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La Universidad Sostenible

La educación superior no está amenazada, ni mucho menos. Por el contrario, nunca ha tenido más importancia en la sociedad humana, y esa importancia será sin duda creciente durante el próximo siglo. Pero no es el propósito de esta exposición analizar el tema de la educación superior. Vamos a concentrar la atención sobre la institución tradicionalmente encargada de administrar e impartir esa educación: la Universidad.

Las primeras universidades aparecieron en el continente europeo en el siglo XII, de modo que, después de la Iglesia, la Universidad es la institución más antigua de Occidente. Hoy día existen no menos de quince mil universidades, de los más variados tamaños y calidades, esparcidas por el mundo entero.

Desde su origen hasta principios del siglo pasado, la universidad mantuvo su estructura y espíritu casi intactos. Atravesó épocas de marcado brillo y relevancia y otras de decadencia y desidia, pero puede decirse que fue una institución social y económicamente viable. Las calificaciones académicas no tenían la importancia social que le damos ahora, de modo que la universidad atendía a unas muy pequeñas minorías estudiosas que, en general, no acudían a ella en busca de credenciales que promovieran su ascenso mundano, sino por amor al conocimiento.

Durante el siglo pasado, la universidad fue objeto de dos reformas importantes: la promovida por Napoleón en Francia y la impuesta por Wilhelm von Humboldt (hermano del naturalista Alexander) en Prusia. Estas reformas se referían más a la misión general de la universidad que a su estructura organizativa. Por ejemplo, fue Humboldt quien estableció explícitamente la investigación como una obligación primaria de la universidad, a la par de la docencia. Estas transformaciones han influido sobre la concepción universitaria en todo el mundo. Pero los estudios universitarios, hasta bien entrado el siglo veinte, seguían destinados a una élite intelectual –y en buena parte social– bastante pequeña en cada país. En 1939 no había en Gran Bretaña más de 18.000 estudiantes universitarios; en Venezuela no llegaban a 3.000, o sea uno por cada 1.500 habitantes. La universidad podía darse el lujo de mantener sus vetustas tradiciones: el sistema de cátedras, la autonomía, el escalafón y la inamovilidad del profesorado. Con todo eso, no resultaba una institución costosa. El gobierno venezolano podía jactarse de ofrecer una educación superior gratuita sin mayores exigencias al presupuesto nacional.

Digamos que, a partir de 1950, ya era inocultable para cualquiera que una educación universitaria –cuidado si más bien el título — era un poderoso trampolín para el ascenso social y económico. Para mayor incentivo, la universidad era baratísima para el estudiante (en todo el mundo hasta 1970) y en muchos países (toda América Latina) completamente gratuita. La población estudiantil creció de modo muy acelerado, las grandes masas accedieron a la universidad. Con destacadas excepciones en algunos países desarrollados, el embudo de las exigencias académicas se ensanchó por la presión de multitudes que carecían de aquella vocación por el conocimiento y sólo buscaban un ‘pasaporte’ para un oficio y un diploma para colgarlo en la pared.

En Venezuela hay en este momento más de 600.000 estudiantes universitarios: uno por cada 33 habitantes. Esta cifra puede reflejar el grado de acceso a la educación superior, pero no es motivo para más conclusiones, muchísimo menos de calidad académica. En los Estados Unidos hay un estudiante universitario por cada 30 habitantes. En Francia y Gran Bretaña hay uno por cada 100, y en el Japón uno por cada 60. Aquí entra en juego la estructura de edades de la población, como se observa en países europeos donde la población es más vieja.

La universidad no estaba preparada para este inusitado éxito social. No sólo su respuesta ha sido menos rápida que el crecimiento de la demanda, sino que ha pretendido afrontar el fenómeno casi sin modificar sus estructuras ni sus métodos. Ha demostrado ser una de las instituciones más conservadoras del mundo, a pesar de su reputación vanguardista. Particularmente en América Latina, esa postura la ha llevado a una crisis crónica y a un conflicto permanente con el estado.

Los principios que la universidad aún esgrime y los métodos que emplea para cumplir sus funciones han variado imperceptiblemente desde la Edad Media. Sin embargo, son hoy completamente distintas la clientela estudiantil y las expectativas sociales que la reclaman. Esto hace de la universidad una institución socialmente anacrónica y económicamente insostenible para el estado, ni qué decir con recursos privados.

Esfuerzos de adaptación a los tiempos se han realizado en algunos países. Quizás los Estados Unidos ha sido el más hábil en desarrollar una actitud realista y que, a la vez, preserva la excelencia académica de ciertas universidades. Parte de su realismo ha sido el aceptar que las universidades no son todas iguales y que cada una se defienda como pueda, todas son pagas y el estado es cauto con sus subsidios. Allá las hay para todas las capacidades e intenciones: desde las mejores del mundo hasta las que conceden un título por deportes acuáticos.

