El riesgo del proteccionismo
Durante las décadas de los ‘6O y ‘70, en pleno auge de la «teoría de la dependencia», buena parte de los especialistas en economía del desarrollo, particularmente, en América Latina, creían que la integración de los países pobres a la economía global, lejos de encaminarlos hacia el desarrollo, hubiera profundizado aún más su miseria y su atraso. Los «dependentólogos» nos recetaron un modelo de desarrollo «hacia adentro», sustitutivo de importaciones, relativamente segregado de la economía mundial, cuyos resultados fueron realmente catastróficos. Un modelo que, caracterizado por un proteccionismo a ultranza, brutal y embrutecedor, nos legó, en América Latina, unas industrias débiles, no competitivas, improductivas y, generalmente, parásitas de un Estado fofo, omnipresente y obeso y por tanto, obviamente, ineficiente. Para colmo de males, a pesar de toda la verborrea retórica «progresista» y sus fumosidades dialécticas, la «dependentólogía» ha dejado a la América Latina con una distribución de la riqueza abominablemente regresiva. Como nos dice muy acertadamente Giovanni Sartori: «La contribución más importante de la «teoría de la dependencia» a la solución de los problemas latinoamericanos ha consistido en proporcionar coartadas y “chivos expiatorios” para la gestión catastrófica que ha conducido al desastre de la deuda y al derrumbe del Estado populista.» En cambio, los países que, como los «tigres asiáticos», optaron, por una economía de mercado, inteligentemente abierta hacia el mundo, han logrado un impresionante y sostenido crecimiento económico, acompañado por un relevante nivel de equidad social.
En efecto, mientras el pesimismo castrante y apocalíptico de los “dependentólogos” terminó siendo una tragicómica falacia, ha surgido ,irónicamente, en el mundo desarrollado, un nuevo e igualmente apocalíptico pesimismo, que ,paradójicamente, poniendo “cabeza abajo” a la teoría de la dependencia- como Marx puso cabeza abajo a Hegel- afirma que el comercio libre con los países emergentes empobrecerá al mundo desarrollado. Sintetizando una compleja y sofisticada argumentación, este nuevo pesimismo que, en el fondo, se parece mucho al viejo, pero siempre pujante, proteccionismo, afirma que, en una economía global, la «desleal» competencia de los países emergentes, basada en los salan i os de mi seria y en un ecocidio sin control, provocará,- entre otras cosas, la perdida de millones de empleos en el «primer mundo», pan t i cu 1 armen te, en la industria manufacturera de baja tecnología, como los textiles y el calzado. Esto provocará una baja sustancial del nivel de salarios en esas industrias. El incremento del desempleo y el aumento de las diferencias de ingreso, entre los trabajadores de estas industrias respecto a los de las industrias de alta tecnología, crearán las condiciones pana una inestabilidad sociopolítica que el mundo desarrol1ado creía haber superado.
Las mentiras y los errores más peligrosos son los que tienen algo de verdad. En efecto, la competencia así como el cambio tecnológico siempre han provocado serios y dolorosos desajustes sectoriales y regionales. Cuando la tecnología aumentó la productividad de la agricultura se pensó que se crearía un ejército permanente de desempleados, en realidad, los agricultores pasaron a trabajar en la manufactura industrial. Posteriormente, en el momento que se .introdujeron tecnologías que ahorraban mano de obra, se pensó también que el desempleo sería social y políticamente insostenible. En la actualidad, en los países industrializados el empleo en agricultura es ínfimo y en cuanto a la industria manufacturera, quizás sea útil recordar que, en Estados Unidos, sólo el 15% de la fuerza-trabajo está empleado en la misma. La economía no es un juego suma cero, no se trata de repartir un pastel de tamaño fijo, el crecimiento de una parte del mundo no se hace a expensas de «alguien» en otra parte. No hay duda, entre los «alfabetas» en materia económica, que para la humanidad, en su conjunto y por tanto también para el «primer mundo», los beneficios económicos del acelerado crecimiento de buena parte del mal llamado «tercer mundo» serán superiores a sus costos. Sin embargo, también es indudable que habrá «perdedores» en este proceso, básicamente, positivo. , No es ninguna consolación para el trabajador-textil norteamericano y el agricultor -francés, que pierden sus puestos de trabajo, decirle que el mundo, en su conjunto estará mucho mejor, en un muy próximo futuro. Los que están amenazados de perder sus empleos, están trabajando «hic et nunc» (aquí y ahora), «existen» y están dispuestos a reaccionar políticamente en defensa de sus intereses. En cambio, los potenciales ocupantes de los futuros puestos de trabajo, que se crearán, directa e indirectamente, por el crecimiento de los países emergentes, aunque mucho más numerosos, simplemente «todavía no lo saben» y por tanto no van a salir a la calle a defender sus ignorados intereses. Tampoco los consumidores están conscientes que son importantes beneficiarios del libre comercio. Los gobiernos, en particular de los países industrializados, tienen que iniciar un urgente y necesario esfuerzo para educar a sus opiniones públicas al respecto. Además deben prepararse para ayudar, compensar, reeducar y reconvertir a los «perdedores», si no quieren estar obligados a escoger entre «Escila y Caribdis», entre el proteccionismo pauperizante y la inestabilidad sociopolítica. Simplificando, la alternativa fundamental está entre una economía global – con crecimiento económico y por tanto con los medios para compensar a los inevitables «perdedores», en el marco de un sistema internacional integrado, mayoritariamente, por sociedades abiertas y democráticas – y una economía proteccionista, con depresión económica, migraciones masivas del sur hacia el norte, violencia socioracial, alta probabilidad de guerras internacionales, en el marco de un mundo, básicamente, formado por sociedades cerradas y autoritarias.