Transferencia y contratransferencia
En el terreno psicoanalítico definimos como transferencia al peculiar fenómeno mediante el cual un paciente proyecta inconscientemente sobre su analista sentimientos, vivencias y emociones infantiles. De acuerdo a lo dicho, una persona verá en su terapeuta, y experimentará hacia él o ella, los mismos deseos y prejuicios que tuvo hacia sus padres y/o personas significativas de su infancia, sin tener claro porqué lo hace. Se sentirá entonces enamorado, rechazado, experimentará angustias, temores y anhelos, que le resultan difíciles de expresar y mucho menos entender.
En el otro lado de la mesa, experiencias similares están siendo constelizadas, el terapeuta–ser humano con historia e inconsciente, al fin y al cabo–también proyecta sus vivencias sobre el analizando, a este fenómeno lo llamamos contratransferencia.
Para Freud el fenómeno de la transferencia constituye el «Alfa y Omega» de la relación analítica, es decir, el principio y el fin del proceso de análisis. Para muchos de sus seguidores esto sigue siendo cierto. El entorno terapéutico brinda un medio seguro y confiable para que estas emociones puedan ser desarrolladas, integradas, metabolizadas y elaboradas conscientemente. Parte del proceso analítico consiste en actualizar la realidad. Que la persona conflictuada pueda hacer consciente su pasado y en esa forma deje de repetir patrones infantiles de conducta.
Para el psicoanálisis ortodoxo, léase freudiano, la condición transferencial se confina en el contexto terapéutico, y es deseable, para la cura que el paciente desarrolle una «Neurosis de transferencia» por ella el paciente puede hacer la experiencia emocional correctora que le permitirá superar sus dependencias y temores.
Como se podrá conjeturar, este método terapéutico, que ha demostrado su eficacia, a pesar de sus detractores, encierra peligros que no se escapan a la percepción del lector inteligente. Es por ello que para ser psicoanalista se requieren largos años de estudios, un profundo proceso de análisis personal y una condición ética muy estricta; aparte, naturalmente, de una razonable salud mental.
En las clases de post-grado en psiquiatría y psicología clínica, no me canso de insistir que son estas profesiones de altísimo riesgo. La enfermedad mental es contagiosa como la peste, el terapeuta psíquico debe cuidar su alma, tanto o más, que un cirujano sus manos y su instrumental. Con el agravante de que es una profesión de baja remuneración económica la cual, como contraprestación, da satisfacciones morales y afectivas que pocas profesiones brindan, ellas son vividas en la obscuridad del ‘temenos’ terapéutico, en la intimidad del consultorio analítico.
Mas, ¿Qué le puede importar al lector corriente la semántica psicoanalítica, fuera de añadir alguna que otra palabra a su vocabulario? Jung en sus diálogos, coincidentes y divergentes, con Freud, planteaba que la transferencia era una proyección del individuo hacía en su entorno y en sus semejantes.
El Ser Humano parece el gran error de la Naturaleza. Al nacer lo hacemos inacabados. Somos una especie de parto prematuro que, a diferencia de otros animales cuyo aparato instintual les capacita para sobrevivir a las pocas horas o semanas, necesitamos de un entorno protectivo para poder defendernos y tener un mínimo de posibilidades de vida. Este primer entorno lo proveé la madre y las condiciones de seguridad que la rodean, es decir, una familia estable, un grupo social coherente, un país armónico y consistente, un esquema de valores accesible y lógico, etc. Al fallar estos mecanismos el nuevo ser, si no muere, se desarrolla de manera inadecuada, se siente frágil, inseguro, dependiente. Busca en el afuera alguien que pueda suplir sus carencias. Se hace dependiente y anhelante de un líder de un gobierno o de cualquier persona que le provea los elementos de seguridad carecidos en sus primeros momentos de vida.
La ontogenia remeda a la filogenia y lo individual brinda metáforas para comprender y analizar lo colectivo. Así la historia de los pueblos nos ofrecen un paradigma de lo que será su porvenir. Los Estados Unidos de Norte-América fueron fundados por un grupo de familias que se turnaron para liderizar y coordinar el desarrollo comunitario. Estas personas redactaron una Costitución y establecieron una filosofía basada en un «Destino Manifiesto,» que los conduciría ser la nación más poderosa del mundo. En nuestros paises la historía se escribió con la letra de la dependencia. No creo que exista en ninguna otra ejemplos de heroísmo y hazañas individuales como en la de la Conquista, Colonización e Independencia de las naciones Hispano-Americanas. Baste recordar las gestas de Cortez, Pizarro, el Tirano Aguirre, Cabeza de Vaca, Bolívar, y tantos otros para ver que es en el liderazgo individual y en el caudillismo, donde cobra sentido la historia de nuestros paises.