En Inglaterra, durante la década de los 80, el gobierno redujo drásticamente los subsidios a las universidades y pasó leyes que eliminaban antiguos privilegios tales como la inamobilidad laboral del profesorado. Los subsidios se otorgan ahora por producción investigativa y por eficacia docente. La competencia entre las universidades es muy intensa. Tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña el costo para el estudiante es considerable, sólo la matrícula oscila entre los 18.000 y los 30.000 dólares americanos al año.

En varios países europeos, la rebelión estudiantil que explotó en 1968 deterioró gravemente sus universidades. Y así han quedado. Los estados no se han propuesto seriamente repararlas. La excelencia académica hay que buscarla en otras instituciones educativas, por ejemplo en los Grandes Ecoles franceses.

En América Latina la situación nos resulta dolorosamente familiar. Como una reacción, quizás defendible en un principio, contra una inmoderada influencia eclesiástica y contra los abusos de las dictaduras, las universidades quisieron convertirse en bastiones liberales desde los cuales se promovería la revolución social y política. Esta desviación de sus funciones genéticas ha tenido un costo académico altísimo y puede considerarse una de las causas fundamentales del subdesarrollo de nuestro continente. En 1918 la universidad argentina de Córdoba proclamó esta novedosa misión en un célebre manifiesto. Allí quedó plasmado el «ethos», que todavía persiste, de la «república universitaria democrática». El antiguo principio de la autonomía universitaria fue llevado al extremo de considerar la Universidad como un estado dentro del estado. Eso si, el estado «externo» está en la obligación de financiar totalmente a esa república independiente y no pedir cuentas. Bajo esta fantástica idea de una sociedad auto-contenida, la Universidad latinoamericana ha pretendido atender todas las necesidades de su comunidad, a un costo inmenso y en detrimento de su misión académica. Se ha convertido en una gigantesca casa de beneficencia, en lugar del refugio de la alta cultura que le corresponde. Mantiene flotas de autobuses; ofrece comedores subvencionados con precios ridículos al usuario; no obstante su gratuidad, distribuye becas de manutención que el estudiantado llega a considerar como derecho adquirido y no relacionado con el rendimiento en sus estudios.

La universidad latinoamericana se convirtió así, hasta la década de los 80, en criadero de líderes políticos y en centro de subversión marxista. La autonomía se usó para desvirtuar la Universidad desde adentro. Los partidos marxistas establecieron regímenes totalitarios dentro de la institución y la misión académica fue sacrificada a los «elevados» intereses de la revolución. Ni tontos ni perezosos, partidos de otras ideologías también fueron penetrando el claustro. La violencia estudiantil de los años 60 y 70 fue cediendo paso a la dominación y al control por parte de los gremios profesorales y de empleados. Hoy día y en la mayoría de los casos, se invoca la autonomía para defender intereses gremiales y grupales que poco o nada tienen que ver con la misión de la universidad. La ruta al Rectorado ya no es por la vía de los méritos académicos, se brinca a ella desde la presidencia de la Asociación de Profesores.

La autonomía, entendida debidamente como la independencia académica de la universidad, es un principio respetable y ciertamente deseable, pero que ya es parte constitucional de toda sociedad civilizada, como la libertad de prensa, la igualdad ante la ley y tantos otros que pertenecen al repertorio incuestionable de una nación moderna. No hace falta partir lanzas por estos principios.

La autonomía administrativa es un asunto bastante más discutible, particularmente si los dineros vienen del estado, vale decir, de los contribuyentes. El estado tiene el derecho y la obligación de fiscalizar los gastos de la universidad y de exigirle eficiencia en su manejo y en el cumplimiento de sus funciones.

En última instancia, la universidad es una institución al servicio de la sociedad y mantenida por el estado. Es preciso que de cuenta de sus actos a la sociedad y al estado, lo que llaman en inglés «accountability». En los Estados Unidos cada universidad (incluyendo las privadas) está bajo la tutela de un Consejo (Board of Trustees), más o menos numeroso, que representa a la sociedad y está compuesto por personas ajenas a la universidad y en su mayoría no son académicos. Las autoridades académicas responden ante este Consejo. En Gran Bretaña existe un cuerpo único de composición mixta (académicos y de otras profesiones, todos prominentes), el University Funding Committee, que ejerce estas funciones para todas las universidades y, muy importante, es el órgano que decide el financiamiento de cada una en su papel de intermediario con el estado. El monto del financiamiento se determina en base a criterios de eficiencia que se aplican a cada institución.

