¿Qué sentido tiene perpetuarse en el poder?
El poder embriaga, y algunas veces corrompe. Quien que lo alcanza, por el método que sea y en casi cualquier organización, se siente, las más de las veces, predestinado a lograr grandes cosas mientras esté al mando.
Lamentablemente, en nuestro país a lo largo de nuestra historia, hemos padecido el síndrome del personalismo y muchos de nuestros Presidentes se han considerado a sí mismo predestinados para realizar grandes cambios.
Esta negativa característica ha sido suficientemente analizada por historiadores como Elías Pino Iturrieta, Elena Plaza y Graciela Soriano de García Pelayo.
Lo trágico es que, en la actualidad, ese deseo de permanecer para siempre en el poder, no se sustenta ni en resultados positivos de una previa gestión presidencial, ni en la aplicación de una ideología (si se le puede dar ese nombre a ese cóctel informe de ideas que es el denominado socialismo del siglo XXI), sino en un afán personalista de tener el poder por el poder mismo, así sea a costa de destruir al país, hambrear a su gente, detener y torturar a quienes se le oponen y lograr que más de 4 millones de venezolanos hayan decidido, literalmente, huir de la que algún día fue conocida como la Tierra de Gracia.
Lo cómico, si es que hay hoy espacio para eso, es que la ceguera política es tal que ya su propio entorno está buscando salidas que le permitan subsistir más allá de la sombra precaria que le ofrece permanecer cobijado por un árbol que está perdiendo aceleradamente sus hojas.
En el pasado grandes exponentes del personalismo, como Guzmán Blanco, entendieron que era mejor soltar el coroto que perecer por él.
Tal vez es hora de entender que llega el momento de colocarse a un lado para que el país pueda salir adelante, porque si no, sus amigos de hoy, de adentro y de afuera, llegarán a la conclusión que él en vez de ser una solución a futuro, es ya un obstáculo en el presente.