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Venezuela: Deconstrucción y reconstrucción de la cultura democratica

Periodista y Politóloga. Profesora en la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad Central de Venezuela, Coordinadora General de la Fundación Pensamiento y Acción.
Interrogantes y precisiones conceptuales

¿Se está «deconstruyendo» la cultura democrática del venezolano? o, en forma más específica, ¿estamos en proceso de «deconstrucción» del perfil cultural democrático preponderante entre la mayoría de los venezolanos desde la conformación del sistema político-económico que se instaura formalmente en 1958 y que en la actualidad se encuentra en crisis y transformación estructural?; y, a partir de esta deconstrucción, ¿se está «reconstruyendo» una nueva cultura democrática venezolana?.

Cabe, sin embargo, antes de intentar responder a estas interrogantes en torno a las cuales se centra el presente trabajo, hacer una precisión conceptual previa en relación a los términos que aquí se manejan. Los conceptos de «deconstrucción» y «reconstrucción» empleados si bien se inspiran en aquellos provenientes de la teoría socio-antropológica postmoderna -y que hacen alusión específica a los procesos de creación y destrucción colectiva de identidades y representaciones simbólicas – no tienen que ver con ella. Con los mismos se busca, simplemente, enfatizar los procesos de conformación y desintegración (es decir, de tranformación) de lo que denominamos «cultura democrática», entendiéndose por ésta última el conjunto de valores, creencias y actitudes tanto políticas como económicas y sociales de carácter fundamental y básico, predominantes entre los miembros de una nación o sociedad en la que se desarrolla un sistema de gobierno democrático determinado .

El concepto de cultura democrática también hace referencia a las inclinaciones, predisposiciones u orientaciones que facilitan y promueven el desarrollo y consolidación de sociedades democráticas. Pero no se trata de opiniones, percepciones o de evaluaciones sobre la democracia, sino de orientaciones (de las cuales derivan formas de comportamiento, conductas y acciones) de carácter más permanente hacia la sociedad y acerca de los deberes y derechos de cada persona dentro de ella. De allí que la cultura democrática sea, entonces, uno de los componentes esenciales para el desarrollo y consolidación de la vida democrática .

Una cultura democrática puede tener diversidad de contenidos y matices según la sociedad en que se desarrolle, sin embargo existen ciertos valores y actitudes político-económicos que la distinguen: la justicia, la igualdad y la libertad constituyen los valores fundamentales hacia cuya realización se orienta la vida democrática; mientras que la participación, el pluralismo y la responsabilidad representan las actitudes más esenciales dentro de una cultura democrática. Estos valores y actitudes básicos se encuentran conectados entre sí, conformando una estructura de interrelaciones que vincula esos valores, actitudes y creencias en un todo más o menos coherente. Además, es importante señalar, que una cultura democrática -como todo tipo de cultura- no es algo estático, sino un fenómeno en constante dinamismo y cambio. En consecuencia, la construcción de determinada cultura democrática constituye un proceso permanente de toda la sociedad, grande o pequeña, tradicional o moderna; aunque dentro de ese proceso contínuo se pueden distinguir determinados momentos, etapas o períodos sobre los cuales se va conformando lo que podríamos llamar la historia de una cultura democrática particular.

Naturaleza de la cultura democrática venezolana contemporánea

Podríamos decir que en Venezuela, así como en América Latina en general, ha prevalecido -al menos desde la década de los 30 del presente siglo- una cultura basada en una visión colectivista y redistributiva que privilegia los elementos valorativos de «solidaridad» e «igualdad» liberando al individuo de la necesidad de elegir y competir, y llevándolo a acogerse a la protección de otra voluntad. Se trata de una concepción que contrasta abiertamente con aquella derivada de la tradición anglosajona, la cual ha llevado al desarrollo de una cultura más individualista, que se centra en el valor de «libertad» y que propicia en los individuos una conducta de mayor responsabilidad y participación ciudadana, disponiéndolos a tomar decisiones y realizar escogencias por sí mismos.

