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La inocua unanimidad en torno a la participación ciudadana

Desde hace ya años, es casi imposible encontrar a un político venezolano que niegue la importancia de la participación ciudadana y que se oponga públicamente a su incidencia en la formulación de políticas y la gestión pública en todos su niveles. En efecto, el proyecto de reforma constitucional proponía redefinir el carácter del gobierno, añadiendo el vocablo «participativo» al artículo 3: «El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, participativo, responsable y alternativo.» Sin embargo, pese a innumerables declaraciones y documentos, existe una brecha entre la política proclamada y las políticas implícitas, que se infieren de los usos y las reglas formales y fácticas del sistema político, brecha que indica que pocos están dispuestos a pensar y asumir la participación ciudadana hasta sus última consecuencias.

La participación y gobernabilidad en perspectiva

Enmarcada en la crisis de gobernabilidad que enfrentan muchos sistemas políticos, la preocupación por la participación ciudadana como problema y como reto se plantea recurrentemente en el debate político y la bibliografía académica tanto en los países industrializados como en los países en vías de desarrollo. Atribuible a tendencias mundiales en un planeta cada vez más interdependiente e intercomunicado, así como a las notas específicas de los distintos sistemas políticos, dicha crisis se imputa a la ineficacia e ineficiencia de los Estados y, en los regímenes democráticos, de las instituciones representativas y el creciente descontento de la ciudadanía con las mismas; se imputa, así mismo, a la incapacidad de los gobiernos para aminorar las desigualdades sociales y aumentar el acceso de los sectores tradicionalmente excluidos a los bienes materiales, culturales y políticos de la sociedad.

Diseñados en el Siglo XVIII para el cumplimiento de las limitadas funciones del Estado liberal en un medio ambiente relativamente estable y plácido, los gobiernos iban extendiendo sus actividades e influencia a los más diversos ámbitos a la par que aumentaban en tamaño sin que se efectuara una reforma de fondo de sus estructuras y sus relaciones con la ciudadanía. Bajo el impacto de los enormes cambios científico-tecnológicos y sociales de las últimas décadas, aunados, en algunos casos, a crisis económicas, los ciudadanos tendían a volverse más exigentes en relación con los resultados y menos dispuestos a aceptar y pagar los costos de la ineficiencia y la desigualdad, a la vez que se percibían alienados e impotentes frente a las instituciones gubernamentales y políticas poderosas, quizás, pero incapaces de responder a los cambios sociales y abordar las nuevas problemáticas. En este contexto, la ampliación de la participación y la modificación de los canales y las formas de la misma figuran entre las principales demandas ciudadanas y propuestas para recuperar la gobernabilidad democrática, buscando nuevas modalidades de articulación entre Estado y sociedad.

Aunque se trata de una compleja problemática mundial, en Venezuela el descontento y la concomitante crisis de gobernabilidad han alcanzado niveles alarmantes. La aparente consolidación del sistema político no evitó críticas cada vez más frecuentes del funcionamiento de la democracia representativa («el agotamiento del modelo del Pacto de Punto Fijo»). Tales críticas, agudizadas por la difícil situación económica y dramatizadas, luego, por las intentonas de 1992, la pasividad e inclusive la simpatía que éstas suscitaron entre la ciudadanía y la frecuencia de diversas acciones callejeras, dieron lugar a diversas propuestas, algunas meramente encaminadas a resucitar una versión remozada del pacto, pero también otras a introducir reformas más profundas en el sistema político venezolano. Entre estas últimas, se trataba de ampliar y profundizar la participación en las instituciones representativas y, a la vez, complementar éstas mediante el diseño e instrumentación de canales ! y modalidades de participación directa en los otros centros decisorios del Estado.

Es innegable que el sistema ha experimentado cambios reales (la reforma electoral, la descentralización, las reformas legales para propiciar una participación más accesible y menos mediatizada y la transferencia de competencias públicas a ciertas ONG, inter alii) y simbólicos (p.e., el enjuiciamiento del Presidente). Sin embargo, persiste una desconfianza en las instituciones políticas y socioeconómicas que expresan las mayorías en las encuestas de opinión pública; ha aumentado drásticamente la abstención electoral; los organismos encargados de promover la participación ciudadana se quejan de que pocos acuden y se perciben indicios de indiferencia e inclusive hostilidad de muchos hacia todo «lo político».

