda su obra pictórica está atiborrada de plantas extrañas, monstruos y adminículos de una rareza espeluznante. Cuando no son los tontos el motivo de sus cuadros, son los locos. Su cuadro «La Nave de los locos» es una sátira contra esa locura colectiva en el que envuelve al mundo. Con ese cuadro desenmascara la herejía: los hombres perdidos en el mar de sus obsesiones y deseos olvidan la lucidez del espíritu, quienes cantando, bebiendo, parecen navegar sin rumbo en una perenne navegación de perdición irremediable. Otro de sus cuadros es “La extracción de la piedra de la locura”. Representa de manera visual el proverbio: «Las cosas van mal cuando el sabio va a casa de locos para operarse de su locura». Algunos autores proponen como inspiración la frase hecha del neerlandés «tiene una piedra en la cabeza» para referirse a quienes se comportan con una conducta extravagante.

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En ocasiones el fuego de la locura inspira al artista y otras lo envuelve de manera implacable como fue el caso del escultor Franz Xaver Messerschmidt, nacido en Alemania en 1736. Desde los 16 años despunta como un escultor genial, pero en 1771 Comienza a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad. Su extraño comportamiento le hace primero perder a su clientela y luego un importante puesto como catedrático. Decide aislarse y empieza a trabajar en una serie de bustos denominados como “Los caracteres de Messerschit”. La pecualiridad de estos bustos, aparte de su gran exactitud técnica, radica en la deformidad expresiva que tienen. Sobre esta peculiar deformación de los bustos en una oportunidad explicó: “El demonio me pellizca y yo le devuelvo el pellizco al demonio. Las esculturas son el resultado de estos encuentros.”

El mundo que plasmaron los expresionistas en sus telas poseía un componente psicopatológico y como escribió el psiquiatra Pedro Téllez Carrasco, el expresionismo fue un esfuerzo para reportar por medios plásticos, no el mundo exterior, la realidad, sino el mundo interior de artista. James Ensor y Evar Munich son pintores expresionistas que a través de sus cuadros muestran con crudeza ese desequilibrio emocional y que en Vicent Van Ghog alcanzará su expresión más alta. Como artista tuvo mala fortuna. Las privaciones de todo tipo lo llevaron al manicomio. Las crisis nerviosas se suceden en un crescendo de violencia dolorosa. En 1889 entra el hospital psiquiátrico de Saint-Rhémy. En ese lugar de pesadilla antiséptica, y viajando indetenible hacia la locura, realizará 150 telas y centenares de dibujos. De este conjunto de obras destacan «El segador» y «Campo de trigo con vuelo de cuervos». Se puede especular que su tela «El segador» anuncia, con poética y turbadora clarividencia su destino final. Con referencia al cuadro Van Gogh escribió: «Veo en este segador una vaga figura que lucha como un demonio en pleno calor, para acabar su faena; veo en él la imagen de la muerte…pero en esta muerte no hay tristeza, pasa a plena luz, con un sol que inunda todo con un brillo oro».

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Armando Reverón luego de su travesía respectiva por la clínica psiquiatrica terminó escapando. Recluido en un castillete cerca de la playa convirtió el acto de pintar en un ritual. Se amarraba con férreos mecates en la cintura y luego embestía con furiosa irracionalidad la tela. Al final sus telas eran paisajes de luz, pinceladas gestuales que simplificaban el paisaje de la costa con escuetas pinceladas donde la luz lo era todo.

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El caso de Javier Téllez es bastante peculiar. Sus padres eran psiquiatras y sumergido en esa atmósfera de la locura como algo cercano y cotidiano (Uno de sus hermanos murió esquizofrénico) ha llevado la locura a su taller para extraer de ella su metáfora estética.

Una de las obras fundamentales de Javier es sin duda «La extracción de la piedra de la locura». Dicha instalación se llevó a cabo en el Ateneo de Valencia y en el Museo de Bellas Artes de Caracas. Javier no llevó nada espectacular. Lo único que hizo fue reproducir un pabellón completo de enfermos mentales en el espacio del museo. Traspapeló desde la metáfora la locura ofreciendo una visión terrible, pero al mismo tiempo de incuestionable poesía. Téllez en su texto, «De un hospital dentro del museo», explica así su concepción de la obra: «Tanto la museología como la clínica psiquiátrica se basan en taxonomías que establecen una dicotomía de o normal y lo patológico. La selección y marginalización constituyen el principal modus operandi, sea éste el empleado dentro del marco de la historia del arte o del estudio del comportamiento humano. El dogma terapéutico, que ambas ciencias comparten, hace que médicos y curadores de exposiciones se valgan del mismo verbo para definir el ejercicio de sus profesiones: curar el cuerpo; artístico o fisiológico».

La interrelación del arte y lo locura es bastante estrecha. Además entre la genialidad y la locura hay una frágil y delgada frontera. Picasso era un déspota tacaño. Dalí hizo de loco para publicitarse como genio y luego terminó creyéndose su papel. Balthus tenía muchas manías. Pollock administraba emborrachaba su locura trasegando mucho alcohol. Frida Khalo era una amargada melancólica y egocéntrica. La lista es larga. Hoy la locura del mercado organiza la piñata estética y una obra de arte tiene valor no por su contenido, sino por su cotización en el emporio artístico.

Lo escrito por Perán Erminy es puntual: “Si la locura es indefinible y terriblemente enigmática y desconocida, y si no podemos reconocerla, pero sólo a través e su calificación por el poder, aunque no compartamos las razones de su exclusión social y cultural, ni una definición como patología, menos aun en las artes, para las cuales es necesaria y consustancial.”

Foucault aseveraba que el arte empuja la locura a sus límites sin cesar. En todo caso una locura creativa, metódica y apasionada como la que mueve a Hamlet. Al mismo tiempo el arte conforma la mejor terapia, tanto para el espectador como para sus creadores, cuando nos asomamos a la calle y sentimos que el aire está viciado de una locura cotidiana y sin sentido que muchas veces nos rebasa.

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