Ciertamente, los estudios cualitativos realizados hasta el momento en Latinoamérica (aunque no son muy específicos en cuanto a los valores culturales propios de cada país) muestran un perfil cultural bastante común, cuyas características psico-sociales son las siguientes:

«1) Presencia de un fuerte locus externo de control, es decir, de una tendencia generalizada a percibir el entorno como algo que cambia sin que se lo pueda controlar, razón sobre la cual se ha nutrido el fenómeno del paternalismo de Estado y, por derivación, de una fuerte relación de dependencia del ciudadano hacia las estructuras sociales dominantes.
2) Bajos niveles de confianza en las instituciones dado el carácter paternalista e instrumental de las relaciones del individuo con la sociedad.
3) Fuerte personalidad autoritaria que refuerza o magnifica la necesidad de sociedades dominadas por superestructuras poderosas, referidas a la concepción del Estado y a las demandas de un orden previsible.
4) Doble racionalidad entre el discurso y los hechos que pone de relieve la conflictividad entre las costumbres y las normas que explica, en buena medida, las dificultades para asumir compromisos colectivos bajo marcos jurídicos comunes.
5) Cierta sobrevaloración del «yo» dentro de una cultura mágico-religiosa destinista e igualitaria que, en conjunción con la externalidad del control, deriva de actitudes que privilegian relaciones basadas en la solidaridad sobre las relaciones de productividad y que llevan, por ejemplo, a considerar la competencia como una cosa indeseable.
6) Dominio de lo emocional sobre lo racional y permanente conflicto entre la esfera de de intereses volitivos y los normativos, por la preeminencia de aquellos sobre éstos (En otras palabras, como bien lo ha señalado Raúl González Fabre, ello corresponde a una cultura en que las relaciones personales han predominado sobre las relaciones abstractas).
7) Bajo nivel de información y superficialidad en los niveles cognitivos.
8) Finalmente, un cuerpo hiperbólico y acrítico de creencias sobre el entorno, reflejo de los bajos índices de conocimiento e información»

Estas características psicosociales que conforman una base cultural cuyos orígenes deben buscarse en nuestras herencias y tradiciones políticas, económicas, sociales, religiosas y ético-morales propias de cada nación latinoamericana pero que en la actualidad nos identifican como pueblos y sociedades de tendencias autoritarias, dependientes y clientelares, se nutren, a su vez, de un cuerpo de creencias sumamente arraigado que refuerza la necesidad de un Estado todopoderoso y redistribuidor, a la par que desalienta las iniciativas personales y competitivas. Todo esto explica, en gran parte, el desarrollo en América Latina (y en Venezuela en particular) de sistemas políticos representativos acentuadamente presidencialistas, centralistas, populistas y partidistas, de modelos económicos de naturaleza rentista y de intervencionismo de Estado, y sistemas sociales poco estructurados, con niveles bajos de «asociacionismo», participación y pluralismo. Tal es el caso, precisamente, de la democracia que se instaura en Venezuela a partir de 1958, cuyas bases sociopolíticas básicas se establecieron en el trienio 1945-48 y que, según el historiador Germán Carrera Damas, es la que más se ha acercado al ideal republicano y democrático buscado desde la independencia. Y a este perfil cultural también se deben las resistencias a los cambios por una economía más abierta y una democracia de verdadero estado de derecho, más participativa y moderna, en nuestras sociedades. De hecho, las inevitables reformas económicas y políticas introducidas en la mayoría de los países latinoamericanos a partir de finales de la década de los ochenta, fueron en un principio abiertamente rechazadas por sus respectivas poblaciones (recordemos el caso venezolano entre 1989 y 1993) y posteriormente aceptadas pero bajo un contexto de autoritarismo abierto (caso chileno con Pinochet) o de autoritarismo civil (siendo el caso del régimen Fujimorista en Perú el más ejemplificante).

