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Antonia Palacios, una escritora decente

Con apenas una novela, Ana Isabel, una niña decente (Editorial Losada, Buenos Aires, República Argentina), Antonia Palacios logró en 1949 lo mismo que Teresa de la Parra con dos (Ifigenia, 1924, y Memorias de Mamá Blanca, 1929): entrar por la puerta grande al universo de la novelística venezolana e hispanoamericano. Buena parte de la obra tiene carácter autobiográfico, aunque, dada la condición de soñadora de la novelista, y su notable imaginación, es posible que la mayor parte de los hechos no hayan sido reales. En el Prólogo de sus Obras Completas, editadas en 2002 por Calicanto y la Universidad Católica Andrés Bello, uno de los más importantes estudiosos de la literatura venezolana, Alexis Márquez Rodríguez, plantea lo siguiente: Hay en ella (la novela), por ejemplo, una admirable maestría en navegar entre las dos aguas de la narración infantil y juvenil, por una parte, y por la otra la literatura para adultos. Se pregunta uno, ciertamente, si la autora se propuso escribir para niños y jóvenes, o para gente mayor. Y lo que podría parecer una contradicción se resuelve en el hecho, fácilmente verificable, de que se trata de una novela que disfrutan por igual los niños, jóvenes y gente de mayor edad, sin límites cronológicos. También se refiere a lo interesante de la estructura de la novela, que describe como un collage o una yuxtaposición de cuadros, o de colores, que el lector disfruta enormemente y que alterna descripciones y situaciones. El primero de esos cuadros es una bella descripción: Ana Isabel siempre ha vivido frente a una plaza. Esas plazas caraqueñas con su ambiente aldeano, rodeadas de casas, que se apretujan las unas contra las otras. Casas iguales con aleros de tejas y ventanas con balaustres. Las ventanas están pintadas al óleo. La lluvia y el sol tuestan la pintura y Ana Isabel se entretiene en desconcharla para ver surgir su corazón de madera. Hay ritmo, hay poesía. La novela que narra la infancia de Ana Isabel, descendiente de gentes principales, que vive en una zona que no es la misma en la que viven las gentes adineradas y poderosas de su momento. Es una niña soñadora, que imagina muchas cosas y, sobre todo, descubre que en su mundo hay una clara diferencia entre los niños “decentes” y los que no lo son, en donde la “decencia” no es, como se define en los diccionarios, recato, respeto a las convenciones sociales, ni respeto a la moral sexual ni mucho menos dignidad y honestidad en los actos y en las palabras, sino algo que tiene que ver con el origen social de las personas. Ana Isabel es testigo del paso del tiempo en su mundo, que se va transformando junto con ella, que se convierte en una adulta, en una señorita “decente” que ya no podrá jugar con los niños de su entorno, los niños de los cerros cercanos, que no son “decentes” aunque sean buenas personas y respetuosos. Como señala Luz Marina Rivas en Nación y Literatura, el elemento nuclear de la novela es La precariedad de su condición social, entre la pobreza y el abolengo familiar, heredado con los apellidos de viejos próceres del país, (que) la convierten en un personaje sin un claro sentido de pertenencia, que oscila entre dos mundos: el de la plaza Candelaria, donde juega con los niños de los cerros, y el de la escuela, donde tiene compañeras de familias acomodadas. La trama, o podríamos decir la ideología que domina la trama, corresponde a la vida de la autora en su infancia y juventud, y refleja su posición política en los complejos tiempos de la Generación del 28, cuando estuvo con María Teresa Castillo, Josefina Juliac, Beatriz Peña, Isabel Jiménez Arráiz, etcétera, que fueron a la vez compañeras de los protagonistas y protagonistas ellas mismas, que supieron ubicarse en posiciones de vanguardia política. Sobre la propia Antonia Palacios se recuerda que se atrevió a gritarle “Asesino” al general Gómez al paso de su caravana oficial. Había nacido en la casa de su familia, de Pelota Punceres, en pleno centro de la ciudad, el 13 de mayo de 1904. Su padre fue el ingeniero Andrés Palacios, descendiente directo de Bonifacio Palacios, tío de Simón Bolívar, y su madre, Isabel Caspers, sobrina de Ezequiel Zamora. Como era muy frecuente en esos tiempos, los Palacios Caspers, a pesar de sus apellidos ilustres, no tenían medios de fortuna. Inocente Palacios, su hermano, nació cuatro años después que ella. En