Al mismo tiempo, empero, muchos venezolanos otorgan una alta prioridad a la participación. Según una encuesta de cultura política realizada en 1996, además de la importancia que otorga a la justicia, la seguridad, el desarrollo económico, entre otros, el 77% de la población urbana en Caracas, Maracaibo y Mérida reclama una democracia más participativa. La participación de los ciudadanos es un objetivo prioritario para 34% de los encuestados y figura entre las primeras cinco demandas de todos los sectores socioeconómicos, excepto el más bajo y el más alto.

Se presenta, por ende, un cuadro contradictorio. Aunque las inconsistencias puedan deberse en parte a las diferentes fechas y metodologías empleadas para recabar los datos, su verosimilitud obliga a contemplar explicaciones de fondo, algunas de las cuales pueden buscarse en el incipiente desarrollo de la sociedad civil venezolana y en las contradicciones propias de la ciudadanía en general, otras en la existencia de oportunidades reales para la participación significativa que brinda el sistema político. Estas últimas son las que me propongo comentar en los párrafos siguientes, para lo cual es preciso reflexionar brevemente sobre el significado de la participación ciudadana.

La participación ciudadana: modalidades y criterios para su evaluación

Parto de una definición amplia de participación ciudadana como «el acceso y la utilización por parte de los ciudadanos de diversos mecanismos e instancias para incidir en las estructuras estatales y las políticas públicas», pues tal concepción permite abarcar tanto los mecanismos e instancias de la democracia representativa como los de la democracia participativa.

Existen diversas maneras en que los ciudadanos pueden incidir en las estructuras estatales y las políticas públicas o, dicho de otro modo, que los gobiernos se abren a la participación de los ciudadanos. Aunque se puede encontrar una variedad de canales y formas, no todos ellos conllevan el mismo grado de cesión o transferencia de competencias.

A partir de su investigación en los Estados Unidos en los años 60, Arnstein elaboró una tipología de modalidades de participación promovidas por los propios gobiernos según la posibilidad real que brindan para influir en las políticas públicas. Su «escalera de participación ciudadana» establece nueve peldaños, yendo desde la manipulación hasta la transferencia de control sobre la decisión a los ciudadanos, pasando por la terapia, la información o explicación, la consulta, el aplacamiento mediante concesiones menores, la asociación o co-decisión y la delegación. La escalera, y las investigaciones que la inspiraron, destacan el hecho de que algunas llamadas a la participación no tienen ese propósito en absoluto y que, en efecto, la mayoría de formas de participación son más simbólicas o ceremoniales que reales: involucran a la ciudadanía sin que exista ninguna seguridad — o siquiera posibilidad real — de que su participación influya en las decisiones gubernamentales. E! l poder de la sociedad civil sólo comienza a hacerse sentir en los casos de co-decisión, delegación y control ciudadano.

El modelo de participación de Restrepo incorpora algunos de los mismos elementos pero contempla la participación no sólo en el proceso de elaboración de políticas, sino también en la etapa de su instrumentación. Este identifica nueve modalidades de involucramiento ciudadano ubicadas en tres grandes categorías o momentos: a) información, consulta y concertación; b) co-decisión, planeación participativa y control estratégico, todos los cuales involucran la concertación y negociación de las decisiones sobre qué se va hacer, quién lo hace y como se hará; c) control de ejecución, co-administración y ejecución delegada. En sus investigaciones de la participación en Colombia, encuentra amplias experiencias en la primera categoría, escasos ejemplos en la segunda y casos cada vez más numerosos en la tercera (por lo cual gráfica los resultados en la forma de un cáliz). Estos resultados indican que los gobiernos propenden a promover la información, la consulta e inclusive la discusión tanto por su valor simbólico como por la utilidad que la información resultante pueda tener para la toma de decisiones; que involucran a los ciudadanos cada vez más en la co-administración y ejecución de las políticas e inclusive en la supervisión de las mismas; pero que brindan escasas oportunidades para la participación en los momentos cruciales de decisión.

