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Arquitectura. Los diablos de Chuao.

Vitruvio, al hablar de teatro en su tratado de arquitectura, describe esos espectadores «que cautivados por el interés e inmovilizados por el gusto de la representación, tienen abiertos todos los poros de su cuerpo». El miércoles 28 de mayo, a las 11 de la mañana, pude añadir a esos intereses y gustos de efecto epidérmico, un calor bíblico y una de esas ignorancias disfrazadas con ínfulas de antropólogo; presenciaba, por primera vez en mi vida, a los Diablos de Chuao.

Me refiero a Chuao; no a Yare, como he tenido que explicar desde entonces a los que creen que los diablos en Venezuela son cuestión de un solo pueblo. Hay otras posibles confusiones; desde niño vivo en ese otro Chuao que planificaron al sur del Guaire, así que el Chuao de las costas de Aragua viene a significarme una especie de homónimo y alter ego.

Mi Chuao es una de esas «urbanizaciones» que siempre se han ajustado a lo que reglamentan las modernas legislaciones. Tiene postes de luz, asfalto, aceras, jardines con perro, y sobre todo, una zonificación que persigue a los comercios. Esta causa, por cierto, da estructura ideológica a la única institución, aparte de la Iglesia, que da identidad a mi terruño: la junta de vecinos. Aunque más dedicada a la política y a la inquisición que a la cultura, debo decir que esta junta ha librado causas que agradezco; donde sí ha fallado es en los únicos comercios que aprueba. El automercado de Chuao, por ejemplo, es el más feo, hostil y repelente que se conoce a lo largo del Guaire. No hay donde tomarse un café en la tarde, y qué es una tarde sin café? Tal malacrianza urbana me confirma que el velado propósito de toda urbanización, junta de vecino y condominio caraqueño es perseguir la cultura y su carga de multiplicidad, riesgo y vida pública. «Privacidad, seguridad y perpetuidad» es el único lema que entre los «Asos» encuentra consenso, y la obsesión a que me sumo avergonzado.

Estas carencias bien se entienden en el otro Chuao. El Chuao original, el de Aragua, es cultura con una intensidad que hoy siento mitológica. Si cultura viene de «cultivo», qué decir de un pueblo que es causa y efecto del cacao? Y no me refiero solamente a relaciones agrícolas; añádase con generosidad lo político, lo económico, cultural y universal. Y cito tantos convidados en este «cultivar» de Chuao porque con sólo mencionar este nombre, aún se lubrican paladares ávidos de chocolate en Europa.

Pero hay un grave problema: esta posibilidad de unir los arbustos de un pequeño valle a las tasas de Francia, hoy es privilegio de la memoria; sucede que ya las semillas de Chuao son otra cosa, y entiendo que la producción es menos de una tercera parte de lo que fue en la colonia. En todo caso, no estamos hablando de ruinas, sino de una geografía capaz de volver a tomar su lugar en la historia. Chuao puede recuperar su excelencia y universalidad. Terrible reto para una comunidad, en estos tiempos de cinismo, el asumir el mito que le dio identidad, sin perder ésta.

El pueblo de Chuao es dueño de sus tierras y, por lo tanto, de los deberes y derechos de su quehacer y de las trampas e inercias de su destino. Al mismo tiempo que el cultivo le entrega un devenir, le proporciona un contexto para estar consciente de sí mismo: Chuao tiene en su centro un enorme patio de cacao (aproximadamente 100 x 30 metros) que contiene a la iglesia y a la antigua casa de hacienda. A los lados del patio pasan calles que acompañan al río y luego un derredor de altos árboles que esa mañana de miércoles se convirtieron en un telón verde y continuo. En aquel escenario irrumpieron por tres días, 121 diablos, en tres legiones, con reliquias, máscaras, rabo, oraciones, maracas, capitanes, capataz y Sayona.

No voy a describirles la fiesta de los diablos, ya Carmen Elena Alemán resumió años de investigaciones en un artículo que publicó en la revista Bigott. Quiero tan sólo enumerarles varias reflexiones que me han inquietado por años, y que gracias a este nuevo Chuao ahora las tengo en los tuétanos.

Vislumbré la frontera entre lo sagrado y lo profano. En la caminata de los diablos hasta unos árboles de mango en los confines del pueblo presencié la relación del pueblo con el cosmos y la naturaleza. En las danzas de los diablos por las calles advertí las calidades y tentaciones que existen en el recinto del propio pueblo. Conocí las zonas críticas donde el verdadero diablo tiene chance de inmiscuirse y los predios seguros donde la cercanía del Santísimo permite incluso quitarse la máscara.

Comprendí lo que Aristóteles en su listado sobre la tragedia llama «la trama». No se trata sólo de un dibujo de calles, sino de una serie de eventos que le da sentido, espiritualidad y tensión a los espacios. Vi cómo esta secuencia puede unas veces ser formal, legible y geométrica, tal cual ocurre en las danzas colectivas de los diablos cuando se dirigen al gran patio de Cacao. Otras veces la secuencia puede ser fragmentada, mutable, doméstica e indescifrable para el espectador, como cuando los diablos visitan sus propias casas de acuerdo a una jerarquía que incluye las de los antiguos y difuntos capitanes y las de los nuevos diablillos que bailan por primera vez.

Observé una devoción y una entrega que sólo he visto en hombres de verdadera fe y en grandes actores. Pude atisbar ese estado de gracia cuando todo un pueblo se transforma en templo y teatro, en escenario, orquesta y auditorio. Los diablos lograron infundirnos ese estado entre la compasión y el terror, que Aristóteles llamó «el término medio en que los afectos adquieren un estado de pureza».

Y fue entonces, mientras los capitanes contaban a los diablos para chequear que Satanás no se coleara en la fiesta, cuando se me apareció el Dios que acompaña desde siempre esas lentas mutaciones donde la orgía y el paroxismo religioso se convierten en la magia del teatro. Vi al hijo ilegítimo de Zeus, perseguido por Hera y obligado desde su nacimiento al disfraz. Vi a sus sátiros con sus cachos y algo en las danzas me sugirió la pisada del carnero. Ya el coro de «Las Bacantes» me lo había advertido: «Lo que el vulgo más sencillo estima y practica, esto es lo que debo aceptar».

El jueves en la tarde ya no estaba consciente ni lúcido. Poseía apenas el privilegio de permanecer suspendido ante la presencia de poderes ancestrales y desconocidos. Sentí lo que antes creía entender, aquello que «refleja la existencia de una manera más veraz, más real, más completa que el hombre civilizado, quien comúnmente se considera a sí mismo como única realidad».

Ya de vuelta en mi Chuao de siempre, qué otro camino me queda sino escribir?


El Nacional 09 de Junio de 1997

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