La cárcel uruguaya que promueve el emprendimiento
Al llegar a la cárcel de Punta de Rieles, en el este de Montevideo, nada delata lo que esconden los muros y alambrados. Una vez adentro, se encuentran una panadería, una pizzería, fábricas de bloques y ladrillos, artesanos moldeando figuras en yeso o un invernadero de lechugas.
Cada uno de estos emprendimientos tiene como responsables a los presos, que pueden mantenerlos funcionando una vez cumplan sus condenas si están dispuestos a regresar cada día al lugar en el que alguna vez estuvieron recluidos.
Se trata de un programa de reinserción social que abarca a detenidos por las más diversas causas, excepto por delitos sexuales.
En un sistema carcelario como el de Uruguay, que con una población de 3,5 millones de habitantes tiene a 10.000 personas privadas de libertad, los casi 700 internos de Punta de Rieles representan un porcentaje importante para un establecimiento de tipo «modelo».
Los presos llegan allí a base de buen comportamiento y «mucho escribir» pidiendo su traslado, contó uno de ellos a la AFP.
«Acá me levanto a las 05:30 am. Tomo mate (la bebida típica de Uruguay) tranquilo y salgo 07:30 directo a laburar (trabajar). Hago 400 bloques por día. Laburo, laburo», resume Álvaro Brusti, de 34 años, de los cuales lleva cinco preso por robo a mano armada. Cuando salga de la cárcel espera poner una fábrica de bloques de hormigón para construcción, explica.
Su producción, al igual que la de otros de sus compañeros, se vende a familiares de los presos y también a revendedores. Así los reclusos obtienen su paga, que les es depositada en una cuenta interna.
La mayor parte del dinero va para su familia y el resto se lo entregan en forma de «vales» que intercambia por productos fabricados por otros presos.
En esta cárcel se puede invitar a las visitas a almorzar a la pizzería o a la heladería «Cosas ricas», todo pagado con su trabajo.
«Me quedan dos años y cuatro meses. Mi conducta es derecha», dice Brusti, y confiesa que antes de estar preso nunca había trabajado. «Sufrí mucho. Me quiero ir para hacer las cosas bien».
En Uruguay, el nivel de reincidencia llegó a trepar 60% de los liberados.
Un nuevo camino
Para muchos detenidos, la propuesta de esta prisión representa «un nuevo camino». Así se llama la confitería del lugar.
En la mañana de visita, las familias se reúnen en un parque central. Los niños corren. Algunos presos están solos.
En medio se erige un escenario montado para mostrar los resultados de un programa de yoga en las cárceles.
Federico González, de 30 años, preso hace cinco y con 10 años más por delante, canta un rap de su autoría.
«Apostamos por nosotros y nosotros por el cambio, y estamos decididos a dar el paso (…) Me siento vivo, para intentar lo que digo». Su voz potente salida de su cuerpo enjuto retumba en el recinto carcelario.
Cerca de allí, Fernando, «Nando», tiene su taller de tatuajes. Su condena es larga. «Los tatuajes acá siempre funcionan», explica el joven que, orgulloso, cuenta que su equipo es «profesional» y que lo compró «con su trabajo».
En la mano de uno de sus compañeros dibuja un ojo en negro y rojo.
Gilbert Ayrala tiene 44 años. Hace dos que salió de Punta de Rieles pero sigue volviendo a la cárcel a atender su panadería.
«Con la misma fuerza que delinquí, tuve que emplear más fuerza para poder trabajar. Incluso tuve que pelear con la resistencia de algunos compañeros que me decían: ‘Che, pero ya te fuiste, andate, dejate de joder acá’. Vengo igual», declara a la AFP.
Muchos presos ven este sistema como una posibilidad de evitar el ocio, al que ven como causante de muchos de los males en las prisiones comunes.
Francisco Javier, un español que tiene 25 años de prisión posibles y que asegura que no tiene sentencia luego de 10 años en la cárcel, administra una huerta de lechugas bajo invernadero en hidroponia.
«Se vende afuera (a comerciantes) y a los internos. La inversión es propia. Si hay deuda la pagamos nosotros, como por el usufructo del lugar», dice junto a su socio Gustavo Cordero.
Los dos tienen 45 años y comparten el emprendimiento, en el que llevan invertidos unos 3.000 dólares.
«Te tienen que descontar un día (de la condena) por cada dos de trabajo. Pero va a criterio del juez», dice Francisco, quien pasó años en un penal violento cercano a Montevideo.
Su huerta es una muestra de dedicación, con cajas ordenadas de las que brotan lechugas y albahaca. «Este es un trabajo. Lo tomé como un desafío, probarme a mí mismo que puedo», dice de su lado Cordero.
De la importancia de la dignidad
El preso «se parece bastante a uno, porque entiende que somos iguales. Cuando se le permite ser igual, uno se iguala», dice a la AFP el director del establecimiento, Luis Parodi, a modo de declaración de principios.
¿La base del modelo? «La dignidad genera dignidad», responde y aclara que los reclusos pasan por un período de prueba antes de obtener los beneficios que otorga el programa, que incluyen el uso de celular sin acceso a internet.
«Nadie le regala nada a nadie» porque «el límite de la dignidad empieza cuando uno no humilla», resume.
A sus 65 años, este educador no proviene de las filas de las fuerzas de seguridad. Sostiene que en su experiencia, lo importante es «lo que se hace con lo que hay».
Los padres presos comienzan a despedirse de sus hijos pequeños; los hijos presos, de sus madres.
A lo lejos un altavoz difunde el estribillo «Cambia, todo cambia», de la canción interpretada por la legendaria cantautora argentina Mercedes Sosa.
Algunos querrían que fuera un presagio.