Aunque Arnstein se centra en los propósitos que pueden tener los gobiernos al desarrollar programas de participación mientras que Restrepo enfoca las fases y dimensiones del proceso de formación de políticas, ambos destacan el efecto limitado que tiene la mayoría de las experiencias de participación ciudadana sobre el contenido final de las decisiones y las escasas oportunidades que se presentan para la intervención directa en las mismas.

Sin embargo, si bien deseo hacer énfasis en el proceso decisorio, es importante señalar que no se debe desestimar la significación de algunas de las modalidades menos influyentes de participación: primero, porque no se debe subestimar la importancia que tienen las etapas previas y posteriores a la toma de las decisiones en el proceso global de formación de políticas. Una amplia bibliografía politológica demuestra la incidencia, a veces determinante, que pueden tener el establecimiento de la agenda, la identificación de alternativas y la implementación en la conformación de la política «resultante» de la decisión. En segundo lugar, porque inclusive las modalidades «débiles» de participación pueden brindar oportunidades para el aprendizaje social tanto de la ciudadanía como de los organismos y funcionarios públicos, lo cual es particularmente importante en sociedades de poca tradición y experiencia con la participación.

Tomando en cuenta estas consideraciones, para poder evaluar el potencial de las distintas modalidades de participación en las políticas públicas es preciso contemplar elementos adicionales. Un importante aspecto de la participación en las etapas previas a la decisión es la oportunidad cuando se admite. Proporcionar o solicitar información o efectuar consultas son iniciativas que pueden o no tener sentido según el momento en que se emprenden. Efectuadas a última hora dejan poco tiempo para que el público pueda actuar o inclusive formarse una opinión; si ya existen proyectos elaborados por las autoridades, éstos a menudo enmarcarán y limitarán el alcance de la consulta y las opciones del ciudadano. En cualquier caso, tales iniciativas tardías pueden ser percibidas, con o sin razón desde la perspectiva de sus promotores, más como gestos vacíos o manipulativos que intentos auténticos de promover la participación e incorporar los puntos de vista de la ciudadanía.

La oportunidad para la intervención está relacionada con la institucionalización de la participación, pues «la permanencia de la participación afecta la posibilidad de ejercicio de la influencia de los sujetos sobre el aparato estatal». La institucionalización suele materializarse en órganos consultivos permanentes. Su eficacia, empero, no puede determinarse sin tomar en cuenta quién ejerce «el control legal o fáctico de la convocatoria y de la periodicidad de sus reuniones», así como las atribuciones del órgano y su composición, es decir, su representatividad en cuanto cuerpo y la representatividad de sus integrantes individuales. De allí que, además de la creación de órganos permanentes — e inclusive independientemente de su existencia — la institucionalización de la participación debe involucrar a) la búsqueda de otras formas organizativas más ágiles, apoyada, eventualmente, en la obligación legal de efectuar consultas y, lo que es más importante, b) la actualización de dicha obligación a través los usos de los organismos del Estado.

Otro aspecto estrechamente vinculado con el anterior es cómo se accede a la participación o, dicho en otros términos, cómo se selecciona a los participantes. La intervención de los particulares puede ser canalizada y restringida por el gobierno, limitando las posibilidades de «autopostulación» de los sectores tradicionalmente excluidos. A la inversa, el gobierno puede asumir una posición menos restrictiva, pero conformarse a reaccionar ante las peticiones o denuncias que se le presenten o puede desarrollar una política proactiva encaminada a involucrar una mayor variedad de actores de la sociedad civil.

La facilidad con que se accede a la participación es otro criterio que debe ser tomado en cuenta: ¿Cuáles son los costos en términos de tiempo y esfuerzo, así como dinero, en los que han de incurrir los particulares para poder obtener información y/o emitir sus puntos de vista? Los gobiernos pueden tomar medidas para reducir tales costos; pueden, así mismo, desarrollar políticas para promover una mayor igualdad de condiciones entre los potenciales participantes.