Otra cuestión de la mayor relevancia en el examen de la universidad actual se refiere a los métodos que emplea en el cumplimiento de sus fines. Hagamos a un lado para otra ocasión, por extenso y complejo, el manejo de la investigación y analicemos los procesos de enseñanza, precisamente los que de modo más visible y directo afectan a la sociedad. Estas consideraciones se aplican ahora al mundo entero y es en esto, en los métodos docentes, donde la universidad muestra una vez más su naturaleza profundamente conservadora y resistente al cambio.

En un aula con pupítres y un pizarrón, el profesor, con la tiza en la mano, expone ante el grupo de alumnos.

Puede decirse que esta forma de enseñanza no a variado un ápice desde que existe la universidad (y antes). Después de la invención de la imprenta en el siglo XV el proceso se complementa con el estudio por libros, pero básicamente hasta ahí ha llegado el progreso. No entremos en sutilezas pedagógicas. Si el profesor es sabio y elocuente y la clase no es demasiado numerosa, este sistema es excelente, cuidado si absolutamente insuperable. Lo que cabe preguntarse es si el sistema es viable desde un punto de vista práctico y económico.

Dado el número desmesurado de estudiantes que acude a la universidad, ¿existen tantos buenos profesores como exige el sistema? Sabemos que no. No ha habido más remedio que hacer concesiones y aceptar profesores deficientes; los hay en todas las universidades; las buenas lo son, precisamente, porque congregan una mayor proporción de profesores buenos. Así pues, el sistema en la práctica está lejos de ser perfecto. Si el profesor es ignorante, torpe, incapaz o arbitrario (a veces todo eso junto) el método es pésimo. Con frecuencia el alumno no sufre daños irreparables porque, como ocurre con los malos médicos, el organismo –intelectual en este caso– ha sido dotado por la naturaleza de grandes facultades de resistencia y de recuperación.

Desde un punto de vista económico, ese profesor allí, de cuerpo presente, ante un conjunto no muy grande de alumnos, en una hora (u hora y cuarenta minutos) de clase unas cuatro o cinco veces a la semana –agreguémosle derechos laborales, su jubilación eventual, multiplicado por un número creciente de profesores y por sus aspiraciones salariales, todos ellos para colmo inamovibles–, resulta fatalmente impagable. Siempre hará falta más dinero. La nómina devora el presupuesto de la Universidad. El conflicto con el estado-patrón es perpetuo e insoluble.

Volvemos al principio de estas consideraciones. Una institución surgida de la sociedad medioeval, aferrada a sus tradiciones y a sus estructuras concebidas para un reducido número de estudiantes, no está en condiciones de satisfacer las enormes expectativas que el mundo actual ha depositado en ella. Si no se somete, sea por obra de ella misma (ojalá, aunque improbable) o por la fuerza de las circunstancias, a una profunda transformación estructural y metodológica caerá sin duda en un largo período de decadencia y de desprestigio generalizados. Otras instituciones atenderán las necesidades de la educación superior. Ya se notan algunos síntomas inquietantes de este fenómeno: muchas empresas poderosas, en su mayoría transnacionales, están ofreciendo estudios de postgrado con sus títulos correspondientes. ¿Qué le importa a la gente que no sea una venerable universidad la que otorga el diploma, si ese título se respeta y se cotiza en el mercado? Claro está, esas empresas no van a ofrecer estudios que no sean pertinentes a sus negocios.

Es preciso hacer uso de la imaginación. Inventar nuevos sistemas de enseñanza, nuevas estructuras organizativas. Hace poco menos de treinta años se inició un experimento que parece exitoso: los estudios a distancia. Empezó con la Open University en Inglaterra. En 1994 tenía unos 200.000 estudiantes inscritos. La idea se ha extendido a otros países, incluyendo Venezuela. Parece un sistema económicamente eficiente.

La Universidad tradicional –bien entendida– es una noble institución. No va a desaparecer del todo. Se conservarán unas pocas, pequeñas, selectísimas, que darán prestigio a un país, así como existe un teatro de la ópera, un museo del Louvre, una catedral gótica. Pero el peso de la educación superior no puede recaer sobre estas reliquias admirables.

Es posible que esa universidad futura, académica y económicamente viable, combine rasgos de la educación a distancia con el aprovechamiento de los portentosos avances de la informática y de las comunicaciones electrónicas. Seguramente vamos a añorar a un profesor de carne y hueso allí parado, a disposición de un pequeño grupo, pero eso pasará a ser un raro privilegio. Sócrates se oponía al aprendizaje por la palabra escrita. ¿Cómo se puede discutir con un libro? –decía. Pero, ¿cuántos discípulos pueden pasear conversando con Sócrates por las colinas de Atenas?

Ignacio L. Iribarren
Presidente de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales y Ex-rector de la Universidad Metropolitana

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