Lo anterior me lleva a reflexionar y a tratar de integrar mi formación analítica con mi preocupación por lo social. Los psicoanalistas somos con frecuencia criticados por qué nuestro «quehacer» está divorciado del entorno, como sí en la sacudida de nuestro consultorio, creásemos un mundo ilusorio. No es así son muchos los analistas que conozco que tienen un compromiso real con la vida. La labor es callada y paciente, y creemos en el poder multiplicador del cambio individual. Sin embargo, el desarrollo de esta tesis nos alejaría del motivo de este trabajo y daría motivo a otras reflexiones.
Con los planteamientos anteriores quiero enmarcar la comprensión de la problemática de un pueblo dentro de la psico-sociología evolutiva. Cuando las necesidades básicas faltan, cuando los factores de protección colapsan, cuando la familia–interna y extensa–no nos dan lo necesario para sobrevivir, cuando el aparato instintivo no es capaz de desarrollarse para permitirnos usar a plenitud el potencial humano, intelectual y afectivo imprescindible para la vida; el mundo se torna inseguro, hostil, amenazante y peligroso. Ante esta realidad nos refugiamos en un egoísmo flotante que nos permite sortear las más difíciles tormentas, él, por otra parte, nos aliena de la comunidad. Nos convertimos en sobrevivientes, en hienas en busca de las sobras que caen de las mesas de los más ricos, o en lobos solitarios a la caza de algún ser más débil para alimentarnos.
Los políticos, divorciados de un sentir común, se ocupan más de su necesidad de sobrevenir carencias e impotencias infantiles, que de legislar, luchar y gerenciar. El aparato gubernamental es objeto de su resentimiento y forma parte de su hacienda personal o del botín pirata. La reflexión sobre el bien común está proscrita. La inflación psíquica, los eleva sobre los demás y les impide la comunión necesaria con la sociedad a la cual deben servir. Por otra parte, quienes constituimos el pueblo, vemos en estos magníficos paladines del sacrificio y la entrega, a nuestros benefactores. Proyectamos en ellos nuestras posibilidades. En términos analíticos, transferimos a ellos nuestras vivencias infantiles e, inconscientemente, esperamos de ellos la solución de nuestros conflictos al mismo tiempo que los tememos. Los hacemos metáfora de lo bueno y deseable así como de lo temible y despreciable.
En la intimidad del consultorio, y en lo público de nuestra vida ciudadana, vemos repetirse la miseria, la necesidad y la indignidad de los seres humanos. Así mismo vemos crecer en este abono, en esta obscuridad pútrida, el germen de una nueva vida. Si reflexionamos en la condición reestructurativa del revivir conscientemente carencias, traumas y deseos insatisfechos de nuestra niñez.
La capacidad del Ser Humano para adaptarse es insospechada. Los hombre y las mujeres actuales de Latinoamérica, nacimos en el caos de un barroco mal entendido. Es necesario el tránsito por la «Nigredo» alquímica, el tocar fondo, entrar en el duelo por lo que ya no se tiene–si es que alguna vez se tuvo–para poder empezar a poseer lo que es realmente nuestro, nuestra mismidad, la responsabilidad erótica de vivir en sociedad, la capacidad mutual de hacernos cargo de nuestra vida, responsable y afectivamente, la invalorable cualidad de vivir aquí y ahora con vista (bifronte máscara de Jano) en el pasado y en el futuro.
