El yuan y usted
Quién lo iba a pensar… Resulta que ahora, además, nos tenemos que preocupar por el yuan, la moneda de los chinos. También la llaman renminbi, lo cual añade confusión a una situación ya de por sí embrollada. De lo que le pase al valor de esa moneda en los próximos meses -o años- puede depender cuánto paga usted por la hipoteca de su casa, cuánto le cuesta la comida o una camisa, o la posibilidad de quedar (o seguir) sin empleo. En estos días hacen falta aproximadamente 6,7 yuan para comprar un dólar estadounidense y cerca de 9,3 para comprar un euro. Y ese es el problema. El yuan está muy bajo.
Esto hace que los productos que China vende al resto del mundo sean más baratos, que los productos que importa sean más caros y que, en general, las empresas chinas estén compitiendo con sus rivales con la ventaja de tener una moneda local artificialmente devaluada. Esta ventaja se traduce en más crecimiento económico y nuevos puestos de trabajo. Al resto del mundo le gustaría que el yuan fuese al menos un 20% más caro con respecto a otras monedas. Pero los chinos tienen una justificada obsesión por mantener la acelerada expansión de su economía y del empleo. Y esta obsesión se expresa, entre otras maneras, en los esfuerzos de Pekín por mantener el yuan depreciado. En los últimos cinco años, el Gobierno ha gastado en promedio 1.000 millones de dólares al día interviniendo en el mercado de divisas para evitar que el yuan gane valor. Estos esfuerzos han dado resultados: no es por azar que las enormes reservas internacionales en monedas que ha acumulado China equivalen a la mitad del tamaño de toda su economía.
El mundo entero le está reclamando a China por esta política cambiaria. En una larga reunión privada, Barack Obama instó a Wen Jiabao, el primer ministro chino, a que su Gobierno hiciera más para revaluar el yuan. Claude Juncker, el coordinador del grupo de ministros de Finanzas europeos, hizo lo mismo en público. Guido Mantega, su colega brasileño, alertó de que la situación está obligando a otros países a tomar medidas que abaratan sus monedas, lo que lleva a una peligrosa «guerra cambiaria». Dominique Strauss-Kahn, jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI), abandonó el lenguaje diplomático y declaró que China debe acelerar la apreciación del yuan para evitar una nueva crisis financiera mundial. El Congreso estadounidense tiene lista una ley para imponer tarifas compensatorias a las importaciones de productos chinos. «¿Ha llegado el momento de tener una guerra cambiaria con China?», se preguntó en las páginas del Financial Times Martin Wolf, uno de los más influyentes columnistas económicos del mundo. «La respuesta es sí… La idea es inquietante, pero no creo que haya alternativa».
¿Cómo responden los chinos a todo esto? Con un bostezo. Hasta ahora Pekín ha ignorado estas exhortaciones y cuando ha prometido hacer algo, lo ha hecho tarde y arrastrando los pies. «No nos sigan presionando con lo del valor del yuan», dijo recientemente Wen Jiabao en Bruselas. «Los márgenes de ganancias de nuestras empresas exportadoras son muy pequeños y pueden desaparecer si se gravan nuestros productos, tal como amenazan los estadounidenses». El líder chino advirtió que medidas que debiliten a las empresas y aumenten el desempleo en su país causarán serias tensiones políticas: «Si China entra en una turbulencia económica y social, será un desastre para el mundo». Mil años en los que lo normal fue el caos político justifican el pavor de los dirigentes chinos a perder la relativa paz social en la que ha vivido su país en las últimas décadas.
Así, el consenso entre ministros, banqueros y expertos congregados en Washington en estos días con motivo de las reuniones anuales del FMI y el Banco Mundial es que, a pesar de las presiones, China no variará mucho su política cambiaria. Este es un nuevo mundo en el cual uno de los países más pobres del planeta puede ignorar a su antojo las presiones de las naciones más poderosas. En los últimos 50 años, cuando ocurría alguna fuerte dislocación económica internacional como esta, el Departamento del Tesoro y el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, algunos de sus homólogos en Europa y Japón y el FMI intervenían y ponían las cosas en su lugar, o al menos en el lugar que a ellos les convenía. Ya no. Hoy no hay quien obligue a China a adoptar políticas económicas que no convencen a sus líderes. Y es mejor que nos vayamos acostumbrando a que lo que se decide en Pekín nos afecta a todos.
Mientras estos cambios sísmicos sacuden la economía internacional, el organismo encargado de velar por la estabilidad financiera del mundo se consume en conflictos del siglo pasado. Ocho de las 24 sillas del consejo de directores del FMI están reservadas a los europeos, entre ellos superpotencias como Bélgica y Holanda. En cambio, potencias en ascenso como China, India, Sudáfrica o Brasil están infrarrepresentadas. Hay, además, una regla no escrita que garantiza a Europa el nombramiento del jefe del FMI. Esto es lo que ahora se está debatiendo en Washington. Pero está claro que ni la sobrerrepresentación europea ni la jefatura del Fondo sobrevivirán a las nuevas realidades de un mundo dominado por Asia.
Bienvenidos al nuevo orden económico mundial.