Aperturas petroleras.
Hay tiempos de aperturas y hay tiempos de cierres. Hay tiempos de nacionalizaciones y hay tiempos de desnacionalizaciones. Hay tiempos de estatismos y hay tiempos de liberalismos. Hay tiempos de revoluciones y hay tiempos de evoluciones. La historia y el hombre no conocen líneas rectas. Avanzan por ciclos y todo ciclo se abre y cierra.
Apertura petrolera la de Gómez frente al cierre conflictivo operado durante el castrismo, cuyo fin estuvo vinculado en no poca medida a la disputa con la New York and Bermudez Co. Las exploraciones comenzaron en grande en 1912 con la Caribbean Petroleum, a la cual le tocó descubrir el pozo, emblema de nuestra mitología petrolera, el Zumaque I que en el Año Nuevo de 1976 viera a CAP, sudoroso, embanderar el inicio de la nacionalización: «El petróleo es nuestro».
Lo otro fue en 1914, en proceso parcialmente interrumpido por la I Guerra Mundial, a cuyo término siguió la orgía productiva y comenzó la intensa puja entre los inversionistas ingleses (la Shell) y los de Estados Unidos. Esta etapa encontró su símbolo en «el reventón» de diciembre de 1922, con el pozo Los Barrosos 2. De la explotación se había pasado a la producción, del asfalto al petróleo, de los residuos del nacionalismo agresivo de Castro a la «internacionalización», hábilmente aprovechada para cimentar el régimen de Juan Vicente Gómez.
Fue la del 20 la década de la legislación petrolera y, por razones más políticas que económicas, laboral. La primera encontró un ideólogo de la regulación o «los controles» en Gumersindo Torres. La segunda, julio de 1928, apareció como consecuencia de los sucesos de febrero y marzo de aquel año: revuelta estudiantil, complot similar y cierta agitación obrera en Caracas y Zulia.
La apertura no cesó y, en Venezuela, se instauró el Minotauro como en su propia casa. La Ley de Hidrocarburos de 1943 fue, en estricto sentido, una reapertura o una reestructuración de la apertura gomecista. Intentos regulatorios o «nacionalizadores» (no de la inversión sino de los ingresos) fueron el impuesto extraordinario y el «mitad-mitad» del trienio 1945-48.
Antes, por la Ley de 1943, se habían otorgado concesiones con vigencia de cuarenta años, y AD, en el poder o en la oposición, defendió la política de «no más concesiones», considerada por los aperturistas como un freno para las inversiones extranjeras. Pérez Jiménez, apremiado por compromisos que hoy nadie recuerda, rompió el encanto y abrió un período de concesiones en agosto de 1956. La revista Visión y, desde luego, las petroleras elogiaron la decisión, mientras en el exterior Pérez Alfonzo (Venezuela Democrática) y Eduardo Machado (Noticias de Venezuela) la bombardeaban.
Pérez Alfonzo advertía a los posibles nuevos inversionistas que las concesiones podrían ser declaradas írritas por un futuro gobierno democrático, pero no fue tal el camino escogido por el de Betancourt, en el cual él actuó, con mucha eficiencia por cierto, como ministro de Minas e Hidrocarburos. Prefirió sondear a los países árabes y entenderse con el saudita Tariki para partear la OPEP. Si Eduardo Machado, quien nunca llegaría al poder, estaba en 1956 obsesionado por la nacionalización mexicana, Betancourt y Pérez Alfonzo no. «No son tiempos de nacionalizaciones», dijeron en ocasiones diferentes.
Y cuándo entonces? Nadie lo preveía. El otro Pérez (Carlos Andrés), ni sabía entonces dónde quedaba Kuwait y estaba más interesado en dominar a las guerrillas, en Carupanazos y Porteñazos y huelgas del transporte y suspensión de garantías, que en asuntos petroleros. Y sin embargo fue a él a quien le tocó sellar «la segunda independencia» con la nacionalización petrolera y, de peso, la del hierro. La apertura finalizaba y nadie sabía tampoco por cuánto tiempo. Ni siquiera Dios. Ni siquiera Alá.
En parte el velo se ha descorrido. Veinte años después que el Congreso aprobara la que por economía expresiva llamamos Ley de Nacionalización, agosto de 1975, el Congreso de 1995, el 4 de julio, día magno (para EE.UU.), dio por aprobadas las bases del nuevo tipo de concesiones, bajo el rótulo de «ganancias compartidas» en su momento cuestionadas (totalmente, parcialmente? No lo preciso) por Petkoff. A esa apertura, que por aquí ronda en tercera vuelta al ruedo, la calificó Linares Benzo de «concesión petrolera simulada».
El mecanismo de abrir para cerrar y cerrar para abrir no es, pues, privativo de un tipo de régimen en particular, porque si el dictatorial de Pérez Jiménez cerró temporalmente lo que Medina y AD habían abierto, el democrático de Caldera abrió lo que el de Pérez I había cerrado. Y conste que cuando escribo «democrático» me refiero a su origen, el voto popular, y no a lo que en las encuestas, con porcentajes que asusten, se juzga como lo contrario.
Y aquí vienen las diferencias, punto muchísimo más importante que las coincidencias. Cuando Pérez Jiménez abrió el proceso de concesiones en 1956, nadie pudo opinar en contrario en la prensa del país, ni en la radio, ni en la TV, que entonces daba pininos en la andadera de las telenovelas. Nadie, aunque lo quisiera. En cambio antes de julio de 1995 y después hasta hoy hasta después del siglo XX el coro ha sido de cien, mil voces.
Y lo mismo puede decirse de lo sucedido durante el gobierno del tirano liberal, uno de cuyos miembros, Gumersindo Torres, fue sacrificado para complacer al capital extranjero. Y así como a la Ley de la Nacionalización la precedió la amplia discusión acerca de la reversión, así a la «Apertura Petrolera», la antecedió otra sobre la reactivación de los campos petroleros. Apertura que no abre debate, es ilegítima por nacimiento.
El Nacional 6 de junio 1997