Lo anterior significa un doble gran sacrificio; por una parte renunciar a que alguna vez (no sé de donde) en algún momento, en algún lugar, el padre y la madre ausentes, reaparecerán para reconocernos y llevarnos a ese reino ideal que perdimos al nacer. ¿Quién de nosotros no se ha sentido alguna vez que no es hijo de sus padres o ha albergado la ilusión de ser hijo de un ser mayéstico? ¿Cuantos padres no se ven forzados a adoptar roles que superan su capacidad para tratar de cubrir la expectativas de sus hijos? ¿Cuantas veces la inflación a tocado a nuestras puertas para decirnos lo importante y grandiosos que somos? Renunciar a esta ilusión es terriblemente doloroso, significa sentirnos en lo que somos, es rebajarnos a la condición de reconocernos como seres humanos, débiles y carentes, es enfrentarnos a el mundo desnudos, vacíos, solo con nuestros brazos, «ligeros de equipaje, como los hijos de la mar» como dijo alguna vez Antonio Machado. Renunciar a la ilusión y a la imagen sobrevalorada de nosotros mismos, es un acto de gran valor, humildad y sufrimiento. Ello implica, sin embargo, actualizarnos, ser aquí y ahora quienes somos. Las fantasías anteriores hayan su fundamento arquetipal en el mito del héroe. Es este un personaje, cualquiera sea su nombre, que nacido de un padre divino o Real, que ha perdido, y cuya vida está signada por la lucha para retornar a ese mundo y la recuperación de sus derechos. En esta lucha se enfrenta a fuerzas que se le oponen y a las cuales vence, la más de las veces con el sacrificio de su vida, lo cual significa que debe dejar de ser lo que fue, para renacer a una vida distinta.
La actualización nos impone otro sacrificio, quizás tan doloroso como el anterior y en inmediata relación con él, es la renuncia a la picaresca. El Pícaro es un personaje trágico, vive buscando a quien trampear y donde obtener el máximo de beneficios con un mínimo de inversión. El Pícaro (con mayúsculas) es un arquetipo, por tanto un patrón de conducta universal, que encuentra abono en la psique Hispanoamericana. Está representado en el «No me dé, póngame donde haiga;» en las insólitas celebraciones, cócteles y fiestas, dadas por quienes han sido elevados a un cargo público, no por que ello constituya un mérito a su vocación y capacidad de servicio, como si su ejercicio de fuese una patente de filibustero y no un sacrificio que honra quien lo ejerce; en las infatuaciones de magistrados, ministros y hasta del más insignificante empleado público, que con socarronería, incumple su horario y deberes; en los «Testaferros;» en las cuentas cifradas; en el «quítate tu pa’ poneme yo;» en el «me dieron un cambur!» en el fingir una enfermedad, etc.
Las reflexiones de arriba las enmarcamos dentro de la psicología de la transferencia, es decir, en la necesidad de los seres humanos de sobrevenir sus miserias y pasiones reviviendo en la actualidad sus conflictos infantiles; en la búsqueda constante de un padre, de una madre, de una familia que nos proteja, que se brinde para poder superar conflictos. Si los gobernantes que son, en última instancia, gerentes, orientadores y terapeutas sociales, ayudaran a sus pacientes (léase gobernados) a crecer, la neurosis de transferencia, necesaria–aunque no imprescindible–para un exitoso proceso de crecimiento, podría ejercerse como experiencia emocional y vivencia correctiva. Pareciera, sin embargo, que los que nos gobiernan están, igual que los analistas ineficientes, más interesados en fomentar la dependencia, que en favorecer los procesos de desarrollo e independencia.
Recuerdan la anécdota del pícaro médico de pueblo que mandó a su hijo a estudiar medicina y que, al este graduarse, lo invitó a compartir su consulta. Cuando don Fulano, ricachón del pueblo, acudió a consulta, el hijo le curó un dolor de oídos. Al preguntarle el padre como le había ido, el hijo, muy orgulloso, le comentó como había logrado sanar al paciente en cuestión por el simple acto de sacarle una garrapata que tenía en el oído.
El padre, en furia, le contestó que gracias a esta garrapata se había graduado él de médico y la familia había subsistido por largos años. Este cuento, oído en mi infancia, siempre fue contado con socarronería y a muy pocas personas, si es que hubo alguna, les oí cuestionar la ética del médico! La anécdota nos habla de la co-dependencia médico-paciente. De lo aprendido en la infancia del galeno que lo hace anteponer su necesidad al primer deber del médico que es curar.
Cada quién habla con su código, yo como médico, psiquiatra y analista, trato de entender la problemática social con aquellas metáforas que me son propias. Entiendo a nuestra realidad como a un paciente a quién debo ayudar y, así: prevenir la enfermedad, curar lo curable, aliviar el sufrimiento y, por lo menos, no hacer daño.