Politización de las megaempresas
Se suelen llamar capitalistas a los multimillonarios y a ejecutivos de las grandes empresas. Pero si por capitalismo entendemos libre competencia y empeño en complacer al consumidor para obtener utilidades -lo cual a su vez logra la utilización óptima de recursos escasos y produce la mayor riqueza para el país-, entonces los muy ricos y las megaempresas suelen ser malos ejemplos de capitalismo. La sociedad capitalista está sujeta a cambios constantes y eso es indeseable para las elites.
Los verdaderos defensores del sistema capitalista no son los herederos de grandes fortunas ni los presidentes de las multinacionales. Estos suelen parecerse a los políticos: añoran jugar un papel público y ser vistos por la prensa como estadistas y defensores de la humanidad. Los verdaderos capitalistas son aquellos que con iniciativa crean sus propias empresas, desarrollan novedosos productos y servicios, logrando un nicho en el mercado, sin privilegios políticos ni subsidios ni protecciones arancelarias.
Los herederos de grandes fortunas no suelen tener éxito en el mercado porque no se atreven a competir con la fama de sus padres y abuelos. Por ejemplo, los hijos de John D. Rockefeller y Henry Ford fueron personajes grises que albergaban sentimientos de culpabilidad, lo cual frecuentemente conduce a esos grandes herederos a repartir su fortuna entre fundaciones que utilizan esos fondos para combatir el capitalismo e impedir que jóvenes desconocidos puedan alcanzar logros similares a los de sus antepasados. Las grandes fundaciones que llevan los nombres de los capitanes de la Revolución Industrial americana, como Ford, Carnegie, Rockefeller, Pew, etc. están casi totalmente dedicadas a financiar las campañas verdes y anticapitalistas de la izquierda.
Hace un par de meses, los presidentes de las directivas de Procter & Gamble, Monsanto y seguros American International firmaron una carta en apoyo de la propuesta de la administración Clinton para integrar a la Organización Mundial del Comercio los grupos de activistas que exigen incluir en los acuerdos comerciales cláusulas sobre el medio ambiente y condiciones de trabajo. Ya vimos lo que sucedió en Seattle y en Davos. La razón es que estos capitanes del gran empresariado multinacional no quieren competencia de los países en desarrollo y prefieren la intervención política para fijar reglas del juego que los beneficie y les cierre las puertas a competidores potenciales. La manera de lograrlo es insistiendo que las normas de los países ricos sean impuestas a los países pobres, asegurando así que seguirán siendo pobres y, por lo tanto, pagando sueldos bajos y maltratando el medio ambiente.
“Desarrollo sostenible” es la frase utilizada para abarcar todas esas trabas que los intervencionistas quieren imponerle a los países pobres. No importa que si tales reglas hubiesen sido aplicadas hace un siglo a las industrias nacientes de los países desarrollados, estos no hubieran avanzado. Pero vemos que Procter & Gamble nombra a George Carpenter “director corporativo de Desarrollo Sostenible”. William Procter y James Gamble, quienes fundaron la empresa en 1837 para fabricar velas y jabones, deben estar dando vueltas en sus tumbas.
Monsanto, una de las empresas químicas más grandes del mundo y líder en biotecnología lleva años cabildeando en Washington para que las agencias del gobierno impongan crecientes regulaciones a los experimentos y nuevos desarrollos en el campo de la biotecnología. ¿Son acaso masoquistas los ejecutivos de Monsanto? No. Se trata de un plan concebido para destruir la competencia de nuevas empresas en ese ramo, las cuales quiebran al no poder cubrir el inmenso costo de las regulaciones, dejándoles el campo libre a los gigantes como Monsanto, DuPont y Novartis.
General Motors y Ford fueron en una época grandes defensores del libre mercado. Dejó de ser así cuando los japoneses comenzaron a fabricar autos más baratos y mejores. Desde entonces utilizan sus viejas plantas y sus influencias políticas en América Latina para impedir la libre importación de vehículos, condenando a la región a pagar los precios más altos del mundo por el transporte.
Y a fines de enero, Philip Morris anunció que ayudará a las autoridades colombianas a frenar el contrabando de cigarrillos, poniéndole una marca especial para Colombia a las cajetillas de Marlboro que esa firma exporta de su planta venezolana. Es decir, Philip Morris ya no está sólo en el negocio de producir y vender cigarrillos sino en el de asegurarse que los colombianos paguen impuestos al gobierno. Imaginemos al vaquero de Marlboro abrazado al inspector de aduanas. Extraño gatuperio.
En Europa, en estos días están rodando las historias de los negocios sucios de Francois Miterrand y Helmut Kohl, quienes vendían los favores del gobierno a grandes empresas. De tales contubernios y amancebamientos nunca emerge nada bueno. Y, estemos claros, eso nada tiene que ver con capitalismo. Es mercantilismo puro. ©