Es una vergüenza que un país emancipador apoye una invasión imperial
Si fuera posible retroceder el tiempo, es sencillo imaginar que Bolívar y todos los próceres de la independencia no entenderían, y probablemente estarían indignados, por la decisión de Nicolás Maduro de apoyar la invasión llevada a cabo por el nuevo zar ruso, Putler, a una nación recienteme emancipada del yugo sovietico o ruso, lo que hoy parece ser la misma cosa. Y peor aún, se sorprenderían ante la posibilidad de enviar a los “forjadores de libertades”, a combatir junto a los ejércitos de las dictaduras rusa y bielorrusa, contra el heroico pueblo ucraniano.
En verdad no es para nada honroso ser parte de los únicos tres países del continente americano que apoyan una invasión que es violatoria de la carta de las Naciones Unidas, del derecho Internacional, pero sobre todo, de la sensatez política que debe reinar en el siglo XXI, en contraste con la insensatez de Hitler en el siglo XX.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, en su inmensa mayoría condenó la invasión, lo mismo hizo el Consejo de Seguridad, con el solo voto en contra de Rusia, que impidió el efecto por emitir su veto.
El régimen nos ha colocado en el pequeño mundo de las dictaduras, de los violadores del derecho internacional y de los derechos humanos. Pero la inmensa mayoría de los venezolanos sentimos vergüenza por tan abominable conducta.
EL HOMBRE DE NINGUNA PARTE / LIZ HENTSCHEL
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Dice Lennon que éste era un hombre inexistente que estaba sentado en su inexistente lugar, haciendo sus inexistentes proyectos… para nadie.
Tras preguntarme continuamente quién podría haber sido este personaje y en dónde se ubicaría, intenté imaginármelo visualmente. Me dije: como es prácticamente inexistente, ha de fundirse con el aire de alguna manera. Pero, ¿qué aire? No sabía con certeza qué paraje se podría asemejar a ese lugar que no existe… hurgué largamente en mi memoria y me acordé de una novela que leí adolescente y me fascinó: “Great Expectations” (Grandes Esperanzas), de Charles Dickens. No podìa pensar en un sitio más desolador e ignoto que los pantanos con que abre el libro, ¡tan vastos, vacíos e infértiles!
Todo el tiempo había visualizado a este triste ser trabajando con gran dedicación en sus proyectos que, aunque inútiles en apariencia, tenían sentido para él: sí bien habitaba en un lugar remoto, desconectado de todo y de todos, en su fuero interno él tenía esperanza de que sus planes iban a cuajar en un momento dado y fructificarían en otro tiempo, en otro espacio y bajo otra luz…
Y esa “luz” quise representarla como un prisma que irrumpía en su realidad desde no sé dónde, abriéndose paso inexplicablemente e iluminado la escena. Este personaje tan solitario no trabajaba para lograr éxito, fama o reconocimiento. Lo hacía por convicción propia, simplemente como un deber moral. Era su vocación, su gusto por ser servicial para los demás. ¿Quién sabe si alguna vez alguien pudiera entender su labor y beneficiarse de ella en alguna forma?