¿Quién era Milton Friedman?
La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida
a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó
su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la
ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba
completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en
cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La economía
clásica, escribía Keynes en 1936, «conquistó Inglaterra tan
completamente como la Santa Inquisición conquistó España». Y la
economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era
dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.
Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones
para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos
a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de
Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para
hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de
izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría
afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres
proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la
intervención estatal a gran escala en la economía.
El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento
económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos
economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación
de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue
tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman
era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los
jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de
disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero
incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la
economía clásica había recuperado buena parte de su anterior
hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde
buena parte del mérito.
No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría
económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la
tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio
porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar
sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes
adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del
keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo
sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces
parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista
y un gran hombre.
Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del
siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía
análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de
los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor
político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política
conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y
el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de
1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por
último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina
del libre mercado.
¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres
estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la
economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y
propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo
economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor
de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces
cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público.
Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada
por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto
a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo.
Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual
cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.
Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y
hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor
parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo
dominado por el concepto del Homo Economicus. El hipotético Hombre
Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse
matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones
están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa
función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o
cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden
entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en
comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el
comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las
alternativas disponibles.
Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas
ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la
mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre
Económico, quedando entendido que se trata de una representación
idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas
tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse
realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general
toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la
utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas
como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la
simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer
cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la
suposición del comportamiento racional es una simplificación
especialmente fructífera.
La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no
atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías
psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una
persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales
estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las
decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte,
pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos
salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.
¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre
Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The
methodology of positive economics [La metodología de la economía
positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por
su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el
comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista
teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento
racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera
del alcance de dicha hipótesis.
En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no
exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema
importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro
y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización
psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos
hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la
vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el
gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera
simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más
cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con
Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar
clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la
«hipótesis de la renta permanente» planteada por Friedman y el «modelo
del ciclo vital» de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas
aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen
constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el
ahorro.
El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado
por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un
triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En
1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía
una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo
que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante
un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una
relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué
punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería
Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta
para alcanzar una tasa de desempleo más baja?
En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación
Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que
sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo
visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al
menos no a largo plazo. «Siempre hay», decía, «una compensación
temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación
permanente». En otras palabras, si los políticos intentaran mantener
el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación,
sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo
acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En
otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson
más tarde denominaría «estanflación».
¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio
Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e
independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre
el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del
comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de
inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de
inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto
positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las
razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que
contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios
suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden
que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la
inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más
elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los
precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un
tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio.
De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no
cumple las expectativas.
En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados
Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que
ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de
explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación
persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda,
la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió
exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de
1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de
desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960,
unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la
década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo
extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.
Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps
alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra.
Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en
su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo
que pudiera pensarse de sus demás funciones.
Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del
concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía
dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más
lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una
compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto
plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y
aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al
establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta
doctrina, conocida como las «expectativas racionales», se extendió por
buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó.
Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado
lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia
pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo,
mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de
las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han
superado.
«A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me
recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito», escribía en 1966
Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de
Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos
sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como
monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo
se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por
Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo
que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido
engañoso, y quizá de manera deliberada.
Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que
saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en
economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de
oferta monetaria
en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que
pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La
moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es
dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden
extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no
son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos
bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.
Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el
control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva
Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos
centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco
separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de
dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la
realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base
monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos
tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos
guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los
ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin
embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base
monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta
monetaria total.
Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una
herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que
en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy
bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias
sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de
interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso.
Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de
las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco
incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El
banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes
cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy
bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras
acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia,
Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de
dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por
eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política
presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a
los países de la Gran Depresión.
¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de
intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran
medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta
monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a
bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas
de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal
tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la
política presupuestaria supone una participación mucho más profunda
del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de
ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para
promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por
tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a
querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los
que desean un sector público más activo tienden a creer que la
política presupuestaria es esencial.
El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana
-como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de
texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política
presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a
los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en
1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:
«La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la
economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos
unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos
económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no
importaba».
Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no
estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman,
sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero
también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A
Monetary History of the United States, 1867-1960, en colaboración con
Anna Schwartz
Aunque A Monetary History of the United States es una gran obra de
extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos
monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo
a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado
el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria
en condiciones de depresión. «La contracción» de la economía,
declaraban, «es de hecho un trágico testimonio de la importancia de
las fuerzas monetarias».
¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de
Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la
presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no
más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo-
intelectualmente corrupta.
Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir
entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la
Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero
más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los
primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050
millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933.
Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a
19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente
las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a
medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a
guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los
bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de
efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un
pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos
préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido
si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los
bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las
empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la
depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como
de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.
Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria
había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en
una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero
incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede
decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base
monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos
inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por
el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída
de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos
en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se
hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada
de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría
haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en
efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de
los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras
acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría
haber evitado lo peor de la depresión.
A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se
desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que
una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían
haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades
públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir
que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para
demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector
público.
Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia,
han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa
que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la
depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un
Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he
dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como
si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución
presidencial de 1967 declaraba que «las autoridades monetarias
estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias», y que
la oferta monetaria cayó «porque el Sistema de la Reserva Federal
forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no
ejercer las responsabilidades que tenía asignadas», una afirmación
extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho
mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a
dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por
breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy
engañosa).
En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que «la verdad
elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión
pública», una declaración que seguramente sus lectores interpretaron
como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera
mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz
afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más
activo, no menos.
¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política
monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En
parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra
del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la
aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con
esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la
oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3%
anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que
ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en
piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las
autoridades públicas.
El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte
económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante
de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable.
Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las
recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de
crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para
ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no
habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma
monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la
economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas
hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para
hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la
falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la
Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de
políticas que habían salido mal. «Un régimen monetario», escribía en
1972, «aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un
pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de
las presiones a corto plazo de la política partidista».
El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante
unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez
su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma
bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que
era, por dos razones principales.
En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner
en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados
fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la
oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva
Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en
1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo
superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces
la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación
discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a
la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la
oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10%
anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la
Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y
permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.
En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva
Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo
razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los
banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La
inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del
que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y
todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta
monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron
-incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a
materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en
1992, «Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la
década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente».
En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy
conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante
hacer la altamente antimonetarista declaración de que «una política
monetaria audaz», no estable ni constante, sino audaz, «puede reducir
la profundidad de una recesión».
Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón
experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran
Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la
Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que
cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más
cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés
muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza.
Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos
a un día entre bancos, era literalmente cero.
Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como
Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de
Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la
base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se
gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien,
me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las
cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de
aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación
enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de
oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba
una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la
inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades
tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.
En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para
poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la
eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y
claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el
optimismo de Friedman.
En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del
libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current
Housing Problema
colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la
Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de
los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la
II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era
una publicación de la Fundación para la Educación Económica,
organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm
(2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual,
«difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el
anarquismo». Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era
miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la
popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de
la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las
seis décadas siguientes.
En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de
Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites
lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de
asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios
crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas,
temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los
alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el
país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de
transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban
hierro a esas preocupaciones.
En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los
sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de
mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas
ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una
intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de
aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre
contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las
empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares,
tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han
avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como
eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos
y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran
estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.
En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era
como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay
jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real
inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San
Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex
combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un
lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen,
marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de
1980 Free to choose
Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las
políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de
la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese
existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor
de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto
en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de
vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a
liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y
salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el
mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E
incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la
política real ha sido la transformación de la opinión general: la
mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto
al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el
cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza
positiva. ¿Pero lo ha sido?
Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la
economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir,
teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre
1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde
1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el
desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos.
Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba,
mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los
estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por
contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de
Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo
intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe
duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más.
Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que
durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un
23% superior a la de 1976.
Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le
fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento
económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen
que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos
económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida
de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la
desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el
aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero
desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta
de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta
media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la
pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.
Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar
a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el
salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores
compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les
decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios
causados por los barones ladrones eran puro mito:
«Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en
este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya
experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el
periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial,
cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado».
(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II
Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional
del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese
pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por
debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida
como factor importante en el sector privado, los trabajadores
estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento
de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto
a la generosidad de la mano invisible?
Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento
económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos
culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun
así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de
libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y
por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso
el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.
Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas
de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar,
todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal
citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de
Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las
políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el
poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por
Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico.
Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta
Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del
comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la
historia de éxito chilena no se ha repetido.
Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos
es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido
despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la
desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que
ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar
lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción
que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se
pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de
posguerra a la liberalización.
Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales
objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza
contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En
una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba
en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la
electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban
sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los
ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?
Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por
carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos
casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la
competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La
liberalización del gas natural también fue un éxito.
Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector
eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la
década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la
eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la
electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías
eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez
artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que
había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones.
Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de
California, en todo el país la liberalización de la electricidad
supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos
beneficios enormes para las compañías eléctricas.
Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón
de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora
afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún
motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y
las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías
eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales
a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin
reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder
monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.
¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es
siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir
que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería
incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría
decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.
En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz,
el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores
de ir demasiado lejos. «Considérense las siguientes tres
proposiciones», escribía. «El dinero no importa. Sí que importa. El
dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la
segunda proposición a la tercera». Y añadía que «en su celo y
euforia», eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.
La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber
seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos
empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman
tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y
sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos
objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del
libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en
la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único
que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que
Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran
funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.
El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima
intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector
público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías
de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a
pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis
financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible,
muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la
inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La
liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras
advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de
hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía
su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las
preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no
eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores
siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis
sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.
Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los
mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista
teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado,
hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la
importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de
algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el
mismo comedimiento en su papel de intelectual público?
La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función
esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía
reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el
gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la
verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la
función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la
refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se
convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había
convertido en la nueva ortodoxia.
A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y
no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy
grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los
pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y
posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a
los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas
razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado
lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman
inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora
de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo
que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es
una contra-contrarreforma
Fuente: www.elpais.es
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