Los pájaros de mi madre
De mis recuerdos más remotos de la infancia, se encuentra el de cuando observaba a mi madre, Guillermina, darle alimento a las palomas. En particular, me llamaba la atención lo que hoy puedo describir como la majestuosidad de los palomos. Rondaba el comienzo de los años sesenta en la Cabimas petrolera. Posteriormente, nos fuimos a vivir a la periferia de la tranquila -para entonces- Ciudad Ojeda y, el día que nos instalábamos en la nueva casa, teniendo alrededor de seis años, pude observar a mi madre fijando la casa de las palomas, que en lo inmediato a abrirle las puertas se echaron a volar, diciendo ella con un tono de inocencia: “Se fueron las palomas”.
En los tiempos de Cabimas, estando mas infante pude verla un día conmovida con un tierno canario -la especie por la que quizás ha tenido mas gusto- que se había ahorcado con un hilo del nido. La escena, realmente, era conmovedora. Después de uno o dos años de la ida de las palomas, en el nuevo sitio de vivienda, continuó también con la tenencia de un miembro de una pareja de loros reales que tenían años con ella. Un día, llegando de un paseo lo encontró muerto y la vi llorar como una niña, y enterrarlo con una mezcla de aprecio y dolor en una noche que hizo todo más conmovedor. En este lugar inolvidable de Ciudad Ojeda, llegaban en algunas tardes numerosas aves, de variado tipo, que revoloteaban según la dirección del viento.
Después, en nuestra vida en la capital, siguió teniendo canarios, turpiales y hasta un cardenal. En alguna oportunidad tenia una jaula inmensa donde los turpiales cantaban de manera muy hermosa. El cardenal lo tenia aparte. Lo cuidaba y lo quería hasta que, un día, estando algún familiar de visita, decidió obsequiárselo porque siempre fue muy atenta con el pariente en cuestión y quiso, para decirlo en sus palabras, agradarlo. Dentro de mi particular adolescencia, tengo que decir que pase a extrañar el ave, que tenia un canto realmente impresionante.
En todos esos años, estabamos todos y estaban los pájaros siempre con ella. Los mezclaba, los atendía, los cuidaba. Cualesquiera persona que tenga conocimiento de estos asuntos, sabe el trabajo que produce -aunque más no sea- un sólo canario.
Ya iniciados los años ochenta, mis padres, con algunos de mis hermanos, se fueron a vivir a Barquisimeto. De ahí en adelante la he visto concentrarse en los canarios, aunque sigue teniendo loros reales y periquitos australianos. Antes de irse definitivamente a esa ciudad, me dejó temporalmente -en la casa que habitamos durante muchos años- un par de canarios. Nunca olvidaré que tuvieron dos crías, y tuve yo personalmente que atenderlas, con resultados que implicaron la inexplicable muerte de una de ellas.
En los últimos lustros le he visto numerosos y variados canarios. En todos los casos he vuelto a ver los planteamientos y preocupaciones de siempre. La alimentación, la limpieza, el peligro de que puedan ser atacados por otros animales o insectos, los preventivos para que eso no suceda, la posibilidad de obtener crías. En fin toda la vida de sus aves.
En alguna oportunidad, ante una pregunta u observación de mi parte me dice -con la fuerza que se usa para algo que en el alma es especial: “ese lo traje de San Cristóbal” -su linda ciudad natal-. Recientemente, le vi un canario blanco de esa circunstancia que, debo afirmar, me pareció una pequeña maravillosa ave. También sucede que, con los años y los lustros, he visto la misma dedicación y actividad en su hija, mi hermana Fanny. Son entonces más numerosas las aves y los momentos que en mi familia se habla de los pájaros, la satisfacción y los problemas de su tenencia.
Hoy día el pensar a mi madre con sus más de setenta años, está inevitablemente consustanciado con mi padre, sus hijos y sus pájaros