Por último, procede plantear una pregunta crucial que de cierto modo resume todo lo anterior: ¿quién tiene la posibilidad real de participar de una manera u otra en los procesos decisorios? Trátese de convocatorias gubernamentales o autopostulaciones, para poder calificar la participación en un sistema político, es preciso saber qué sectores de la sociedad participan, con qué recursos cuentan y cuándo intervienen en el proceso de formación de cuáles políticas. Es notorio que las oportunidades para la participación ciudadana que se presentan a iniciativa del gobierno o de los particulares a menudo se circunscriben a los sectores tradicionalmente influyentes y motivados y — más recientemente — ciertas ONG que cuentan con suficientes recursos humanos, materiales y técnicos. A medida que se han ido extendiendo a los sectores marginados, las aperturas a la participación se suelen concentrar en las etapas de información y ejecución; cuando éstos intervienen en otras etapas, normalmente lo hacen en condiciones de desventaja frente a los sectores mejor dotados y más experimentados. Es, por ende, preciso determinar si los actores sociales que efectivamente participan en las decisiones sobre las políticas públicas son representativos de la población afectada o legítimamente interesada o son una muestra sesgada a favor de determinados sectores.

Participación ciudadana en Venezuela

A la luz de estas consideraciones, no es arriesgado afirmar — aun en ausencia de investigaciones rigurosas y actualizadas — que las posibilidades de participación en el sistema político venezolano siguen siendo muy limitadas. Ello evidentemente no se debe a la suspensión del proceso de reforma constitucional: ni la ausencia del vocablo «participativo», ni falta la figura del referéndum constituyen obstáculos para la promoción de la participación en los términos que se señalan supra. Lo que sí son impedimentos reales son la falta de voluntad política y de la disposición de pensar y asumir la participación hasta sus últimas consecuencias.

Aunque en ciertas decisiones de envergadura, como el ajuste salarial, participan organismos de la sociedad civil al mejor estilo del Pacto de Punto Fijo, y existen innumerables órganos permanentes de consulta, a menudo los consejos y las comisiones se convierten en entelequias esclerotizadas, poco representativas y poco pertinentes en el proceso de formación de políticas. Pese a algunas experiencias importantes en el ámbito municipal, en general las oportunidades para la participación se asemejan, en el mejor de los casos, al cáliz de Restrepo.

Digo en el mejor de los casos, porque si bien han aumentado las experiencias con la ejecución delegada (que, según algunos cínicos, tiene la ventaja de reclutar mano de obra económica o gratuita), todavía existen graves deficiencias en materia de consulta e inclusive información. Débase a motivaciones correspondientes a los peldaños inferiores de la escalera de Arnstein, débase al carácter restrictivo del marco normativo , débase a los mapas mentales de los funcionarios públicos o simplemente a la falta de reflexión, la información sobre decisiones pendientes a menudo resulta de difícil acceso y las consultas — cuando se efectúan — suelen ser limitadas, tardías y sesgadas a favor de los más visibles, mejor dotados y/o más motivados.

Se han desarrollado tecnologías «blandas» como la discriminación positiva, la regulación negociada o el ombudsman institucional que puedan apoyar una política de promoción de la participación. Existen las tecnologías «duras» de punta y no tan de punta, como los números 800, el fax y, por supuesto, Internet. Ambos tipos de han sido ignoradas o, cuando mucho, subutilizadas por parte del sector público.

La subutilización de Internet es particularmente patética. Aquí no se trata de la lentitud de los políticos norteamericanos en reconocer a la red como un nuevo espacio para la participación que involucra la comunicación muchos-a-muchos y no un medio más de comunicación de uno-a-muchos. Se evidencia en la escasez de páginas Web y en la falta de interactividad de las pocas páginas Web que existen. Pero la subutilización también se manifiesta en una iniciativa potencialmente loable de una de las instituciones nacionales quizás más permeables a la participación ciudadana, el Congreso Nacional, cuya página (Servicio Autónomo de Información Legislativa, http://www.internet.ve/sail/sv/homesail.html), sin embargo, ni siquiera facilita la obtención información por parte del ciudadano común. El acceso a la misma es tan engorroso como si no existiese Internet y por supuesto no se contempla la participación de los que un parlamentario, aparentemente contrariado, llamó «los legisladores externos» que estorban el trabajo parlamentario.

