Van ya más de 6 meses
Parece mentira, pero la realidad es que el mundo, tal como lo conocíamos, lleva ya más un semestre semiparalizado.
Lo normal, para algunos cuantos, era poder viajar donde les apeteciera. Y si no podían salir de de su país, pues habían igual muchos lugares hermosos donde ir a romper la rutina de la cotidianidad.
Ahora, básicamente encerrados en nuestros hogares, no podemos ir ni a un cine para distraernos. Los eventos deportivos a los que asistíamos parecen ya una ilusión remota. El barcito o el cafecito donde nos encontrábamos para entablar charlas de negocios o amorosas, o simplemente pasar un momento entre amigos, sólo está abierto para «pickup», forzándonos a consumir en soledad.
En fin la sociabilidad se ha reducido a su mínima expresión.
En esta nueva forma de vivir hemos tenido que reencontrarnos con nosotros mismos y con nuestros seres queridos para compartir soledades. Es un momento jamás experimentado en nuestras vidas y que necesariamente genera angustia por lo incierto del próximo futuro.
Sin embargo, de nada sirve desesperar, porque como nos muestra la historia, las grandes crisis de la humanidad se suelen convertir en nuevas oportunidades de crecimiento, y sobre todo de entendimiento sobre las falsedades con las que creíamos que le dábamos valor a nuestra existencia.
Cuando la pandemia termine el mundo será diferente, no sabemos cómo se configurará, pero tendremos que habituarnos a realidades distintas a las que estábamos acostumbrados a creer como normales. Pero igual renacerá, en cada uno de nosotros, la ilusión de vivir de la mejor manera posible, con mucho por hacer y mucho por querer.
En la novela «La peste», Albert Camus describe la situación del país de Oran ante la peste. En un capítulo de la obra lo expresa así:
Los ciudadanos de Orán se aferraban a los recuerdos y estos mismos eran estériles, apegados a la nostalgia: “En tales momentos de soledad, nadie podía esperar la ayuda de su vecino; cada uno seguía solo con su preocupación. Si alguien por casualidad intentaba hacer confidencias o decir algo de sus sufrimientos (…), se daba cuenta de que él y su interlocutor hablaban cada uno de cosas distintas. (…) Había que renunciar. O al menos, aquellos para quienes el silencio resultaba insoportable, en vista de que los otros no comprendían el verdadero lenguaje del corazón, se decidían también a emplear la lengua que estaba en boga y a hablar ellos también al modo convencional de la simple relación, de los hechos diversos de la crónica cotidiana…”