Muy brevemente, el modelo democrático venezolano que nace en 1958 – y cuyo agotamiento y crisis se hacen evidentes a partir de finales de la década de los ochenta- se caracterizó en el ámbito político por ser un sistema altamente partidista en virtud de que los principales partidos políticos del status (Acción Democrática y Copei) monopolizaban el proceso político, jugaban el rol tanto de mediadores principales -y casi únicos- entre el Estado y la Sociedad Civil como de canales de agregación y articulación de intereses societales. Se trataba, a su vez, de una democracia pactada y populista (un sistema populista de conciliación de élites, como lo definió el politólogo venezolano Juan Carlos Rey ) porque funcionaba en base a un esquema complejo de negociación y acomodación de intereses acordado fundamentalmente por las élites políticas y los actores sociales principales del país, y porque se basó en el reconocimiento de la existencia de una pluralidad de intereses sociales, económicos y políticos así como en la necesidad de su incorporación en el nuevo orden. En efecto, este sistema político de alianzas de élites se desarrolla a partir del llamado «Pacto de Punto Fijo» firmado en octubre de 1958 por los partidos políticos AD, Copei y URD con anuencia y apoyo de grupos claves del poder militar, sindical, empresarial y eclesiástico del país. Este pacto constituyó un conjunto de reglas políticas y mecanismos institucionales -muchas veces no formalizados ni explícitos- mediante los cuales se reconoce la existencia de diversos partidos e intereses políticos, económicos y sociales comunes, y se acuerda que las divergencias entre esos partidos e intereses se canalizarían dentro de pautas de conciliación y consenso para asegurar la supervivencia, aceptación y legitimación del régimen democrático. El sistema político era de carácter populista, además, porque su ideal giraba en torno a un gobierno que respondiera en grado máximo a los deseos y preferencias efectivas de la mayoría de los electores, aun cuando este populismo desde sus comienzos estuvo signado por fuertes rasgos demagógicos y clientelares.

En el ámbito económico, el sistema democrático se basó en un modelo de desarrollo capitalista de Estado dado que el Estado jugaba un papel central en la estructuración de las principales coordenadas de la nación al fungir como propietario de la fuente principal de recursos (el petróleo) y como agente de distribución de la riqueza nacional. De allí que la renta petrolera fuera el factor dinamizador de la economía, mientras que el sector privado cumplía un papel secundario. Este modelo estatista fue orientado a la diversificación del aparato productivo nacional de manera de sustituir productos importados por el establecimiento de industrias productoras o ensambladoras de bienes terminados (modelo cepalista de sustitución de importaciones), proceso también financiado casi exclusivamente por la renta petrolera.

Por último, en vista de las características del sistema político y económico señalados, el sistema social venezolano manifestó un carácter de extrema dependencia del Estado y los partidos políticos. La creación por parte del Estado de una extensa y compleja red asistencial que se ejercía y funcionaba esencialmente a través de los partidos políticos, produjo una sociedad civil débil basada en pocas organizaciones no partidistas y con un nivel precario de institucionalización, asociación y participación.

En este modelo político y socio-económico de la democracia venezolana se garantizaron formalmente los valores fundamentales de una cultura democrática. La libertad, la igualdad y la justicia quedaron consagrados en la Constitución de 1961. Después de 10 años de dictadura, la libertad se convirtió en el valor fundamental, especialmente en la esfera de los derechos individuales, sociales y políticos; sin embargo la libertad económica estuvo constreñida por muchos años en virtud de las facultades y funciones desproporcionadas que se le dió al Estado en materia económica. La libertad de expresión, el derecho a la libertad política y el derecho al voto, es decir a elegir las autoridades públicas, fueron los valores más desarrollados pero no se priviligió la llamada libertad responsable. La igualdad fue especialmente atendida en el ámbito social, no obstante asociada más a la búsqueda de la igualdad de recursos (con un marcado sesgo redistributivista y colectivista) que a la igualdad de oportunidades. La sistematicidad de la distribución por parte del Estado, aunque no fue necesariamente equitativa y, en consecuencia, sin que ello haya significado una sociedad más igualitaria, permitió un mayor bienestar colectivo especialmente en términos educativos, en salubridad, natalidad y crecimiento sociobiológico. La justicia, aun cuando fue proclamada como el gran ideal democrático, en la práctica fue el valor menos atendido. De hecho, la igualdad para acceder oportuna y eficazmente a la solución jurídica de conflictos fue poco asegurada por un sistema de administración de justicia que perdió aceleradamente independencia, autonomía y eficiencia.

En este modelo democrático también se garantizó y desarrolló el pluralismo no sólo entendido en términos estríctamente políticos (existencia de una sociedad conformada por diversos grupos políticos y centros de poder), sino como actitud cívica de respeto a la diversidad de ideas y posiciones, de tolerancia, moderación y diálogo para el manejo de diferencias, divergencias y antagonismos. La actitud participativa, por el contrario, manifestó un desarrollo precario y escaso. La participación política se limitó a la participación partidista y electoral. La participación económica y cívica en general se llevó a cabo casi exclusivamente por medio de los partidos políticos y, por ende, poco activa y efectiva. En este contexto, la actitud de responsabilidad ciudadana fue prácticamente inexistente.