Así las cosas, falta mucho para que las políticas implícitas se aproximen a la política proclamada. Mientras tanto nos tenemos que consolar con la «inocua unanimidad» en torno a la bondad de la participación ciudadana, unanimidad que, no obstante, no resulta tan inocua en la medida en que las expresiones de apoyo verbal van acompañadas de objeciones, resistencias y bloqueos, inconscientes o calculados, destinados a reducir la incidencia de los ciudadanos en las estructuras y políticas del Estado venezolano.

Este artículo se basa, en parte, en Eva Josko de Guerón Participación Ciudadana y Sistema Político, 1996 sin publicar.

Por ejemplo, la Ley de Protección al Consumidor y Usuario, la Ley Orgánica del Ambiente y su reglamento y el Reglamento Interior y de Debates de la Cámara de Diputados.

Según una encuesta, para el 82,5 de la muestra Congreso tenía poca o ninguna credibilidad 82,5%; los partidos políticos tenían algo de credibilidad para el 4,5% y mucha para tan solo el 1,6%; el 74% desconfía Fedecamaras y el 60 % en la CTV 60%. (Ángel Álvarez «La crisis de hegemonía de los partidos políticos venezolanos» en Álvarez, coord, El Sistema Político Venezolano: Crisis y Transformaciones, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1996).

De niveles inferiores al 10% en los primeros tres procesos electorales de la democracia, la abstención se elevó al 40% en 1993. Se ubicó en 53,9% en las elecciones municipales de 1995, alcanzando el 70,4% en Municipio Libertador del Distrito Federal.

Encuesta realizada por Consultores 21, patrocinada por la Fundación Pensamiento y Acción y el International Republican Institute. El Universal, 26-05-96, 1-15.

Esta definición es una adaptación de la que ofrece Darío Restrepo, (Relaciones Estado-Sociedad Civil en el Campo Social: Una Reflexión desde el Caso Colombiano, 1994, sin editar), de la participación social, obvia las distinciones teóricamente importantes entre participación ciudadana, participación social y participación política, así como los contrastes entre participación pública y acción pública, que desarrollan diversos especialistas.

S. Arnstein, «A Ladder of Citizen Particiipation», Jounal of the American Instituto of Planners, No. 35 (1969), 216-224.

Loc. cit.

Entendida como la discusión de acciones, prioridades y medidas y no la participación en las decisiones sobre las mismas, tal como parece entenderla Nuria Cunill (Participación Ciudadana, CLAD: 1991) y como se podía entender en el sistema político venezolano.

Cunill, op. cit., 194,

Véase Eva Josko de Guerón Participación Ciudadana y Sistema Político, 1996, sin publicar; Lily Broitman de Blank et al., Participación Ciudadana y Descentralización, 1996, sin publicar y Vander Dijs et al. Participación Ciudadana y Gestión Pública, 1996, sin publicar, trabajos realizados como parte del proyecto Copre/OEA, Participación Ciudadana en el Marco del Fortalecimiento de la Democracia.

Como la Ley Orgánica de la Administración Central, fiel al «secreto oficial», o la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos que limita el acceso a la información a los directamente interesados, salvo en los casos que ameritan la publicación en la Gaceta Oficial..

V. Eva Josko de Guerón, «La Participación Política, la Gobernabilidad y el Ciberespacio: Más Democracia Cuánta y para Quién», Venezuela Analítica, julio de 1996.

Diego Urbaneja («Fortalecimiento de la Sociedad Civil y sus Consecuencias para la Democracia» en Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, Reformas para el Cambio Político: Las Transformaciones que la Democracia Reclama. Caracas, COPRE, 1993), quien atribuye la expresión a Joaquín Marta Sosa.

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