su infancia, La familia vivió en La Candelaria, en la Plaza del Panteón y en Maiquetía y, como era muy normal en aquellos días, Antonia apenas cursó los primeros años de primaria, pero por fortuna su madre se encargó de aproximarla a los libros y a la cultura en general. A su regreso a Caracas, su vida no fue muy diferente a las de sus compañeras de generación. Luego de los sucesos del 28 participó en muchas actividades. Fue en su casa, en 1929, donde nació el “Grupo Cero de Teoréticos”, que desapareció por la persecución política. Tiempo después se casó con Carlos Eduardo Frías, director de la revista Élite y excelente cuentista (dejó el oficio de escritor para dedicarse a la publicidad). En 1935, año en que murió Gómez, nació su hijo Fernán. En ese tiempo publicó sus primeros trabajos, con seudónimo, en Élite. Durante el gobierno de Eleazar López Contreras, Frías entró al Servicio Exterior y estuvieron en París y Ginebra. De esa experiencia salió la publicación de su ensayo París y tres recuerdos (1944). En 1941 nació su hija María Antonia, destinada a ser niña prodigio en el piano y a morir en plena juventud a causa de una Diabetes Mellitus I, que en ese tiempo se conocía como Diabetes Infantil. En 1949, como vimos, se editó en Buenos Aires su única novela, Ana Isabel una niña decente, gracias a la gestión que ante Gonzalo Losada hizo Arturo Uslar Pietri. En 1954 dio a conocer Crónicas de las horas, en 1955 Viaje al frailejón, un bellísimo relato de un viaje a los Andes hecho poco tiempo antes. Por la carrera pianística de su hija pasó un tiempo en New York, entre 1955 y 1956, año en el que se mudó a Caracas una de las mejores profesoras de piano de Estados Unidos (Harriet Serr) para apoyar a niña prodigio. En esos días conocí a María Antonia, de quien me hice realmente amigo. Formábamos parte de un curioso grupo de jovencitos que en vez de reunirse a bailar, beber y fumar, se reunía a oír buena música, a hablar de literatura y de música y a desarrollarse culturalmente. Llegamos hasta a sacar un número de un periódico que, por consejo de Antonia, llamamos Hontanar. Se daba entonces el curioso caso de que en la misma casa, en El Rosal, pared de por medio, se reunían los jovencitos y a la vez un grupo de intelectuales encabezado por Antonia, en donde estaban Oswaldo Trejo, Antonio Aparicio, Alfredo Silva Estrada, Sonia Sanoja, Alfredo Chacón, Roberto Guevara y otros, a quienes los jovencitos (María Antonia, María Elena Coronil, Beatriz Gerbasi, Alonso Palacios, Antonio Padrón, Manuel Padrón, Rodolfo Milani, Antonio Iszak, Simón Mitler, yo y otros), llamábamos con sorna “los adolescentes de Antonia”. En 1957 Antonia y su hija se instalaron en Europa (Roma y Viena) por los estudios musicales de María Antonia, pero la joven decidió abruptamente dejar su carrera musical y ambas regresaron a Caracas, en donde, a poco de llegar, le fue diagnosticada la Diabetes a María Antonia. Su condición fue agravándose hasta que murió, meses después de haberse casado y tras participar activamente en los movimientos subversivos de la extrema izquierda. Fue un golpe demoledor para Antonia, del que nunca se recuperó. En 1972 revivió su carrera literaria con Los insulares (cuentos) y en 1973 publicó Textos del desalojo, poemas en prosa. Es autora también de Crónica de las horas (1964). Ganó el Premio Nacional de Literatura con El largo día ya seguro (1975). Al año siguiente fue Jurado del Premio de Novela Rómulo Gallegos, y, por iniciativa de Oswaldo Trejo, dirigió el taller de narrativa del Celarg (Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos), experiencia que la llevó a abrir su propio taller de narrativa, que llamó, por su casa en Altamira, “Calicanto”. De allí surgió la publicación de Hojas de calicanto, que recogía los trabajos de los talleristas. Sus últimas publicaciones fueron: Una plaza ocupando un espacio desconcertante (relatos, 1981), Multiplicada sombra (1983), La piedra y el espejo (1985), Ficciones y aflicciones (1989), Largo viento de memorias (1989), Ese oscuro animal del sueño (1991), Hondo temblor de lo secreto (1993). Una obra sólida, importante. El 13 de marzo de 2001, luego de un período de soledades, acentuado por la pérdida de la audición, Antonia Palacios murió en Altamira, en la quinta “Calicanto”. Sus ojos de esmeralda, que tanto habían visto y reflejado, se cerraron para siempre.

Foto:Vasco Szinétar

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