Pero, con todo y sus debilidades con respecto a una verdadera democracia moderna en el sentido occidentalista, entre 1958 y 1989 – fechas inexactas aunque útiles para el análisis teórico e histórico- se construyó una cultura democrática en correspondencia con la evolución del sistema político y el modelo socioeconómico aquí esbozado. Una cultura partidista, populista, pluralista, estatista, rentista, clientelar, dependiente, centralista, poco participativa y responsable, pero cultura democrática al fin que representó un paso de avance y modernización con respecto a la cultura y modelos autoritarios predominantes en décadas anteriores. Sin duda, esta cultura fue un factor estructural de suma importancia y significación en el proceso de estabilidad, consolidación y legitimidad de la democracia venezolana contemporánea, a pesar de que la misma se desarrolló más como antítesis al régimen y perfil cultural propios de la dictadura que concluyó en 1958, que a valores normativos o estilos de vida real e históricamente internalizados.

Deconstrucción y reconstrucción de la cultura democrática

Sin embargo, en la medida que el sistema político, económico y social de la democracia instaurada en 1958 entró en un proceso de agotamiento y crisis, paralelamente la cultura democrática subyacente en el mismo inició la senda deconstruccionista. No es el propósito de este trabajo adentrarse en el análisis de las causas o en la caracterización de la crisis de ese modelo democrático venezolano. Basta señalar, en líneas generales, que este modelo de democracia partidista, populista y pactada fue agotándose en la medida que entraba en crisis el modelo de desarrollo económico rentista y estatista, y en la medida que colapsaba el esquema clientelar adoptado por los partidos políticos como mecanismo de intermediación entre el Estado y la sociedad, al ir creando un estado de frustración en relación a las expectativas que se tenían en torno a la eficiencia del sistema mismo. Como bien lo ha explicado Juan Carlos Rey, dicho modelo democrático dependió de la presencia y adecuación de tres factores fundamentales: la abundancia de recursos económicos provenientes de la renta petrolera, con los que el Estado pudo satisfacer las demandas de grupos y sectores heterogéneos; un nivel relativamente bajo y de relativa simplicidad de tales demandas que permitía su satisfacción con los recursos disponibles; y la capacidad de las organizaciones (partidos y grupos de presión) y de su liderazgo para agregar, canalizar y representar esas demandas, asegurando la confianza de los representados. Pero al producirse un cambio negativo en estas tres variables (lo cual sucedió durante la década de los años 80), el deterioro y crisis del modelo se hicieron presentes.

La deconstrucción de la cultura democrática existente se puede deducir y palpar más nítidamente de las opiniones que la mayoría de la población venezolana actual tiene en relación a la democracia como sistema, hacia sus instituciones fundamentales, sus procesos y actores; así como en las actitudes y creencias políticas y económicas que manifiesta. Opiniones y conductas éstas que han sido detectadas en múltiples estudios cualitativos y sondeos de opinión pública realizadados en los últimos años. De ellos sabemos, por ejemplo, que la mayoría de la población venezolana manifiesta que la democracia es, sin lugar a dudas, el sistema de gobierno preferible pero que en algunas circunstancias, un gobierno no democrático puede ser aceptado. En años anteriores, el sistema democrático contaba con el apoyo casi absoluto de los venezolanos, al cual no anteponían ningún tipo de condicionamiento. Por otra parte, los datos ponen de manifiesto que la mayoría de los venezolanos están insatisfechos con la democracia que viven en la actualidad y esta insatisfacción viene dada, de manera general, porque los aspectos negativos que se ven y sufren en esta democracia (e.i. corrupción, falta de justicia, desorden, delincuencia, falta de seguridad personal, pobreza, inflación, desempleo, etc.) son más y mayores que los aspectos positivos ( referidos casi exclusivamente a la libertad: libertad de expresión y de circulación, de elecciones, y libertad de hacer lo que uno quiere). Anteriormente, en las primeras décadas de democracia, los aspectos positivos pesaban más que los negativos. Los estudios también demuestran actitudes de muy poca participación política (los niveles de abstención electoral han crecido exponencialmente); de rechazo y desconfianza hacia las instituciones partidistas, el ejecutivo, el congreso, el poder judicial; así como de poca participación cívica en un clima de anomia y apatía social. En suma, los venezolanos de hoy desean una democracia distinta más participativa, menos partidista, que proporcione orden, bienestar social y económico. Si ese cambio democrático no se dá, están dispuestos a aceptar, al menos circunstancialmente, un régimen no democrático. Dentro de este deseo de cambio no se observa una inclinación clara por una democracia de economía abierta y menos estatista o dependiente de la renta petrolera. La mayoría de la población continúa pensando que el bienestar depende del Estado, que el petróleo nos beneficia a todos los venezolanos y que si bien es necesario reducir el tamaño del Estado, éste no debe dejar los controles y subsidios. No obstante, en comparación con años anteriores, una buena parte de la población empieza a considerar la importancia y funcionalidad de la empresa privada, de las privatizaciones, de la inversión extranjera, y del valor de la libre competencia.

Hacia una cultura democrática moderna o hacia un autoritarismo civil

A mi modo de ver, estos hallazgos acerca de los valores, actitudes y creencias del venezolano actual que ponen en evidencia valoraciones y patrones de conducta mixtos y contradictorios, en los que resaltan tanto aspectos modernizadores como especialmente aspectos tradicionales, confirman que la cultura democrática se encuentra en proceso de acentuada transición sea hacia una reconstrucción verdaderamente democrática o hacia una de descomposición o perversión democrática. Es realmente difícil precisar cuál de los dos caminos se terminará adoptando ya que ni siquiera está claro aún si la evolución sistémica de la democracia -especialmente en su aspecto político- terminará por imponer un modelo de democracia moderna al estilo liberal, una dictadura abierta o un modelo de democracia autoritaria o autoritarismo civil. A pesar de que los datos expuestos anteriormente, del perfil cultural predominante en la historia venezolana, y de la tendencia en el contexto político de la región latinoamericana que hacen pensar que el autoritarismo civil tiene la primera opción, los dos proyectos están planteados seriamente en el escenario nacional y los dos -en mi opinión- tienen buen chance de desarrollo.

Ello es así porque, en primera instancia, el venezolano ya tiene una experiencia democrática significativa en su haber (de 1958 al presente) y dentro de ella los aspectos modernizadores y liberales también se han desarrollado especialmente a partir de 1989 cuando se introducen importantes reformas políticas y sociales (tales como los procesos de descentralización, modernización integral del Estado, y apertura comercial y petrolera) y cuando se intenta poner en práctica -aunque con menos éxito- programas de ajustes económicos. Los desafíos de la transformación sociopolítica y económica por la que está atravesando Venezuela son en sí mismos una oportunidad para el fortalecimiento de los valores y actitudes democráticos. Así mismo, estos procesos señalados han puesto cada vez más información en las manos de los ciudadanos, a la vez que mayor contacto con los problemas de la agenda pública. Este mayor conocimiento sin duda favorece actitudes de mayor participación y responsabilidad. De ehecho han comenzado a surgir nuevos espacios, modalidades y esfuerzos para promover actitudes democráticas, tanto en organizaciones no gubernamentales como en ámbitos tradicionales de socialización tales como escuelas, universidades, medios de comunicación, partidos políticos y grupos de interés.

Por otra parte, porque en una situación de transición sistémica y cultural democrática como la que se vive hoy en Venezuela, las opiniones en torno a la democracia, sus procesos, relaciones, autores e instituciones están cambiando constantemente y son contradictorias e imprecisas como hemos visto. Esto hace que la situación de cambio sea confusa e impredecible y que dentro de la misma cualquier cosa pueda pasar. Pero debemos tomar en cuenta que a pesar del alto nivel actual de insatisfacción con el desempeño concreto de la democracia, sigue habiendo entre los venezolanos una preferencia generalizada por ésta como sistema de gobierno; una valoración generalizada de la libertad, que se considera el mayo logro de la democracia; así como una aspiración democrática – sobre todo entre la clase media- en referencia a actitudes de mayor responsabilidad, respeto, y responsabilidad.

En todo caso, serán las próximas elecciones políticas nacionales a efectuarse en 1998 y en las cuales se elegirán la totalidad de los cargos públicos (presidente, congreso nacional, gobernadores, alcaldes, asambleas regionales y locales) las que pondrán en mayor evidencia hacia donde se encuentra encaminada la evolución del sistema y la cultura democrática venezolana.

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